Dostoievski y Tolstoi: Dios como texto
Isabel Cabrera
Quizá una función de las religiones
sea la de dar sentido a la existencia y aliviar las ansias personales
de trascendencia y salvación. Esta necesidad de sentido y esta
búsqueda de salvación suelen estar relacionadas con la
conciencia del sufrimiento y la muerte, aunque no siempre se deriven
de ella. Porque nada parece amenazar más el sentido de la vida
que la presencia del sufrimiento inocente y el carácter ineludible
de la muerte. Así, independientemente de si contienen o no la
creencia en otra vida, las grandes religiones incluyen, y a veces –como
el budismo– surgen directamente, de la reflexión sobre el
sufrimiento y la muerte. En particular, la tradición cristiana
pretende ofrecer al creyente la esperanza en que la vida tiene un sentido
y es posible lograr una trascendencia y una salvación personales.
El motivo que podría condensar esta respuesta es, como todos
sabemos, el ágape cristiano. Dios es ágape,
y la práctica del ágape es nuestra vía de
salvación.
No obstante, dentro de la tradición cristiana, encontramos diversas
maneras de interpretar este motivo original. Hay varias orientaciones
al respecto, aunque sólo menciono dos. Una deriva de Pablo de
Tarso y liga el concepto de
ágape cristiano con el sacrificio
de Cristo y su valor redentor.
El sacrificio de Cristo es el máximo acto de ágape
y es esto lo que nos salva, lo que renueva la alianza y trae la
esperanza de otra vida. De esta forma, la prédica de Jesús adquiere
pleno sentido con su crucifixión y su posterior resurrección; lo que el
Jesús evangélico enseña se ilustra con su propio sacrificio, pues, ¿qué
acto de amor podría ser mayor que el de aceptar, siendo inocente, sufrir
y morir por otros? La otra lectura da menos importancia a la muerte de
Jesús, considerándola más un suceso histórico y social que una verdad
teológica, y pone el acento en su vida y su prédica; así, el ágape
es una doctrina moral que privilegia ciertas virtudes: la humildad, la
compasión, la solidaridad, y al hacerlo promueve la creación y
consolidación de una sociedad más justa. El ágape no conduce
tanto a un sacrificio original como a una conducta sistemática o una
forma de vida: la práctica del amor desinteresado hacia el prójimo. Esta
segunda lectura es común en los espíritus de la Ilustración europea, y
pervive en algunos teólogos hasta nuestros días.
Me parece encontrar estas dos tendencias en la obra de
Fedor Dostoievski y León Tolstoi y quisiera en estas páginas reconstruir
parcialmente sus concepciones del cristianismo. Dada la extensión de su
obra, me limito a Los hermanos Karamazov de Dostoievski, y a la Confesión y La muerte de Iván Ilich de Tolstoi.
Dostoievski y Tolstoi comparten una época y una lengua
pero no así el entorno inmediato. Tolstoi es un conde, terrateniente
adinerado, que pasa la mayor parte de su vida en una finca y que cuando
va a las ciudades se relaciona con la afrancesada aristocracia rusa del
siglo
XIX. Dostoievski, en cambio, es miembro de
una clase media urbana y se mueve entre la marginación, la enfermedad,
los vicios y las deudas. Ambos novelistas, no obstante, son seres
profundamente religiosos y comparten una misma tradición: el
cristianismo ortodoxo. Sus lecturas del cristianismo coinciden en
ciertos puntos pero también se separan en otros, convirtiéndose en
interpretaciones alternativas del ágape, el motivo original que anima esta tradición.
El primer punto en común es que ambos son posilustrados
y, por consiguiente, no están dispuestos a renunciar totalmente a la
razón en cuestiones religiosas. Dostoievski expresa a través de sus
personajes su personal desconfianza en los milagros, vehículos de una
religiosidad irracional, y pone en boca del padre Zósima –preceptor de
Aliosha– la idea de que los milagros más que atizar la fe, acaban con
ella. En los primeros capítulos de
Los hermanos Karamazov se
describe a Aliosha como un temperamento religioso realista, cuya "fe no
se engendra del milagro, sino el milagro de la fe". Por su parte,
Tolstoi dice expresamente en su Confesión que Kant lo ha
convencido de que no es posible demostrar racionalmente la existencia de
Dios, y que a él le resulta imposible aceptar como verdades aquellos
dogmas cuyo significado ni siquiera logra entender. Ambos, pues, se
muestran reticentes a comulgar con la religiosidad ingenua, capaz de
creer cualquier cosa, y no parecen depositar el valor del cristianismo
en su función cognoscitiva sino en su función moral.
