II parte
El pensamiento del afuera II parte
(perMichel Foucault (1966). Ed PRE-TEXTOS. Valencia. 1989)
5. ¿Dónde está la ley, qué hace la ley?
Ser negligente, ser atraído, es una
manera de manifestar y de disimular la ley, -de manifestar el repliegue
en que se disimula, de atraerla, por consiguiente, a la luz del día que
la oculta.
Si estuviera presente en el fondo de uno mismo, la ley no sería ya la
ley, sino la suave interioridad de la conciencia. Si por el contrario,
estuviera presente en un texto, si fuera posible descifrarla entre las
líneas de un libro, si pudiera ser consultado el registro, entonces
tendría la solidez de las cosas exteriores: podría obedecérsela o
desobedecérsela: ¿dónde estaría entonces su poder?, ¿qué fuerza o qué
prestigio la haría venerable? De hecho, la presencia de la ley consiste
en su disminución. La ley, soberanamente, asedia las ciudades, las
instituciones, las conductas y los gestos; se haga lo que se haga, por
grandes que sean el desorden y la incuria, ella ya ha desplegado sus
poderes: "La casa está siempre y en cada momento, en el estado que le
conviene”. Las libertades que se toman no son capaces de interrumpirla;
uno puede llegar a creer que se ha desentendido de ella, que observa
desde fuera su aplicación; en el momento en que se cree estar leyendo de
lejos los secretos válidos sólo para los demás, uno no puede estar más
cerca de la ley, se la hace circular, se "contribuye a la aplicación de
un decreto público”. Y, sin embargo, esta perpetua manifestación no
ilumina jamás aquello que dice o aquello que quiere la ley: mucho más
que el principio o la prescripción interna de las conductas, ella es el
afuera que las envuelve, y por ahí las hace escapar a toda interioridad;
es la noche que las limita, el vacío que las cierne, devolviendo, a
espaldas de todos, su singularidad a la gris monotonía de lo universal, y
abriendo a su alrededor un espacio de malestar, de insatisfacción, de
celo multiplicado.
De trasgresión, también. ¿Cómo se podría conocer la ley y experimentarla
realmente, cómo se podría obligarla a hacerse visible, a ejercer
abiertamente sus poderes, a hablar, si no se la provocara, si no se la
acosara en sus atrincheramientos, si no se fuera resueltamente siempre
más allá, en dirección al afuera donde ella se encuentra cada vez más
retirada? ¿Cómo ver su invisibilidad, sino oculta en el reverso del
castigo, que no es después de todo más que la ley infringida, furiosa,
fuera de sí? Pero si el castigo pudiera ser provocado por la sola
arbitrariedad de aquellos que violan la ley, ésta estaría a su
disposición: podrían tocarla y hacerla aparecer a su capricho: serían
dueños de su sombra y de su claridad. Por esta razón la trasgresión
puede perfectamente proponerse infringir la prohibición tratando de
atraerse a la ley; de hecho se deja siempre atraer por el recelo
esencial de la ley; se acerca obstinadamente a la abertura de una
invisibilidad de la que nunca sale triunfante; localmente, se empeña en
hacer aparecer la ley para poderla venerar y deslumbrarla con su
luminoso rostro; no hace otra cosa más que reforzarla en su debilidad,
-en esa volubilidad de la noche, que es su irresistible, su impalpable
sustancia. La ley es esa sombra hacia la que necesariamente se dirige
cada gesto en la medida en que ella es la sombra misma del gesto que se
insinúa. Por ambas partes de la invisibilidad de la ley, Aminadab y Le
Très Haut forman un díptico. En la primera de estas novelas, la extraña
pensión en la que Thomas ha penetrado (atraído, llamado, elegido tal
vez, aunque no sin haber sido obligado antes a franquear otros tantos
lugares prohibidos), parece estar sometida a una ley que se desconoce:
su proximidad y su ausencia están continuamente recordadas por puertas
ilícitas y abiertas, por la gran rueda que distribuye las suertes
indescifrables o en blanco, por el hundimiento de un piso superior, de
donde había provenido la llamada, de donde provienen las órdenes
anónimas, pero donde nadie ha conseguido tener acceso; el día en que
algunos pretendieron violar la ley en su guarida, se encontraron a la
vez con la monotonía del lugar donde se hallaban, con la violencia, la
sangre, la muerte, el derrumbamiento, en fin, la resignación, la
desesperación, y la desaparición voluntaria, fatal, en el afuera: pues
el afuera de la ley es tan inaccesible que cuando se quiere superarlo y
penetrar en él se está abocado, no ya al castigo que sería la ley
finalmente violada, sino al afuera de ese afuera mismo -a un olvido más
profundo que todos los demás. En cuanto a los "criados”, -a aquellos que
por oposición a los "pensionistas” son "de la casa” y que, guardianes y
sirvientes deben representar la ley tanto para aplicarla como para
someterse silenciosamente a ella -nadie sabe, ni siquiera ellos, a qué
sirven (la ley de la casa o la voluntad de los huéspedes); se ignora
incluso si no serán pensionistas convertidos en sirvientes; son a la vez
el celo y el descuido, la embriaguez y la educación, el sueño y la
incansable actividad, el rostro gemelo de la maldad y de la solicitud:
aquello en lo que se disimula el disimulo y aquello que lo manifiesta.
