El encuentro con el Otro
por Ryszard Kapuscinski Letra Internacional nº 94Desde siempre, el encuentro con el Otro ha sido una experiencia universal y fundamental para nuestra especie.
Según dicen los arqueólogos, los primeros grupos
humanos eran pequeñas familias o tribus de treinta a cincuenta
individuos. De haber sido más numerosas, su nomadismo habría perdido
rapidez y eficiencia. De haber sido más reducidas, la autodefensa eficaz
y la lucha por la supervivencia les habrían resultado más difíciles.
He aquí, pues, nuestra pequeña familia o tribu
vagando en busca de alimento. De pronto, se topa con otra familia o
tribu y descubre que hay otras personas en el mundo. ¡Qué paso más
importante en la historia mundial! ¡Qué descubrimiento trascendental!
Hasta entonces, los miembros de estos grupos primigenios, que
deambulaban en compañía de treinta o cincuenta parientes, habían podido
vivir en el convencimiento de que conocían a toda la población mundial.
Resultó que no era así: ¡habitaban el mundo otros seres similares a
ellos, otras personas! Pero ¿cómo actuar frente a semejante revelación?
¿Qué hacer? ¿Qué decisión tomar?
¿Debían lanzarse en furibundo ataque contra esas
otras personas? ¿Mostrarse indiferentes y seguir su camino? ¿O, más
bien, tratar de conocerlas y comprenderlas?
Hoy nos enfrentamos a la misma pregunta que
nuestros antepasados hace miles de años. Una pregunta que resulta tan
apremiante, fundamental y categórica como entonces. ¿Cómo debemos
comportarnos con el Otro? ¿Cuál debería ser nuestra actitud hacia él? La
situación podría desembocar en un duelo, un conflicto o una guerra.
Todos los archivos guardan pruebas o testimonios de acontecimientos de
este tipo. Y el mundo está jalonado de innumerables ruinas y campos de
batalla.
Todo ello demuestra el fracaso del hombre: no
supo o no quiso llegar a un entendimiento con el Otro. La literatura de
todas las épocas y países ha hecho, de mil maneras distintas, de esta
situación de debilidad y tragedia su asunto central.
Sin embargo, también pudiera ocurrir que, en vez
de atacar y combatir, esta familia o tribu primigenia decidiese
defenderse del Otro separándose y aislándose. Con el tiempo, esta
actitud deriva en las torres y puertas de Babilonia, la Gran Muralla
china, el limes
romano o las pétreas murallas de los incas.
Afortunadamente, repartidas por en todo nuestro
planeta hay pruebas abundantes de una experiencia humana distinta: la
cooperación. Me refiero a los restos de puertos, ágoras, santuarios,
plazas del mercado; a los edificios, todavía visibles, de antiguas
academias y universidades; a los vestigios de rutas comerciales como el
Camino de la Seda, la Ruta del Ámbar y la de las caravanas que
atravesaban el Sahara.
En todos estos lugares, las personas se reunían
para intercambiar ideas y mercancías. Allí hacían sus transacciones y
negocios, concertaban pactos y alianzas, descubrían metas y valores
compartidos. "El Otro" dejó de ser sinónimo de algo extraño y hostil,
peligroso, maligno y letal. Descubrieron que cada cual llevaba dentro un
fragmento del Otro, creyeron en ello y vivieron tranquilas.
Al toparse con el Otro, la gente tuvo, pues,
tres alternativas: hacer la guerra, construir un muro a su alrededor o
entablar un diálogo.
A lo largo de la historia, la humanidad nunca ha
cesado de oscilar entre estas alternativas y, en distintas las épocas y
las culturas, optó por una o por otra. Salta a la vista que, en esto,
la humanidad es voluble, no siempre se siente segura, no siempre pisa
suelo firme. Es difícil justificar las guerras. Creo que en ellas,
invariablemente, todos pierden porque las guerras son desastrosas para
el hombre. Ponen de manifiesto su incapacidad para comprender, para
ponerse en el lugar del Otro, para actuar con sensatez y benevolencia.
Por lo común, en tales casos el encuentro con el Otro termina
trágicamente en una catástrofe de sangre y muerte.
En la época contemporánea, la idea que nos llevó
a aislarnos del Otro, a rodearnos de grandes murallas y anchos fosos,
recibió el nombre de "apartheid". Equivocadamente, circunscribimos este
concepto a las políticas del régimen blanco sudafricano, hoy difunto. El
apartheid ya se practicaba en los tiempos más remotos. En
términos sencillos, sus partidarios proclamaban: "Cada uno es libre de
vivir como le plazca, siempre y cuando esté lo más lejos posible de mí
si no pertenece a mi raza, religión o cultura". ¡Como si eso fuera todo!