Otro rasgo
en común, y relacionado con esto último, es que tanto
Tolstoi como Dostoievski piensan que la religión es algo que
nos lleva al mundo en vez de apartarnos de él. En Los hermanos
Karamazov, Zósima envía a Aliosha al mundo y le
sugiere que se case, se busque un trabajo y esté cotidianamente
allí para sacrificarse por quienes lo necesiten. Por su parte,
el príncipe Mischkin, personaje central de El idiota,
vive en sociedad, tratando continuamente y en la medida de sus torpes
posibilidades que los miembros de dicha comunidad se comprendan y
se acepten a sí mismos. La fe lleva a la práctica del ágape, al compromiso con los otros, más bien
que a la vida contemplativa. De manera similar, un cuento de Tolstoi, El padre Sergei, narra la historia de un asceta que ha calibrado
su espíritu durante años sometiéndose a ayunos,
silencio y aislamiento. El personaje cae no obstante en una tentación
–de manera, además, un tanto estúpida– y huye
de la comunidad de ascetas avergonzado. Entonces va en busca de una
antigua compañera de juegos, blanco de la ironía de
su infancia, y cuando la encuentra, ve a una mujer de familia que
ha pasado años velando por los suyos y trabajando en las labores
cotidianas. Sergei comprende entonces que su búsqueda espiritual
estaba orientada en la dirección incorrecta; la fe no lleva
a la inmovilidad y al aislamiento, sino a la entrega diaria, a una
vida de servicio.
Es curioso este claro acento en ambos novelistas, a pesar de que,
al parecer, los dos tuvieron experiencias religiosas contemplativas.
En Tolstoi dichas experiencias suelen estar asociadas al asombro por
el mundo natural, como la que vive Olenin en el capítulo
XX
de Los cosacos; mientras que en Dostoievski dichas experiencias
suelen estar ligadas a sus ataques de epilepsia, como revela Mischkin,
el personaje de El idiota. Tras el estado de éxtasis,
Olenin, personaje de Los cosacos, comprende una verdad profunda: "La
felicidad estriba en vivir para los demás", porque el
amor es el único de nuestros deseos cuya realización
sólo depende de nosotros mismos. La experiencia contemplativa
lo ha llevado a una actitud vital que, sin embargo, no será
capaz de mantener por mucho tiempo. Mischkin, por su parte, se muestra
escéptico sobre dichos "momentos sublimes" en los
que todo se comprende y se tiene la sensación y la conciencia
de "un supremo existir", porque tienen "algo comparable"
a las alucinaciones producidas por la enfermedad o las drogas "que
embrutecen el espíritu deformando el alma". A pesar de
su fugaz intensidad, Mischkin les resta importancia; lo importante
radica para él, más bien, en lo que uno sea capaz de
hacer. Finalmente, para ambos novelistas, estas experiencias no son
más que alimento de una actitud práctica, porque la
religión es un "hacer" más que un "sentir"
o un "entender".
Sin embargo, pronto se imponen ciertas distancias. Dostoievski ve
la religión cristiana como una promesa de redención
y de salvación frente al sufrimiento y al pecado que inundan
este mundo; mientras que Tolstoi encuentra en el cristianismo una
respuesta al problema del sentido de la vida, problema que aparece
cuando nos hacemos conscientes de la cercanía de la muerte.
El cristianismo de Dostoievski está centrado en la figura del
redentor, Cristo, y en su promesa de vida eterna; para Tolstoi en
cambio, el verdadero cristianismo está contenido en la doctrina
social y moral de los
Evangelios, y bien podría hacer
abstracción de la supuesta encarnación de Dios en Cristo
y de la creencia en una vida posterior. Como es lógico, Tolstoi
fue excomulgado por la Iglesia ortodoxa a inicios de este siglo y
admirado por el Estado socialista, mientras que Dostoievski fue alabado
por la Iglesia ortodoxa y repudiado por el Estado soviético
posterior.