En Le Très Haut, es la ley misma (en cierto modo el piso superior de
Aminadab, en su monótona semejanza, en su exacta identidad con los
demás) la que se manifiesta en su esencial disimulo. Sorge (la
"inquietud” de la ley: aquella que se experimenta con respecto a la ley y
aquella de la ley con respecto a aquellos a los que se aplica, incluso y
sobre todo si quieren escapa a ella), Herni Sorge es funcionario: se le
contrata en el Ayuntamiento en las oficinas de estado civil; no es más
que un eslabón, ínfimo sin duda, en ese organismo extraño que hace de
las existencias individuales una institución; él es la forma primera de
la ley, puesto que él transforma todo nacimiento en archivo. Ahora bien,
de pronto abandona su tarea (¿pero se trata en realidad de un abandono?
Tiene un permiso, que prolonga, sin autorización, es cierto, pero con
la complicidad de la administración que le facilita implícitamente esta
esencial ociosidad); es suficiente con esta casi jubilación -¿se trata
de una causa o de un efecto?- para que todas las existencias se
desordenen y que la muerte inaugure un reino que ya no es aquél,
clasificador, del estado civil, sino el desordenado, contagioso,
anónimo, de la epidemia; no se trata de una verdadera muerte, con
fallecimiento y acta de defunción, sino de un osario confuso donde ya no
se sabe quién es el enfermo y quién el médico, quién el guardia y quién
la víctima, si es una prisión o un hospital, una zona inmunizada o una
fortaleza del mal. Se han roto las barreras y todo se desborda: estamos
bajo la tiranía de las aguas que suben, el reino de la humedad
sospechosa, de las filtraciones, de los abscesos, de los vómitos; las
individualidades se disuelven; los cuerpos sudorosos se derriten contra
las paredes; gritos interminables se escuchan a través de los dedos que
tratan de ahogarlos. Y, a pesar de todo, cuando abandona el servicio del
Estado donde él debía poner orden en la existencia del prójimo, Sorge
no se pone fuera de la ley; la fuerza, por el contrario, a manifestarse
en aquel lugar vacío que él acaba de abandonar; en el movimiento con el
que borra su existencia singular y la sustrae a la universalidad de la
ley, la exalta, la sirve, demuestra su perfección, la "obliga”, pero
ligándola a su propia desaparición (lo que en un sentido es lo contrario
de la existencia transgresiva tal y como Bouxx o Dorte dan ejemplo de
ella); así pues, no es más que la ley misma.
