Hace algo más de un año, una descarga eléctrica recorrió la esfera
pública alemana. No, como sucedería en nuestro país, porque alguien
insultara a alguien, sino porque un profesor de filosofía sostuvo un
enfrentamiento con otro profesor de filosofía. En principio, el asunto
no debería concernirnos demasiado a orillas del Mediterráneo. Sin
embargo, tanto la entidad de los protagonistas como el cariz del debate
sugieren lo contrario. En fin de cuentas, que Peter Sloterdijk llame a
la revuelta antifiscal contra el Estado social y Axel Honneth, discípulo
de Habermas, responda que la democracia peligra cuando presta atención a
intelectuales como Sloterdijk, no pasa todos los días.
Y, si no pasa todos los días, se debe en parte a un fenómeno que no
conviene pasar por alto, a saber, la facilidad con que desatendemos los
argumentos en beneficio de la adscripción ideológica de quien los
formula. Porque no es infrecuente que alguien cuestione la
sobredimensión estatal; lo que se sale del guion es que lo haga alguien
como Sloterdijk. Es la disonancia lo que provoca el escándalo, y, quizá,
también, la reflexión. Ya que hemos logrado invalidar la vieja cita de autoridad, por no reconocer sino trincheras, quizás haya nacido la cita de legitimación,
o argumento que, por provenir del campo ideológico contrario al
previsible, es admitido a debate. Bueno, si es Sloterdijk quien ha dicho
eso...
Porque Sloterdijk es mucho Sloterdijk. No tanto por la apabullante
cantidad y extensión de su obra en marcha, sino por el lugar que ocupa
en el debate intelectual alemán y europeo. Pocos autores están más
presentes y recaban tanta atención. Desde luego, no porque sus textos
sean fáciles, que no lo son, sino acaso por combinar la originalidad
conceptual con un talento natural para la provocación: entendiendo por
esta última la producción de efectos inesperados en la comunidad
receptora mediante un giro en las interpretaciones dominantes. Es lo que
sucede con su crítica de la razón ilustrada, su lectura del humanismo,
su recuperación del concepto de masa o la introducción del resentimiento
como factor histórico-político1.
Por más que su socialización combine la Escuela de Fráncfort y el
sesentayochismo, Sloterdijk ha sabido apartarse de la deriva nostálgica
de un pensamiento crítico al que ahora dirige alegremente sus invectivas
–sin dejar por ello de elogiar, por cierto, al que ha venido a
denominarse Wutburger alemán, o ciudadano de clase media aficionado a la contestación política y aun a la protesta callejera2–. Digamos que la emancipación sigue siendo su preocupación fundamental, como atestigua su última obra ya desde el título –Debes cambiar tu vida–,
pero también que su juicio acerca de las condiciones de la misma no es
ya el que era. De ahí la polémica desatada con su inesperada
proposición.
Pero, ¿qué dijo Sloterdijk exactamente? Para saberlo hay que remontarse al Frankfurter Allgemeine Zeitung
del 13 de junio de 2009, donde, en el marco de una serie de
contribuciones sobre el futuro del capitalismo, apareció el artículo de
la discordia3. Retomando los motivos de su penúltimo libro, Zorn und Zeit (Ira y tiempo),
el autor alemán pone en cuestión el mito rousseauniano de la propiedad,
conforme al cual el primer propietario es el primer ladrón. A su
juicio, la idea de que el origen histórico de la propiedad es ilegítimo
ha nutrido una poderosa corriente continental de pensamiento y acción
para la que un orden justo sólo puede restablecerse mediante la
«expropiación de los expropiadores». Una peligrosa alianza de idealismo y
resentimiento habría llevado a la práctica –de la Revolución Francesa
al leninismo– este propósito.