Dostoievski: la voz que nos recrimina
El mundo ficticio de Dostoievski es similar a su mundo real. Una
realidad urbana, socialmente marginal, culturalmente pobre y abatida
por la violencia, la enfermedad y los vicios. Dostoievski creció
en un hospital de beneficencia, su padre fue asesinado, él
mismo fue hecho prisionero y pasó meses en la cárcel
en condiciones lamentables, para después vivir algunos años
exilado en Siberia. Durante este cautiverio, una vez fue objeto
de un fusilamiento simulado que, según algunos de sus biógrafos,
es antecedente inmediato de su primer ataque de epilepsia. Dostoievski
refleja en sus novelas esta realidad cercada por el dolor y la desesperación.
Tanto él como sus personajes son seres exaltados que tienden
a estallar con facilidad. De hecho, el breve estudio de Freud ha
convertido a Dostoievski en uno de los psicópatas más
célebres y creativos, y sus comentaristas literarios han
resaltado una y otra vez las neurosis que aquejan a casi la totalidad
de sus personajes. Pero no pretendo un análisis psicológico
sino una lectura del cristianismo.
En el mundo de los Karamazov el hecho básico es el sufrimiento.
El dolor asoma por todos los rincones de la realidad, y lo que resulta
aún más escandaloso es que la mayoría de las
veces es inocente. Ante esta patencia, el ser humano se plantea
una alternativa irrenunciable: aliviar el sufrimiento o incrementarlo.
Para Dostoievski, el ser humano es profundamente egoísta
y tiende a producir sufrimiento en otros cuando busca satisfacer
este egoísmo. Este "producir sufrimiento" es, para
Dostoievski,
el pecado, y en este sentido el pecado es un
rasgo original, una tentación constante, a veces, casi un
destino. Iván confiesa a Aliosha que en la raíz de
su incredulidad está la hiriente patencia del sufrimiento
inocente; y como el ser humano tiende naturalmente a incrementar
esta dosis ya de por sí excesiva de dolor, piensa Iván,
entonces se inventa a Dios. Porque sólo inculcando el temor
y la esperanza que generan la fe en un Dios, el ser humano se impone
a sí mismo ciertas prohibiciones; de aquí el dictum,
"si Dios no existe, todo está permitido". Dada
la naturaleza humana, concluye Iván, la existencia de Dios
es una ficción, no sólo útil, sino necesaria
para la civilización.
Quien se percata de este hecho, como el propio Iván, se sitúa
por encima de la moral tradicional y se sabe capaz de actuar con
independencia de ella. La razón que nos permite percatarnos
del origen humano, demasiado humano, de la religión, convierte
a Iván Karamazov –al igual que al Raskólnikov
de
Crimen y castigo– en una especie de superhombre.
El resto de Los hermanos Karamazov es –como el propio
Dostoievski lo anota al margen en su cuaderno– una respuesta
a Iván. Si Iván tuviera razón, el parricidio
en torno al cual gira la novela estaría justificado y, no
obstante, no lo está, ni siquiera está justificado
a los ojos del propio Iván. Hay una dimensión que
rebasa cualquier razonamiento y que se impone a través de
la inescapable conciencia del pecado.
La muerte del viejo Karamazov es el pecado que, desde antes de ser
cometido, dispara la cadena del sufrimiento. Recuérdese que
los Karamazov es una novela que cuenta dos historias paralelas:
el asesinato del viejo Karamazov y la agonía y muerte de
Ilíushka, hijo de aquel hombre al que Dimitri –en un
ataque de cólera– arrastró por las barbas enfrente
de todos. Lo que hizo Dimitri no es causa de la muerte del niño,
la causa es la tisis, pero la vergüenza y la rabia lo debilitan.
Ambas historias son disímbolas, tanto, que la novela tiene
de hecho dos finales: el desenlace del juicio de Dimitri donde lo
declaran culpable y lo condenan al destierro, y el sepelio de Ilíushka,
donde Aliosha invoca en los otros niños la esperanza en Dios
y la vida eterna, como lo único que da sentido a la absurda
agonía inocente de Ilíushka.