Pero la ley no puede responder a esta provocación más que con su propia
retirada: no porque se repliegue en un silencio más profundo todavía,
sino porque ella permanece en su inmovilidad idéntica. Uno puede
precipitarse perfectamente en un vacío abierto: pueden muy bien formase
complots, extenderse rumores de sabotaje, los incendios, los asesinatos
pueden muy bien ocupar el lugar del orden más ceremonioso; el orden de
la ley no habrá sido jamás tan soberano, puesto que ahora abarca todo
aquello que quiere derribarlo. Aquel que, contra ella, quiera fundar un
orden nuevo, organizar una segunda policía, instituir otro Estado, se
encontrará siempre con la acogida silenciosa e infinitamente
complaciente de la ley. Ésta, a decir verdad no cambia: ya ha descendido
de una vez por todas a la tumba y cada una de sus formas no será más
que una metamorfosis de aquella muerte que no llega nunca. Bajo una
máscara transpuesta de la tragedia griega, -con una madre amenazadora y
piadosa como Clytemnestra, un padre desaparecido, una hermana ofuscada
por su duelo, un suegro todopoderoso y astuto-, Sorge es un Orestes
sumiso, un Orestes inquieto por escapar a la ley para mejor someterse a
ella. Obstinándose por vivir en el barrio apestado, es también el dios
que acepta morir entre los hombres, pero que, no consiguiendo morir,
deja vacante la promesa de la ley, liberando un silencio que desgarra el
grito más hondo: ¿dónde está la ley?, ¿qué hace la ley? Y cuando,
mediante una nueva metamorfosis o una nueva coincidencia con su propia
identidad, es reconocido, nombrado, denunciado, venerado y escarnecido
por la mujer que se parece extrañamente a su hermana, entonces él, el
detentador de todos los nombres, se transforma en una cosa innombrable,
una ausencia ausente, la presencia informe del vacío y el mudo horror de
esta presencia. Pero tal vez esta muerte de Dios sea lo contrario de la
muerte (la ignominia de una cosa fofa y viscosa que palpita
eternamente); y el gesto que se esboza para matarla libera finalmente su
lenguaje; un lenguaje que no tiene más que decir que el "Hablo, estoy
hablando” de la ley, que se mantiene indefinidamente, por la sola
proclamación de ese lenguaje, en el afuera de su mutismo.
6. Eurídice y las sirenas
Tan pronto como se lo mira, el rostro de
la ley se da media vuelta y entra en la sombra; en cuanto uno quiere
oír sus palabras, no consigue oír más que un canto que no es otra cosa
que la mortal promesa de un canto futuro. Las sirenas son la forma
inasequible y prohibida de la voz atrayente. Ellas no son más que canto.
Simple estela plateada sobre el mar, cresta de la ola, gruta abierta en
los acantilados, playa de blancura inmaculada, ¿qué otra cosa pueden
ser, en su ser mismo, sino la pura llamada, el grato vacío de la
escucha, de la atención, de la invitación al descanso? Su música es todo
lo contrario de un himno: ninguna presencia brilla en sus palabras
inmortales; sólo la promesa de un canto futuro recorre su melodía. Y
seducen no tanto por lo que dejan oír, cuanto por lo que brilla en la
lejanía de sus palabras, el provenir de lo que están diciendo. Su
fascinación no nace de su canto actual, sino de lo que promete que será
ese canto. Ahora bien, lo que las sirenas prometen cantar a Ulises, es
el pasado de sus propias hazañas, transformadas para el futuro en poema:
"Conocemos las penalidades, todas las penalidades que los dioses en los
campos de Tróade infligieron a los pueblos de Argos y de Troya”.
Singular ofrecimiento, el canto no es más que la atracción del canto, y
no promete al héroe más que la repetición de aquello que ya ha vivido,
conocido, sufrido, pura y simplemente aquello que es él mismo. Promesa a
la vez falaz y verídica. Miente, puesto que todos aquellos que se
dejarán seducir y dirigirán sus navíos hacia las playas, no encontrarán
más que la muerte. Pero dice la verdad, puesto que es a través de la
muerte como el canto podrá elevarse y contar al infinito la aventura de
los héroes. Y, sin embargo, este canto puro -tan puro que no dice otra
cosa que su recelo insaciable- hay que renunciar a escucharlo, taponarse
los oídos, atravesarlo como si estuviera sordo, para continuar viviendo
y poder así comenzar a cantar; o mejor aún, para que nazca el relato
que no morirá nunca, hay que estar a la escucha, pero permanecer al pie
del mástil, atado de pies y manos, vencer todo deseo mediante una
astucia que se violenta a sí misma, sufrir todo sufrimiento
permaneciendo en el umbral del atrayente abismo, y volverse a encontrar
finalmente más allá del canto, como si se hubiera atravesado vivo, la
muerte, pero para restituirla en un segundo lenguaje.