No obstante, Sloterdijk no pretende desmontar los malentendidos
inherentes a esta doctrina económico-política. Más bien le importuna la
obstinada aplicación del enfrentamiento entre capital y trabajo a una
economía contemporánea cuyo principio motriz es otro: la relación de
antagonismo entre acreedores y deudores. Algo que se reflejaría
inmejorablemente en el crecimiento monstruoso del Estado impositivo, que
practica «la expropiación a través del IRPF» y desvalija el futuro a
manos del presente mediante un endeudamiento sin límite. Se trata de una
«cleptocracia estatal» que haría palidecer de envidia a cualquier
ministro de finanzas absolutista. Para Sloterdijk, todo ello sugiere que
«no vivimos hoy día en modo alguno "en el capitalismo” [...], sino en
un orden de cosas que debe definirse cum grano salis como un
semisocialismo de Estado impositivo e intervencionista». No contento con
semejante carga de profundidad, nuestro autor concluye que la única
fuerza que podría oponer resistencia a este proceso es una «reinvención
sociopsicológica de la sociedad» en forma de revuelta antifiscal, esto
es: una abolición de la tributación obligatoria y la transformación de
los impuestos en donaciones voluntarias. ¡El fin de los impuestos!
Imaginemos el estruendo. En un país que respeta las ideas, éstas no
podían pasar inadvertidas. Pasado el verano, Axel Honneth respondería
directamente a Sloterdijk en las páginas de Die Zeit,
arremetiendo contra toda su obra y acusándolo de ser el principal
representante de un «entorno social» que, mezclando elementos
nietzscheanos y ligereza metodológica en su crítica a principios morales
bien fundados, trata de destruir el Estado del bienestar a causa de su
presunta mediocridad cultural4. Para Honneth, célebre por sus tesis acerca de la lucha histórica por el reconocimiento de aquellos a quienes Sloterdijk estaría calificando como resentidos,
la redistribución económica es la simple aplicación de los principios
democráticos a las condiciones materiales de la sociedad. A su juicio,
el ascendiente público de un autor como Sloterdijk hace dudar incluso de
la salud de la cultura democrática. Nada menos.
En este punto, Sloterdijk responde al semanario hanseático que, por
desgracia, no se dan las condiciones para un intercambio civilizado de
argumentos5.
Y recuerda que él es un «empedernido defensor de una lógica
socialdemócrata». Pero añade: «Me escandaliza que nadie ponga en
cuestión el actual sistema de tributación obligatoria». De ahí que se
pregunte si no sería más deseable un sistema social en el que la
contribución de cada ciudadano a la comunidad fuese voluntaria:
«¿No se lograría así el paso de una forma social dominada por la
codicia a otra movida por el orgullo, con la que parecen soñar tantos
críticos de la situación existente, especialmente a la izquierda?» Sólo
así, concluye, podríamos hablar de una sociedad civil digna de tal
nombre. Y, cabe añadir, de una tributación dichosa. ¡He aquí una hermosa utopía!
Sólo un año después, este pasado diciembre, ha vuelto nuestro hombre a la carga con un artículo titulado «Por qué tengo razón»6.
No, la humildad no es atributo del polemista. Subraya en él que el
actual sistema impositivo carece de una justificación propiamente democrática,
al descansar exclusivamente sobre las tradiciones
prescriptiva-absolutista y expropiadora-socialista. A su juicio, el
Estado de derecho es una estructura ético-política cuya financiación no
puede descansar por más tiempo en la simple obligatoriedad. Y responde a
los críticos que lo acusan de utopista antisocial en nombre del
realismo –«sobre todo periodistas y científicos sociales de la vieja
izquierda, de hecho provenientes del viejo leninismo y el paleomaoísmo,
[que] emprenden una huida hacia delante en cuanto surge el espeluznante
concepto de "voluntariedad”»– que es más bien la socialdemocracia la que
no ha sabido adaptarse a las nuevas realidades psicopolíticas, ni
renovar su vocabulario. O, lo que es igual, plantea que la caricatura
del homo economicus no sirve ya como argumento sólido contra
las ideas social-liberales. Pero también que es necesario rebelarse
contra una cultura del consumo de masas que priva al hombre de toda
grandeza y convierte el sueño ilustrado en una pesadilla de vulgaridad
inacabable.
Sea como fuere, parece razonable interpretar la posición de Sloterdijk
como un síntoma más del cambio que está experimentando la opinión
pública alemana. Nada lo ha reflejado mejor que la reciente crisis de la
deuda soberana, durante la cual ha quedado claro que Alemania no quiere
seguir pagando la fiesta ajena. Sin embargo, no es un cambio de
contornos inequívocos. El ascenso electoral de los liberales del FDP es
compatible con su actual hundimiento demoscópico, del mismo modo que la
debacle socialdemócrata viene acompañada del ascenso meteórico de los
Verdes y de la modernización que Merkel –políticas social-familiares y
medioambientales mediante– está imponiendo astutamente en la CDU.