Sin embargo, no sólo el sufrimiento que provoca el pecado
forma cadenas y tiene consecuencias insospechadas, también
la culpa es contagiosa y se expande en muchas direcciones. De la
muerte del viejo Karamazov todos –incluso, en cierto sentido,
el propio Aliosha– son culpables: Smerdiákov por asestar
el golpe homicida, Dimitri por haber amenazado al padre y por haber
deseado su muerte, Iván por haber sembrado en Smerdiákov
las razones para asesinar al padre violador que lo conserva en calidad
de criado; Grushenka por haber alimentado los celos y la rivalidad
entre padre e hijo, Katerina por haber orillado a Dimitri a la desesperación
de la vergüenza, y Aliosha por no haber hecho lo suficiente.
Todos hicieron –o dejaron de hacer– algo que contribuyó
a que las cosas adquirieran ese curso, y así todos son responsables
del mal, aun cuando aquel viejo bufón repulsivo parezca haber
merecido esta muerte. Pero si Dios no existiera, parece pensar Dostoievski,
no existiría esa culpa íntima, no existiría
la voz que nos recrimina. La conciencia de la culpa es, en este
sentido, una prueba de la existencia de Dios. La culpa revela aquella
dimensión profunda que rebasa todo razonamiento. El sufrimiento
nos vuelve culpables y esta culpa nos obliga a refugiarnos en Dios.
Ni Raskólnikov ni Iván Karamazov, pretendidos superhombres,
se escapan de la conciencia del pecado. Porque para Dostoievski,
las auto-recriminaciones finales de Raskólnikov y Karamazov,
no son reflejo del juicio de los otros, no son expresión
de una censura social internalizada, sino que son producto de una
voz íntima, que dice que lo que han hecho ha producido sufrimiento
y este sufrimiento los mancha y los deja en posición de ser
redimidos. Así, ninguno logra vencer esta última prueba,
el nihilismo fracasa frente al crimen o, cuando menos, fracasa frente
al crimen que involucra inocentes. El mal se nos va de las manos,
tiene consecuencias impredecibles y es quizá por ello, que
el ateo termina doblegándose. Sólo Dios, el dios
ágape,
puede eximirnos y salvarnos del pecado, porque sólo Dios
podría perdonar lo imperdonable.
Para Dostoievski es el pecado –esa dimensión específica
que refleja el sufrimiento humano cuando nos involucra como responsables
aquello– de lo que la religión cristiana, y en particular
Cristo, nos salva. La salvación que ofrece es la posibilidad
de la expiación y la redención a través del
propio sufrimiento y la promesa de una nueva vida, "un reino
de los cielos". Pero Dostoievski está consciente de
que no puede demostrar esto de manera racional. Frente a la culpa,
Iván, todavía incapaz de creer en Dios, se vuelve
loco y su locura toma la forma de entrevistas con el diablo. La
dimensión del pecado y la culpa no es, pues, una dimensión
racional; por consiguiente, para salir de ella hay que adentrarse
en algo que tampoco es racional: la fe en que Dios existe y es,
a pesar de las apariencias, justo y bondadoso. Es como si detrás
de los
Karamazov hubiera un argumento de reducción
al absurdo: frente al sufrimiento inocente que permea la realidad
y que termina involucrándonos como responsables, la vida
parece un completo absurdo, y es sólo aceptando la existencia
de Dios y de la vida eterna que el absurdo se desvanece. Ante la
íntima culpa sólo queda la locura o la fe y el refugio
en Dios. Y refugiarse en Dios parece significar, para Dostoievski,
aceptar el sufrimiento sin perder la esperanza.
No obstante, para personajes que, a diferencia de Aliosha o de Mishnik,
no están hechos de la carne de los ángeles aceptar
el sufrimiento resulta muy difícil. De hecho, como se mencionó
atrás, Iván se derrumba frente a la culpa, incapaz
de refugiarse en Dios. Dimitri, en cambio, y el propio Raskólnikov,
toman otro camino, el camino de aceptar el sufrimiento y no perder
la esperanza de purificarse. Pero esta salida no está planteada
por Dostoievski como la salida fácil, al contrario, requiere
más fuerza que el abandono de Iván a la locura. Pero,
¿de dónde se obtiene esa fuerza para aceptar el sufrimiento
como un acto de ágape? Dostoievski contesta doblemente: tanto
Dimitri como Raskólnikov, personajes que asumen su castigo
-merecido o no- están enamorados y desean recomenzar sus
vidas. Es el eros, el amor pasión, lo que les da la fuerza
para aceptar su propio sufrimiento y convertirlo en una muestra
de
ágape.