Enfrente, la figura de Eurídice. Aparentemente, es todo lo contrario,
puesto que debe ser recobrada de la sombra por la melodía de un canto
capaz de seducir y adormecer a la muerte, ya que el héroe no ha sabido
resistir al poder de encantamiento que ella posee y del que ella misma
será la víctima más triste. No obstante, ella es un pariente cercano de
las Sirenas: lo mismo que éstas no cantan más que el futuro de un canto,
Eurídice no deja ver más que la promesa de un rostro. Orfeo bien pudo
aplacar los ladridos de los perros y seducir a las potencias nefastas:
pero en el camino de regreso se hubiera tenido que encadenar lo mismo
que Ulises y no hubiera sido menos insensible que sus marineros; de
hacho ha sido, en una sola persona, el héroe y su tripulación: le ha
inquietado el deseo prohibido y se ha desatado con sus propias manos,
dejando que se desvaneciera en la sombra el rostro invisible, lo mismo
que Ulises dejó que se perdiera en las olas el canto que no llegó a
escuchar. Sólo entonces, tanto para uno como para el otro, se libera la
voz: para Ulises, con la salvación, se hace posible el relato de la
maravillosa aventura; para Orfeo, es la pérdida absoluta, las
lamentaciones eternas. pero es posible que bajo el relato triunfante de
Ulises perdure una queja sorda, por no haber escuchado mejor y durante
más tiempo, por no haberse zambullido más cerca de la admirable voz que,
tal vez, iba a producir el canto. Y, bajo las lamentaciones de Orfeo,
resplandece la gloria de haber visto, menos que un instante, el rostro
inaccesible, en el momento mismo en que s volvía y penetraba en la
noche: himno a la claridad sin lugar y sin nombre.
Estas dos figuras se encabalgan profundamente en la obra de Blanchot.
Hay relatos que están consagrados, como L´arrêt de mort, a la mirada de
Orfeo: a esa mirada que, en el umbral vacilante de la muerte, va en
busca de la presencia oculta, intentando devolverla, en imagen, a la luz
del día, pero no conserva de ella más que la ada, en la que el poema
precisamente puede manifestarse. Orfeo, sin embargo, aquí no ha llegado a
ver el rostro de Eurídice en el movimiento que lo oculta y lo vuelve
invisible: ha podido contemplarlo de frente, ha visto con sus propios
ojos la mirada abierta de la muerte, "la más terrible que un ser vivo
pueda soportar”. Y es esa mirada, o mejor aún, la mirada del narrador
sobre esa mirada, la que libera un extraordinario poder de atracción; es
ella la que, a mitad de la noche, hace surgir una segunda mujer en una
estupefacción cautiva para imponerle finalmente la mascarilla de
escayola donde podrá contemplarse "cara a cara aquello que va a vivir
por toda la eternidad”. La mirada de Orfeo ha recibido el poder mortal
que cantaba en la voz de las sirenas. Del mismo modo, el narrador de Le
moment voulu viene a buscar a Judith al lugar prohibido en que está
encerrada: contra toda previsión, la encuentra sin dificultad, como una
Eurídice demasiado cercana que viniera a ofrecerse en un retorno
imposible y feliz. Pero detrás de ella, la figura que la vigila y a la
que él acaba de arrancársela es menos la diosa inflexible y sombría que
una pura voz "indiferente y neutra, escondida en una región vocal donde
se despoja tan completamente de todas las perfecciones superfluas que
parece privada de sí misma: justa, pero de una manera que recuerda a la
justicia cuando se entrega a todas las fatalidades negativas” Esta voz
que "canta sin palabras” y que deja oír tan poco ¿no es acaso la de las
sirenas, de las que toda su seducción consiste en el vacío que abren, en
la inmovilidad fascinante que provocan en aquellos que las escuchan?
7. El compañero
Ya desde los primeros síntomas de la
atracción, en el momento en que apenas se dibuja la retirada del rostro
deseado, en que apenas se distingue ya en el encabalgamiento del
murmullo la firmeza de la voz solitaria, se produce algo así como un
movimiento suave y violento a la vez que irrumpe en la interioridad, la
pone fuera de sí dándole la vuelta y hace surgir a su lado -o más bien
del lado de acá- la figura secundaria de un compañero siempre oculto,
pero que se impone siempre con una evidencia imperturbable; un doble a
distancia, una semejanza que nos hace frente. En el momento en que la
interioridad es atraída fuera de sí, un afuera se hunde en el lugar
mismo en que la interioridad tiene por costumbre encontrar su repliegue y
la posibilidad de su repliegue; surge una forma -menos que una forma,
una especie de anonimato informa y obstinado- que desposee al sujeto de
su identidad simple, lo vacía y lo divide en dos figuras gemelas aunque
no superponibles, lo desposee de su derecho inmediato a decir Yo y alza
contra su discurso una palabra que es indisociablemente eco y
denegación. Prestar oídos a la voz argentina de las sirenas, volverse
hacia el rostro prohibido que hurta la mirada, no es únicamente saltarse
la ley para afrontar la muerte, como tampoco abandonar el mundo ni el
olvido de la apariencia, es sentir de repente crecer en uno mismo un
desierto, al otro extremo del cual (aunque esta distancia sin medida es
tan delgada como una línea) espejea un lenguaje sin sujeto designable,
una ley sin dios, un pronombre personal sin persona, un rostro sin
expresión y sin ojos, un otro que es el mismo. ¿Es en este
desgarramiento y en este lazo donde reside en secreto el principio de la
atracción? En el momento en que uno pensaba estar fuera de sí atraído
por una lejanía inaccesible, ¿no se trataba acaso, sencillamente, de
esta sorda presencia que empujaba en la sombra con todo su fatal ímpetu?