En realidad, estamos ante la doctrina de la
desigualdad estructural de la raza humana. Los mitos de muchas tribus y
pueblos incluyen la convicción de que sólo nosotros somos humanos -es
decir, los miembros de nuestro clan o comunidad. Los demás, todos los
demás, son subhumanos o ni siquiera son humanos. Una antigua creencia
china lo expresa de manera excelente: el extranjero era visto como un
engendro del diablo o, en el mejor de los casos, una víctima del destino
que no había logrado nacer chino. Esta creencia presentaba al Otro como
un perro, una rata o un reptil. El apartheid era, y sigue siendo, una doctrina de odio, desprecio y repugnancia hacia el Otro, hacia el extranjero.
¡Qué diferente fue la imagen del Otro en la
época en que cuando prevalecieron las religiones antropomórficas, la
creencia de que los dioses podían tomar la forma humana y actuar como
personas! Nadie podía decir si el caminante, viajero o forastero que
venía hacia él era una persona o un dios con aspecto humano. Esa
incertidumbre, esa ambivalencia fascinante, fue una de las raíces de la
cultura hospitalaria que ordenaba prodigar atenciones al forastero, a
ese ser en última instancia incognoscible.
Cyprian Norwid se refiere a esto cuando, en su
introducción a la Odisea, analiza las fuentes de la hospitalidad que
encuentra Ulises en su viaje de regreso a Itaca. "Allí, ante cada
mendigo y caminante extranjero -observa Norwid- la primera duda era si
no lo enviaría Dios. (...) Nadie podría haber sido recibido como huésped
si la primera pregunta hubiera sido: ¿Quién es ese forastero? Las
preguntas humanas venían una vez establecido el respeto hacia la
divinidad que había en él. A eso llamaban `hospitalidad y, por la misma
razón, la incluían entre las virtudes y las prácticas piadosas. Para los
griegos de Homero, nadie era `el último entre los hombres, siempre era
el primero, es decir, divino."
En esta interpretación griega de la cultura de
que habla Norwid, las cosas revelan un nuevo significado favorable a las
personas. Las puertas no están solamente para cerrarse contra el Otro;
también pueden abrirse a él e invitarlo a entrar. El camino no tiene que
estar necesariamente al servicio de tropas hostiles; por él también
puede llegar hasta nosotros algún dios vestido de peregrino. Gracias a
esta interpretación, el mundo que habitamos empieza a ser no sólo más
rico y diverso, sino también más benévolo. Un mundo en el que deseamos
encontrarnos con el Otro. Emmanuel Lévinas dice que el encuentro con el
Otro es un "acontecimiento" o incluso un "acontecimiento fundamental",
la experiencia más importante, la que llega hasta los horizontes más
lejanos. Como es sabido, Lévinas fue un filósofo del diálogo, junto con
Martin Buber, Ferdinand Ebner y Gabriel Marcel (más tarde, el grupo
incluiría a Jozef Tischner). Ellos desarrollaron la idea del Otro como
una entidad única e irrepetible, contraponiéndose -de manera más o menos
directa- a dos fenómenos del siglo XX: el nacimiento de las masas, que
abolió al individuo en cuanto ente autónomo, y la expansión de las
ideologías totalitarias destructivas.
Estos filósofos, para quienes el valor supremo
era el individuo humano (yo, tú, el Otro), intentaron salvarlo de su
obliteración por obra de las masas y el totalitarismo. Por eso
fomentaron el concepto del "Otro" para subrayar las diferencias entre
los individuos, entre sus características no intercambiables e
irreemplazables.
Fue un movimiento increíblemente importante que
rescató y elevó al ser humano y al Otro. Lévinas propuso que no sólo
debemos dialogar cara a cara con el Otro: también debemos
"responsabilizarnos" por él. En cuanto a las relaciones con el Otro, con
los demás, los filósofos del diálogo rechazaron la guerra porque
conducía al aniquilamiento. Criticaron las actitudes de indiferencia o
encastillamiento y, en cambio, proclamaron la necesidad -o aun el deber
ético- de acercarnos y abrirnos al Otro, de tratarlo con benevolencia.
Dentro del círculo preciso de estas ideas y
convicciones, una actitud similar de indagación y reflexión surge y se
desarrolla en el gran trabajo de investigación de un hombre que estudió y
se doctoró en filosofía en la Universidad Jagielloniana, y fue miembro
de la Academia de Ciencias polaca: Bronislaw Malinowski.
Su problema fue cómo abordar al Otro, pero no
como una entidad exclusivamente hipotética y abstracta, sino como una
persona de carne y hueso, perteneciente a otra raza, con creencias y
valores diferentes de los nuestros, y unas costumbres y una cultura
propias.
Cabe señalar que el concepto del Otro suele
definirse desde el punto de vista del hombre blanco, del europeo. Pero
hoy en día, cuando cruzo a pie una aldea montañesa en Etiopía, los niños
me siguen en alegre tropel y me gritan: "¡Ferenchi, ferenchi!"