En Dostoievski hay otros personajes que no tienen esta necesidad
de redención, porque son algo así como "almas
puras". Me refiero a Aliosha Karamazov y al príncipe
Mischkin. Ambos van por la vida tratando de aliviar el sufrimiento,
buscando que la gente se entienda y se perdone. Ellos realizan también
sacrificios pero, constantemente, a nivel cotidiano, y en estos
casos, lo que los mueve no es el arrepentimiento y el deseo de redención
sino otra virtud fundamental para el novelista: la compasión.
De hecho, en un pasaje de
El idiota, Mischkin dice que la
compasión "es la principal y única ley que rige
la existencia humana". Así, ambos aman con compasión,
miran todo a través de ella, y buscan ayudar a quien más
la merezca, a pesar, incluso, de ser culpable: Aliosha busca inútilmente
ayudar tanto a Dimitri como a Iván, por quienes siente una
intensa piedad y está dispuesto a casarse con una mujer por
la que siente lástima; por su parte, Mischkin intenta, también
inútilmente, proteger a Natassia por la infinita piedad que
le inspira, casándose con ella; y después de su trágica
muerte, acompaña y consuela a Rogojin, su asesino, por quien
también siente una intensa compasión. Estos personajes
parecen ser intocables por el eros, el amor pasión,
y se guían por este amor compasivo. De cualquier manera,
sus actitudes están orientadas también hacia el sacrificio.
Tanto Aliosha como Mischnik están dispuestos a sacrificarse,
emulando de esta forma el sacrificio original de Cristo, ya que
ambos son completamente inocentes.
Para Dostoievski no hay cristianismo sin Cristo, sin un dios encarnado
que se sacrifica siendo inocente por amor a sus criaturas, convirtiéndo
así el sufrimiento –testimonio del absurdo– en
una vía de salvación y en umbral de otra vida. El
sacrificio de Cristo abre la posibilidad de que incluso el "gran
pecador" (como se iba a llamar originalmente a
Los hermanos
Karamazov), pueda salvarse si deja entrar dentro de sí
el ágape que llevó a Cristo a sacrificarse
por otros. El pecador accede a esta dimensión sacrificial
a partir de la culpa y el deseo de purificación que genera
en él el eros; mientras que el ser virtuoso, casi
angélico, se introduce en esta dimensión a través
de la compasión. De cualquier manera, ambos son coronados
con la promesa de otra vida, porque el sufrimiento que padece quien
se sacrifica, tiene un indudable valor redentor y es lo único
que puede vencer la muerte. Esto es para Dostoievski la enseñanza
básica del cristianismo.
Tolstoi: la muerte sin espejo
Tolstoi tuvo otra vida y otras obsesiones. Desde que nació
gozó del prestigio social y durante su juventud comulgó
con los valores de su época: la elegancia, el afán
de poder, la valentía y el honor. Después pasó
un tiempo en el Cáucaso, fue a la guerra y viajó por
Europa. En esta época, Tolstoi fue testigo de dos hechos
que marcaron el inicio de la transformación que sufriría
a lo largo de su vida: el primero es una ejecución pública
que presenció en una plaza de París, el otro es la
muerte prematura de su hermano, quien además, murió
desesperado. También sabemos que Tolstoi les concedió
la libertad a sus siervos años antes de que se promulgara
oficialmente, y que fundó una escuela en la que puso en práctica
sus ideas pedagógicas: educar sin paternalismos, enseñando
sólo lo que la curiosidad pregunte. Se casó a los
34 años y a lo largo de su vida tuvo 13 hijos de los que
sólo ocho sobrevivieron. En sus primeros quince años
de matrimonio publicó sus mejores novelas: Los cosacos,
La guerra y la paz y Anna Karenina. Después
sufrió una crisis profunda a partir, según dice en
su Confesión, de la conciencia de la muerte, y se
convirtió en un ser solitario, escritor de ensayos religiosos
y cuentos morales. Tolstoi se alejó de su familia, y terminó
sus días en el invierno de 1910, solo, en una estación
de tren, y habiendo donado, a escondidas de su mujer y sus hijos,
los derechos de su obra literaria "a la humanidad".
