Volver sobre cosas ya escritas puede parecer demasiado fácil, pero en mi
caso al menos siempre me ha sido más fácil inventar que escribir. Ocurre sin
embargo que ciertas repeticiones, que prefiero llamar recurrencias, se me
dan con la misma evidencia que diariamente nos da a todos la inevitable
salida del sol. Y si esta cotidiana maravilla no nos asombra puesto que
conocemos la relojería general del cosmos, hay otras repeticiones
perceptibles en un dominio que ninguna ciencia ha explicado todavía,
repeticiones que pertenecen a esos intersticios de lo habitual donde leyes
que no son las de la física o la lógica se cumplen de una manera casi
siempre inesperada. Todo esto para decir que anoche entré una vez más en esa
zona de arenas movedizas, y que trato ahora de contarlo para esos lectores a
quienes también les pasan cosas así y no las desechan como meras
coincidencias.
Hace años que conozco a Michel Portal y que admiro su prodigiosa capacidad
de instrumentista. Usted le alcanza cualquier variedad de saxo, flauta,
clarinete, fagote, trombón, quena, clavecín y hasta el difícil y secreto
bandoneón, y Michel lo vuelve música, y qué música. Así, para abreviar la
biografía, lo mismo se lo encuentra como solista en un concierto de la
llamada música clásica (Brahms y Schumann no tienen secretos para él) como
mezclado en la compleja telaraña de una obra de Stockhausen; pero apenas le
queda un poco de tiempo libre, Michel arma un cuarteto o un quinteto de jazz
y ahí es la entrega y la creación en libertad, la invención de quien pasa de
un instrumento a otro con la gracia de un gato jugando con ovillos de lana.
Ocurre que somos amigos pero nos vemos apenas, andamos por órbitas tan
diferentes, cuando lo busco está en Japón o viceversa, pero anoche descubrí
que su grupo actuaba en una cave de París y me largué para escucharlo y por
lo menos charlar dos minutos con Michel, es así como se vive en este siglo
donde se ha perdido toda armonía entre el tiempo y nosotros, entre la
infinita variedad que nos rodea y nuestra cada vez menor disponibilidad para
abrazarla. Señalo de paso —es parte de este todo incomprensible que quisiera
por lo menos insinuar— que la víspera yo había estado a punto de ir a
escuchar a Michel y que circunstancias nimias me obligaron a dejarlo para la
noche siguiente.
Desde el fondo de la cave humosa y gótica y llena de pelos y barbas y de
hermosas criaturas de todo sexo, escuché a Michel y a su quinteto. Él me
reconoció mientras disponía sobre una mesa los cinco o seis instrumentos que
utilizaría, y me hizo un gesto de saludo. Tocó —tocaron— admirablemente,
improvisando casi una hora sobre temas que se iban abriendo y multiplicando
como un follaje de árbol. El jazz no impide pensar (la improvisación tiene
sus caídas inevitables y en esos huecos momentáneos uno se reencuentra y
vuelve a su mundo mental); en algún momento me acordé de mi primer contacto
con Michel en el festival de Avignon y de cómo en un café él me había
hablado de mi relato "El perseguidor". Viniendo de un músico, y qué músico,
su preferencia por ese cuento me había dado una de esas recompensas que
justifican toda una vida, y mi manera de decírselo fue hablar largamente con
él de Charlie Parker, el hombre Parker y no ya el personaje de mi relato. Su
amor y el mío por la música de Bird nos hizo amigos para siempre.
Yo había pensado en todo eso escuchando a Michel, aunque nada hubiera de
Charlie Parker en lo que se tocaba esa noche, y después llegó el intervalo y
Michel cruzó la sala para encontrarse conmigo. Siempre un poco perdido, un
poco en otra cosa, sentí que ahora estaba más allá que nunca de lo que la
gente llama normal. Nos abrazamos, le dije de mi felicidad al escuchar su
música. "No, no", se defendió apretándome el hombre con una mano como si
también yo estuviera a punto de convertirme en uno de sus instrumentos. "No,
esta noche es otra cosa, verte ahí y de golpe, de golpe... " Nos mirábamos,
yo esperaba sin saber qué. "Es increíble", dijo Michel, "que estés aquí esta
noche, Julio. Vengo de tocar en otra parte, estuve tocando con un saxo que
me prestaron, un saxo increíble de viejo y gastado, con iniciales de nácar y
una boquilla casi inservible. Olía a incienso de iglesia, te das cuenta,
tocar en él era... ". Su deslumbramiento y su angustia batallaron en un
largo silencio, en sus ojos clavados en mí. "Adivina, Julio, adivina de
quién era". No había nada que adivinar, la figura estaba cerrada, la
maravilla cumplida. "El saxo del Bird", dije, y Michel que acaso había
temido que en ese instante todo se viniera abajo, se apretó contra mí,
feliz, como temblando. Supe que la viuda de Charlie Parker estaba en París,
que ese saxo estaba destinado a un museo (hay uno muy simple y pobre y
hermoso en Nueva York) y que las cosas habían girado y se habían ordenado
para que esa tarde Michel pudiera tener entre las manos el saxo del Bird,
acercar los labios a esa boquilla donde había nacido el prodigio de Out of
Nowhere, de Lover Man, de tantos y tantos saltos a lo absoluto de la música,
de eso que malamente yo había tratado de decir en "El perseguidor".
Nadie, claro, se dio cuenta de lo que ocurría entre Michel y yo. Me quedé
todavía un rato y me fui sin volver a verlo. Nos seguiremos encontrando aquí
y allá, pero si no es así ya no importa. La figura se cerró anoche, eso que
llaman azar juntó otra vez tanta baraja dispersa y nos dio nuestro instante
perfecto fuera del tiempo idiota de la ciudad y las citas a término y la
lógica bien educada. Ahora ya nada importa, realmente; anoche fuimos tres,
anoche lo vimos junto a nosotros desde el otro lado.