("Extranjero, otro"). Este es un ejemplo del desmantelamiento de la
jerarquía del mundo y sus culturas. Los otros, en verdad, lo son, pero,
para estos otros, el Otro soy yo.
En este sentido, todos estamos en el mismo
barco. Todos los habitantes de nuestro planeta son el Otro para los
Otros, Yo para ellos y ellos para mí.
En la época de Malinowski y en los siglos
anteriores, el hombre blanco, el europeo, emigró de su continente casi
exclusivamente para enriquecerse: para conquistar nuevas tierras,
capturar esclavos, traficar o difundir su fe. A veces, estas
expediciones fueron terriblemente sangrientas, como la conquista y
colonización de América, Afrecha, Asia y Oceanía.
Malinowski partió hacia las islas del Pacífico
con un objetivo distinto: aprender acerca del Otro. Conocer las
costumbres, la lengua y el estilo de vida de su prójimo. Quería verlo y
sentirlo personalmente, experimentarlo para luego poder hablar de ello.
Tal empeño puede parecer obvio, pero resultó revolucionario y puso el
mundo patas arriba.
Expuso una debilidad o, tal vez, una mera
característica que aparece en todas las sociedades, aunque en diversos
grados: a las culturas les cuesta comprender otras culturas, y lo mismo
les ocurre a los individuos que pertenecen a una cultura determinada
cultura y son sus partícipes y portadores. En concreto Malinowski,
cuando llegó a las islas Trobriand para hacer investigaciones de campo,
declaró que los blancos con varios años de residencia en el lugar no
sólo no sabían nada sobre los aborígenes y su cultura sino que, además,
la idea que tenían de sobre ello era totalmente equivocada y estaba
teñida por el desprecio y la soberbia.
Como queriendo desafiar a las costumbres
coloniales, Malinowski levantó su tienda de campaña en medio de una
aldea y convivió con los nativos. Su experiencia no resultó fácil. En A Diary in the Strict Sense of the Term
("Un diario en sentido estricto"), menciona constantemente sus
problemas, enojos, desesperación y depresión. Liberarse de la propia
cultura cuesta caro. Por eso es tan importante tener una identidad
propia, y una idea de nuestra fuerza, valor y madurez. Sólo entonces
podremos enfrentarnos confiadamente a otra cultura. De lo contrario, nos
recluiremos, temerosos, en nuestro escondite y nos aislaremos de los
otros.
Tanto más, por cuanto el Otro es un espejo al
que nos asomamos, o en el que nos observan, un espejo que desenmascara y
desnuda y que preferiríamos evitar. Es interesante señalar que mientras
en su Europa natal se libraba la Segunda Guerra Mundial, el joven
antropólogo se concentraba en investigar la cultura del trueque, los
contactos y rituales comunes entre los habitantes de las Trobriand -a
quienes dedicaría su excelente libro "Los argonautas del Pacífico
occidental"- y a formular su importante y tan raramente observada tesis
de que "para juzgar algo, hay que estar allí".
Malinovski propuso otra tesis más,
increíblemente audaz para su época: no hay culturas superiores o
inferiores, sólo hay culturas diferentes, con diversos modos de
satisfacer las necesidades y expectativas de sus integrantes. Para él,
una persona diferente, de una raza y cultura diferentes, es una persona
cuya conducta se caracteriza por la dignidad y el respeto de los valores
que reconoce, de su tradición y sus costumbres.
Si Malinowski inició su obra en el momento en
que nacían las masas; nosotros vivimos el periodo de transición de esa
sociedad de masas a una nueva sociedad planetaria. Hay muchos factores
subyacentes: la revolución electrónica, el desarrollo sin precedentes de
todas las formas de comunicación, los grandes progresos en el
transporte y el movimiento. Y la consiguiente transformación, todavía en
curso, de la cultura, en el sentido lato del término, y de la
conciencia de sí misma que tiene la generación más joven.
¿Cómo alterará esto las relaciones entre
nosotros, que tenemos una sola cultura, y los pueblos que tienen otra u
otras? ¿Cómo influirá en la relación Yo-el Otro dentro de mi cultura y
más allá de ella? Es muy difícil dar una respuesta inequívoca y
concluyente porque el proceso está en curso y nosotros, inmersos en él,
no tenemos la menor posibilidad de tomar esa distancia que favorece la
reflexión.
Lévinas consideró la relación Yo-el Otro dentro
de los límites de una civilización única, racial e históricamente
homogénea. Malinowski estudió las tribus melanesias cuando todavía se
hallaban en su estado prístino, cuando aún no habían sido violadas por
el influjo de la tecnología, la organización y los mercados
occidentales.