A diferencia de los personajes de Dostoievski, fuerzas de vida desbocadas,
los personajes de Tolstoi son profundamente reflexivos. Tolstoi
es, como ya se ha dicho, un precursor de la novela del flujo de
conciencia y por consiguiente, un gran escritor de monólogos,
monólogos que reflejan motivos, segundos pensamientos, sobreentendidos.
Conocemos a los personajes de Dostoievski por lo que hacen y dialogan
con otros, a los personajes de Tolstoi, en cambio, los vemos transformarse
en aquello que se dicen a sí mismos. A Tolstoi, además,
le preocupan otras cosas. Así como Dostoievski es un testigo
perpetuo del sufrimiento, Tolstoi está cimbrado desde joven
por la conciencia de la muerte. Es cierto que esta preocupación
adquiere su fuerza definitiva al final de su vida y se refleja con
más fuerza en algunos de sus últimos escritos, no
obstante, encontramos el tema en textos muy tempranos, por ejemplo,
el relato
Tres muertes de 1859 que compara actitudes diferentes
frente a la muerte; y no cabe duda de que algunas de las reflexiones
más profundas de los dos personajes centrales de La guerra
y la paz, Pierre y Andrei, son reflexiones sobre la muerte.
De cualquier manera, la obsesión por la muerte termina por
imperar como el tema único de una novela, y Tolstoi escribe
un largo monólogo en torno a ella: La muerte de Iván
Ilich.
Iván Ilich es un funcionario de juzgados que se ha adaptado
bien a su época, se ha casado, ha tenido hijos y ha progresado
en su trabajo hasta conseguir una posición social bastante
favorable. De pronto, y por un accidente estúpido, Iván
Ilich comienza a sentirse mal y se ve obligado a acostarse y a visitar
médicos. Pero la enfermedad es celosa y pronto exige toda
su atención. Iván Ilich ensaya diversos tratamientos
hasta que la esperanza se pierde y se da cuenta de que se enfrenta
a la muerte. Entonces se resiste a aceptarlo. El sabe –dice
Tolstoi– que "todos los hombres son mortales" pero
él no se había considerado como parte de este equipo,
los que mueren son siempre otros, Cayo y los demás. Esta
resistencia del personaje a la muerte le hace preguntarse por qué
tiene esta ansia de seguir viviendo y, por consiguiente, a preguntarse
por el sentido de la vida y, en particular, por el sentido que ha
tenido su propia vida. Iván Ilich ha vivido "
comme
il faut", ha hecho lo que se esperaba de él, ha
sido "un fiel cumplidor de lo que consideraba su deber",
ha progresado en la escala social, es esposo fiel y padre responsable
y no tendría por qué morir todavía. Pero ninguna
de estas cuestiones responde a la pregunta por el sentido de su
vida.
Como señala Fingarette, la muerte funciona aquí como
un espejo. En la medida en la cual Iván Ilich no puede encontrar
algo en qué cifrar el sentido y el valor de su vida, se resiste
a aceptar la muerte; no quiere asomarse en
ese espejo y ver
cómo se refleja la banalidad e inutilidad de su vida. El
libro casi termina e Iván Ilich no encuentra respuesta ni,
por consiguiente, paz. Está siempre de mal humor, siente
envidia por los vivos, le ofende la alegría ajena, se siente
abandonado y repulsivo, y sólo lo consuela la compañía
de un criado a quien la muerte le parece un hecho natural. Justo
antes de morir, todavía se resiste y se debate manoteando
y dando alaridos; luego, por unos segundos, asoma en él un
resto de cariño y compasión por su mujer y su hijo
a quienes ve sufrir, y deja de temer la muerte. E Iván Ilich
tiene la suerte de bienmorir en ese último asomo de ternura.
Este sinsentido de la vida frente a la muerte que tan crudamente
expresan las muecas y gritos de Iván Ilich, es el mismo virus
que atacó a Tolstoi al final de su vida, según cuenta
en su
Confesión. -Es por ello que la Confesión
puede verse como una respuesta a la incontestada pregunta de
Iván Ilich. Nuevamente, la muerte es un espejo del sentido
de la vida. Cuando algo nos obliga a ver la muerte de frente, sin
evadirla, pensando que es algo que siempre le ocurre a otros, lo
que resulta muy doloroso -dice Tolstoi- es que de inmediato nos
invade la sensación de que la vida humana es absurda, nacemos
para morir y nada de lo que hagamos puede vencer a la muerte. Mordido
por esta inquietud, Tolstoi sigue viviendo -comiendo, respirando-
por inercia, pero la idea del suicidio se hace cada vez más
presente; se siente inmerso en una paradoja: tiene todo para ser
feliz (salud, familia, fama, riqueza) y sin embargo está
desesperado -es como si todo ello fuera la broma pesada de un demiurgo
que le da todos los manjares, pero le quita la capacidad de disfrutarlos.