El afuera vacío de la atracción es tal vez idéntico a aquel otro, tan
cercano, del doble. El compañero sería, entonces, la atracción en el
colmo de su disimulo: disimulada puesto que se da como pura presencia
cercana, obstinada, redundante, como una figura más; y disimulada
también puesto que repele más que atrae, puesto que es necesario
mantenerla a distancia, que hemos puesto en fingir arrancar de su noche
una sexualidad que todo -nuestros discursos, nuestros hábitos, nuestras
instituciones, nuestros reglamentos, nuestros saberes- producía a plena
luz del día y divulgaba estrepitosamente…” Pequeño fragmento de un
panegírico al revés donde parece que Foucault, ya desde este primer
libro sobre la Historia de la sexualidad, quisiera poner término a las
vanas preocupaciones a las que se propone sin embargo consagrar un
número considerable de volúmenes que finalmente no llegará a escribir.
¡OH, AMIGOS!
Buscará y encontrará una solución (un medio, en resumidas cuentas, de
continuar siendo genealogista, si es que no arqueólogo), alejándose de
los tiempos modernos e interrogando a la Antigüedad (sobre todo la
antigüedad griega) -la tentación que tenemos todos de "volver a nuestras
fuentes”-; ¿y por qué no al antiguo judaísmo donde la sexualidad juega
un gran papel y donde la Ley tiene su origen) ¿Con qué fin?
Aparentemente para pasar de los tormentos de la sexualidad a la
simplicidad de los placeres y empieza a tratar como a un criado, Dom
reaparece, detentando, pretendiendo detentar, la ley y la palabra:
Thomas se equivocó al tener tan poca fe, al no interrogarle a él, que
estaba allí para responder, al derrochar su celo buscando un acceso a
los pisos superiores, cuando bastaba con dejarse llevar. Y a medida que
se ahoga la voz de Thomas, Dom habla, reivindicando el derecho a hablar y
a hablar para él. Todo el lenguaje se tambalea, y cuando Dom emplea la
primera persona, es el lenguaje mismo de Thomas el que se pone a hablar
sin él, por encima de ese vacío que deja, en una noche que comunica con
el resplandeciente día, la estela de su visible ausencia.
El compañero está también, de una manera indisociable, lo más cerca y lo
más lejos posible; en Le Très Haut, está representado por Dorte, el
hombre de "abajo”; ajeno a la ley, ajeno al orden de la ciudad,
representa la enfermedad en estado salvaje, la muerte misma diseminada a
través de la vida; por oposición al Altísimo, él es el Ínfimo; y, sin
embargo, se encuentra en la más obsesiva de las proximidades; es
familiar sin comedimiento, pródigo en confidencias, presente con una
presencia múltiple e inagotable; es el eterno vecino; su tos atraviesa
puertas y paredes, su agonía resuena a través de toda la casa y, en este
mundo en que la humedad rezuma, en que las aguas suben por todas
partes, he aquí que la carne misma de Dorte, su fiebre y su sudor,
atraviesan el tabique y forman una mancha, del otro lado, en la
habitación de Sorge. Cuando por fin muere, aullando, con una última
trasgresión, que no está muerto, su grito se queda en la mano que lo
ahoga y vibrará indefinidamente en los dedos de Sorge; la carne de éste,
sus huesos, su cuerpo, serán durante mucho tiempo, esta muerte con el
grito que la niega y la afirma.