Hoy, esta posibilidad es cada vez menos
frecuente. Las culturas se vuelven cada vez más híbridas y heterogéneas.
Hace poco, vi algo asombroso en Dubai. Una muchacha, sin duda
musulmana, caminaba por la playa. Vestía blusa y vaqueros muy ceñidos,
pero llevaba la cabeza, y sólo la cabeza, tan herméticamente envuelta
que ni siquiera se le veían los ojos.
Hoy, escuelas enteras de crítica filosófica,
antropológica y literaria se ocupan, sobre todo, de la hibridación y la
vinculación. Este proceso cultural está en marcha especialmente en
aquellas regiones en que las fronteras de los Estados también deslindan
culturas diferentes (por ejemplo, la frontera entre Estados Unidos y
México) y en las megalópolis cuyas poblaciones representan las más
diversas culturas y razas (como Sao Paulo, Nueva York o Singapur).
Decimos que el mundo se ha vuelto multiétnico y multicultural, no porque
haya más comunidades y culturas de ese tipo que antes, sino más bien
porque expresan con mayor energía y arrogancia, y en voz más alta, su
exigencia de ser aceptadas, reconocidas y admitidas en la mesa redonda
de las naciones.
Sin embargo, el verdadero desafío de nuestro
tiempo, el encuentro con el nuevo Otro, también deriva de un contexto
histórico más amplio. En la segunda mitad del siglo XX, dos tercios de
la humanidad se liberaron de la dependencia colonial para convertirse en
ciudadanos de sus propios Estados que, nominalmente al menos, eran
independientes. De forma gradual, estos pueblos comienzan a redescubrir
su pasado, sus mitos y leyendas, sus raíces, sus sentimientos de
identidad y, por supuesto, el orgullo que eso genera. Empiezan a
percatarse de que son los amos de su propia casa y los capitanes de su
destino. Y miran con aborrecimiento cualquier tentativa de reducirlos a
cosas, a figurantes, a víctimas y objetos pasivos de una dominación.
Durante siglos, nuestro planeta estuvo habitado
por un pequeño grupo de gente libre y grandes multitudes esclavizadas.
Ahora, lo colman cada vez más naciones y sociedades con un sentimiento
creciente de su valor e importancia individuales. A menudo, este proceso
ocurre en medio de enormes dificultades, conflictos, dramas y pérdidas.
Quizás estemos avanzando hacia un mundo tan
absolutamente nuevo y transformado, que nuestra experiencia histórica no
bastará para comprenderlo y movernos en él. En todo caso, el mundo en
el que entramos es el Planeta de las Grandes Oportunidades. Pero éstas
no son incondicionales; más bien, están abiertas únicamente a quienes
tomen en serio su trabajo y, así, demuestren que se toman en serio a sí
mismos. Es un mundo con muchas ofertas potenciales, pero también con
muchas exigencias, y en el que, a menudo, los atajos fáciles no llevan a
ninguna parte.
Nos toparemos constantemente con el nuevo Otro
que, poco a poco, irá emergiendo del caos y el tumulto actuales. Este
nuevo Otro podría surgir del encuentro de dos corrientes contradictorias
que modelan la cultura del mundo contemporáneo: la globalización de
nuestra realidad y la conservación de nuestra diversidad y singularidad.
Tal vez, el Otro sea el hijo y heredero de estas dos corrientes.
Deberíamos buscar el diálogo y el entendimiento
con el nuevo Otro. Los años vividos entre pueblos remotos me enseñaron
que la bondad hacia el prójimo es la única actitud que puede tocar el
punto sensible, humano, del Otro. ¿Quién será este nuevo Otro? ¿Cómo
será nuestro encuentro con él? ¿Qué diremos y en qué idioma? ¿Podremos
escucharnos mutuamente? ¿Podremos comprendernos?
Me pregunto si tanto nosotros como el Otro
desearemos apelar (y aquí cito a Conrad) a aquello que "habla a nuestra
capacidad de deleite y asombro; a la sensación de misterio que rodea
nuestra vida; a nuestro sentimiento de piedad, belleza y dolor; al
sentimiento latente de confraternidad con toda la Creación. Y a la
convicción, sutil pero invencible, de una solidaridad que entrelaza la
soledad de innumerables corazones: la solidaridad en los sueños, la
alegría, la pena, las ambiciones, las ilusiones, la esperanza, el miedo.
La que une a los hombres y a toda la humanidad: los muertos a los vivos
y los vivos a los que están aún por nacer".
Por Cracovia, 2005
El autor es periodista y escritor; entre
sus libros, figuran El emperador y El sha. Esta nota se basa en su
conferencia de apertura del período lectivo de verano en la Universidad
Jagielloniana de Cracovia.
© Ryszard Kapuscinski/Nobel Laureates Plus y LANACION
(Traducción: Zoraida J. Valcárcel)
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