El arte pierde también su sentido porque frente a la muerte
parece algo superfluo, puramente lúdico. La ciencia tampoco
ofrece este sentido, porque la ciencia sólo explica hechos
sin ocuparse de los valores y el sentido de estos hechos.
Ante este vacío de sentido, la fe religiosa ofrece una respuesta,
pero una respuesta que nos obliga a negar la razón y aceptar
cierta dosis de irracionalidad. No hay una respuesta racional al
problema del sentido de la vida, para contestar a esta pregunta
hay que aceptar algo que es indemostrable: la existencia de Dios.
Así, Tolstoi escribe en su
Confesión que "la
fe es el conocimiento del sentido de la vida humana, y la consecuencia
de la fe es que el hombre no se mata sino sigue viviendo. La fe
es la fuerza de la vida". Ahora bien, si esta fe es fuerza
de vida, entonces no debe consistir en explicaciones teológicas
que apaciguan nuestras inquietudes; la religión no debe llevarnos
a creer tanto como llevarnos a actuar. La idea de que la fe es algo
no-racional no implica, para Tolstoi, que tener fe sea aceptar un
conjunto de creencias irracionales, más bien implica que
hemos de adoptar cierta actitud y una teología mínima
que la respalde: la fe en la existencia del Dios de los Evangelios,
del dios ágape del que ahí se habla. Fuera
de la aceptación de esta existencia (que a nivel racional
resulta indemostrable), el resto de la respuesta al sentido de la
vida es una respuesta práctica, consiste en vivir de cierta
manera: practicando el amor que enseña el Jesús evangélico.
Y la prueba de esta sabiduría no es otra que la actitud frente
a la muerte. Por eso, la verdadera fe no es la del funcionario acomodado
o la de la dama burguesa, sino la del pueblo. El
mujick acepta
las privaciones sin protestar, aun sabiendo que morirá; pero
el mujick, a diferencia del señor, muere en paz, no
se debate ni se resiste a la muerte, porque la muerte es para él
un hecho natural y cotidiano. Esta paz con la que él se enfrenta
a la muerte es muestra de que su vida ha tenido sentido, y lo ha
tenido porque ha sido una vida evangélica, una vida de servicio
a otros. El gran señor, en cambio, se resiste a morir porque
siente que todavía no ha hecho lo más importante y,
en efecto, no lo ha hecho: ha vivido para sí mismo, sin amar
más que a sí mismo, sin comprometerse con los demás
más allá de su propia conveniencia.
Tolstoi no se refugia, como Dostoievski, en la creencia en otra
vida, sino que piensa que es en esta vida donde el Dios
ágape
deberá hacer su aparición; los Evangelios ofrecen
una actitud y una forma de vida que puede dar sentido a esta existencia
desnuda y ayudarnos a aceptar nuestra propia muerte. Somos parte
de un mundo natural y vivimos en comunidad con otros, la fe consiste
en aceptarse como parte de este mundo natural y orientar la vida
al servicio de los otros, cultivando virtudes como la compasión,
el agradecimiento, el perdón, la solidaridad. En esta doctrina
se concentra para Tolstoi la verdad del cristianismo, y se ilustra
en la vida del cazador furtivo o del campesino ruso, que crece en
el campo y cultiva y caza, que ve nacer los árboles y ocasionalmente
los derriba para, entre otras cosas, sacar de ellos la cruz de una
sepultura. Esta cotidianeidad le permite al mujick, sentirse
parte de un ciclo donde la muerte es un hecho natural. Su vida cotidiana,
además, está siempre en función del servicio
a otros, de un servicio continuo a nivel diario, sin necesidad de
grandes hazañas. Así, para Tolstoi, lo que el Jesús
de los Evangelios nos ha legado, no es su muerte sino su
vida, su énfasis en que una vida de servicio y entrega a
los otros, una vida que cultiva el espíritu desdeñando
la carne, las riquezas mundanas y, en general, el reino de la materia,
es la única manera de dar sentido a la existencia humana
y con ello, vencer la angustia frente a la muerte.