Asimismo, la soflama antiinmigración escrita por Thilo Sarrazin, ex
miembro del SPD, convertida en un best seller de clase media, coincide en los quioscos con revistas como Eigentümlich Frei, que celebra las virtudes del pensamiento liberal y emplea la tesis de Sloterdijk como señal de un cambio de valores7, o Brand Eins,
que representa un análisis económico adaptado al capitalismo innovador
de corte anglosajón. ¿Es esto un giro introspectivo, un impulso egoísta,
o la constatación de que el principio de responsabilidad individual y
colectiva tiene que reemplazar a la barra libre del Estado del
bienestar? Porque sin educación y productividad no pueden pagarse los
famosos derechos adquiridos, como vino a demostrar Suecia –aunque
exporte novela negra y no filosofía– cuando puso en marcha su exitosa
reforma económica de 1992.
Ahora bien, Sloterdijk no habla de economía, aunque la economía forme
parte de la vida. Su toma de postura es un recordatorio de la necesidad
de renovar nuestra atmósfera moral y dar mayor protagonismo a un
individuo emancipado a fuer de responsable: alguien que vive
conscientemente en una comunidad a cuyo bien común contribuye
voluntariamente. Por eso sostiene que «sólo una ética de la dádiva puede
ayudar a superar el actual estancamiento de la cultura política
contemporánea». Para Sloterdijk, en fin, la tributación es un síntoma,
mientras que para nosotros el síntoma es Sloterdijk.
Desde luego, merece la pena reflexionar acerca del estado de unas
sociedades donde los impuestos se pagan –si se pagan– con una mezcla de
resignación y amargura. El filósofo germano-holandés está llamando la
atención sobre la erosión de la legitimidad fiscal a causa del
crecimiento elefantíaco del sistema estatal en la democracia de
partidos. Esto es, ¿qué tiene que ver la justicia social con la Agencia
de Promoción del Flamenco, las diputaciones provinciales o las
televisiones autonómicas? No, el Estado no debe desaparecer, ni vamos a
dejar de pagar impuestos: claro que no. Sólo el Estado puede garantizar
un orden social justo. Pero si las utópicas teorías del Estado Mínimo
con las que coquetea aquí el profesor de Karlsruhe tienen algún valor
pragmático, es la de constituir un recordatorio de la necesidad de racionalizar
las estructuras estatales: «Lo que nos preguntamos hoy no es si el
gobierno es demasiado grande o demasiado pequeño, sino si funciona o
no». Lo dijo Barack Obama –¡caramba!– en su discurso de investidura. Y
sobre eso deberíamos hablar: en Alemania y en España. De hecho, más en
España que en Alemania. Sobre eso y sobre el tipo de comunidad política,
de ética pública, que deseamos forjar. Claro que para ello haría falta
abandonar la trinchera ideológica, como ha hecho Sloterdijk, y en el
fondo se está mejor en ella.
1. En sus ediciones en español, respectivamente: Crítica de la razón cínica, trad. de Miguel Ángel Vega, Madrid, Siruela, 2003; Normas para el parque humano, trad. de Teresa Rocha, Madrid, Siruela, 2008; El desprecio de las masas,
trad. de Germán Cano, Valencia, Pre-Textos, 2001; Ira y tiempo, trad.
de Miguel Ángel Vega y Elena Serrano, Madrid, Siruela, 2010. ↩
2. «Der verletzte Stolz», Der Spiegel, 8 de noviembre de 2010. ↩
3. Peter Sloterdijk, «Die Revolution der gebenden Hand», Frankfurter Allgemeine Zeitung, 13 de junio de 2009. ↩
4. Axel Honneth, «Fataler Tiefsinn aus Karlsruhe», Die Zeit, 24 de septiembre de 2009. ↩
5. Peter Sloterdijk, «Das elfte Gebot: die progressive Einkommensteuer», Frankfurter Allgemeine Zeitung, 27 de septiembre de 2009. ↩
6. Peter Sloterdijk, «Warum ich doch Recht habe», Die Zeit, 2 de diciembre de 2010. ↩
7. «Zeitenwende und Wertewandel?», Eigentümlich Frei, núm. 100 (marzo de 2010), pp. 25-46. ↩
Tomado de: http://www.revistadelibros.com/articulo_completo.php?art=4899