Tolstoi critica a la institución eclesiástica por
exaltar el sufrimiento y pretender explicar el absurdo de esta vida
a través de una vida posterior, cuando según él
la doctrina evangélica original busca poner fin al sufrimiento
a través de la práctica de ciertas virtudes: "Dios
no quiere ni el sacrificio ni la oración, sino la paz, la
concordia y el amor entre ustedes", reza el primer mandamiento
evangélico de acuerdo con Tolstoi. La doctrina original busca
también privilegiar la vida del espíritu como la vida
verdadera, que no obstante "ha de ser vivida en el presente";
dice Tolstoi en el tercer capítulo de su versión del
Evangelio: "El reino de Dios no está en el tiempo,
ni en el espacio, [...] está dentro de ti." En estos
y otros pasajes, Tolstoi interpreta la vida verdadera, la vida que
vence a la muerte, como la vida del espíritu que no muere
porque se identifica con Dios y, como él, cae fuera de cualquier
tiempo y cualquier espacio. Esta vida no es algo externo sino, al
contrario, nos mueve desde dentro, porque para Tolstoi el Dios que
Jesús predica no está tampoco fuera sino yace en lo
más hondo de nosotros mismos: Dios es el íntimo espíritu
del hombre, o como resume Pedro a Jesús: "Dios es la
vida en el hombre". Tampoco hay necesidad de aceptar que Jesús
es un dios encarnado ni que existe otra vida, los Evangelios
contienen, separados de estos dogmas, una doctrina moral y social
que nos lleva a construir una sociedad mejor y más justa,
o como dice su versión del Evangelio, un templo de
Dios vivo "con los corazones de los hombres que se aman entre
sí." Como seres individuales, moriremos sin remedio,
y morimos para siempre, pero nuestra vida no es la misma si la ocupamos
en dejar algo a otros, en servir a otros y contribuir así
a que impere la solidaridad y la justicia en la comunidad humana.
De esta manera seremos un espíritu fértil y sólo
así lograremos identificarnos con el Dios que reposa dentro
de nosotros mismos.
Pero, ¿en qué sentido la doctrina evangélica
que propone Tolstoi requiere de la fe religiosa?, ¿acaso
no podría alguien dar un valor central a la solidaridad,
la humildad, la compasión o la justicia, sin por ello creer
en Dios? Tolstoi parecería pensar a este respecto que la
doctrina evangélica no puede ser
sólo una doctrina
moral; la búsqueda de estos valores no está motivada
por razonamientos morales ni utilitarios, sino que está motivada
por la conciencia de Dios en el ser humano. Así, la respuesta
evangélica requiere de Dios justamente como el motivo que
infunde en cada individuo la fuerza para instaurar y promover valores
como la humildad, la generosidad, la solidaridad, la compasión,
el perdón y el agradecimiento, el servicio a los otros, etcétera.
Estos valores adquieren su fuerza, no del razonamiento, sino de
la fe. Es la conciencia de Dios en el ser humano lo que genera esta
actitud, más allá de razonamientos y convencimientos
utilitarios. Y es a través de la práctica de estas
virtudes, las virtudes que resumen el ágape evangélico,
como el hombre más manifiesta a Dios y más plenamente
existe fuera del tiempo, en el eterno presente.
Tolstoi ofrece una interpretación del
ágape cristiano
alternativa a la de Dostoievski. Está obsesionado con el
sufrimiento y su valor redentor, ni con la esperanza en otra vida.
Su religiosidad es de este mundo y está orientada más
que a la emulación de un sacrificio original, a la realización
de valores sociales. Hay también -como en Dostoievski y como
quizá en cualquier pensador cristiano profundo- una negación
del individuo, pero no en la forma del sacrificio, sino a manera
de una entrega cotidiana que busca esparcir la semilla de ciertas
virtudes, virtudes puramente espirituales.
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Isabel Cabrera, "Dostoievski
y Tolstoi: Dios como texto", Fractal
n° 19, octubre-diciembre,
2000, año 4, volumen V, pp. 87-105.
Tomado de :
http://www.fractal.com.mx/f19cabrera.html
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