Sin duda es en este movimiento, mediante el cual el lenguaje gira sobre
su eje, donde se manifiesta de forma más exacta la esencia del compañero
obstinado. No es, en efecto, un interlocutor privilegiado, cualquier
otro sujeto hablante, sino el límite sin nombre contra el que viene a
tropezar el lenguaje. Este límite todavía no tiene nada positivo; es más
bien el desmesurado fondo en el que el lenguaje se pierde
continuamente, pero para volver idéntico a sí mismo, como si fuera el
eco de otro discurso que dijera lo mismo, o de un mismo discurso que
dijera otra cosa. "Aquel que no me acompañaba” no tiene nombre (y quiere
mantenerse en este anonimato esencial); es un él sin rostro y sin
mirada, no puede ver más que a través del lenguaje de otro que pone a
las órdenes de su propia noche; se acerca así lo más posible a ese Yo
que habla en primera persona y del que recupera las palabras y las
frases en un vacío sin límites; y, sin embargo, nada lo une a él, una
distancia desmesurada los separa. Esta es la razón por la que aquel que
dice Yo debe continuamente acercarse a él para encontrar por fin ese
compañero que no le acompaña o ligarse a él con un lazo lo
suficientemente positivo como para poder ponerlo de manifiesto al
desatarlo. Ningún pacto los mantiene atados y sin embargo están
fuertemente ligados gracias a una constante interrogación (describa lo
que está viendo; ¡qué está escribiendo ahora?) y al discurso
ininterrumpido que pone de manifiesto la imposibilidad de una respuesta.
Como si, en esta retirada, en este hueco que quizás no sea más que la
irresistible erosión de la persona que habla, se liberara el espacio de
un lenguaje neutro; entre el narrador y ese compañero indisociable que
no le acompaña, a lo largo de esa delgada línea que los separa como
separa también el Yo que habla de el Él que él es en su ser hablado, se
precipita todo el relato, desplegando un lugar sin lugar que es el
afuera de toda palabra y de toda escritura, y que las hace aparecer, las
desposee, les impone su ley, y manifiesta en su desarrollo infinito su
reverberación de un instante, su fulgurante desaparición.
8. Ni uno ni otro
A pesar de algunas consonancias, estamos
muy lejos aquí de la experiencia en que algunos acostumbran a perderse
para volverse a encontrar. Con su arrebato característico, la mística
trata de alcanzar -aunque para ello tenga que atravesar s noche oscura-
la positividad de una existencia entablando con ella una difícil
comunicación. E incluso cuando esta existencia duda de sí misma, se
abisma en el trabajo de su propia negatividad para retirarse
indefinidamente en un día sin luz, en una noche sin sombra, en una
pureza sin nombre, en una visibilidad sin obstáculo, no por ello es
menos un abrigo donde la experiencia puede encontrar reposo. Abrigo que
acoge lo mismo a la ley de una palabra que a la superficie abierta del
silencio; ya que según la forma de la experiencia, el silencio es el
soplo inaudible, primero, desmesurado, de donde puede venir todo
discurso manifiesto; o también, la palabra es el reino que tiene el
poder de contenerse en la suspensión de un silencio.
Pero no es nada de esto de lo que se trata en la experiencia del afuera.
El movimiento de la atracción, la retirada del compañero, ponen al
desnudo aquello que es ante todo palabra, por debajo de todo mutismo: el
goteo continuo del lenguaje. Lenguaje que no es hablado para nadie:
todo sujeto no representa más que un pliegue gramatical. Lenguaje que no
se resuelve en ningún silencio: toda interrupción no forma más que una
mancha blanca en ese mantel sin costuras. Abre un espacio neutro donde
ninguna existencia puede arraigarse: se sabía desde Mallarmé que la
palabra es la inexistencia manifiesta de aquello que designa; ahora se
sabe que el ser del lenguaje es la visible desaparición de aquel que
habla: "decir que entiendo estas palabras no sería explicarme la
extrañeza peligrosa de mis relaciones con ellas… No hablan, no son
interiores, más bien al contrario, carecen de intimidad, y al estar todo
afuera, aquello que designan me aboca hacia ese afuera de toda palabra,
aparentemente más secreto y más interior que la palabra del fuero
interno, aunque aquí, el afuera está vacío, el secreto no tiene
profundidad, no se repite más que el vacío de la repetición, aquello que
no habla y que, sin embargo, ha sido dicho para siempre”. Es a este
anonimato del lenguaje liberado y abierto hacia su propia ausencia de
límite al que conducen las experiencias que narra Blanchot; en este
espacio murmurante encuentran menos su término que el lugar sin
geografía de su posible repetición: por ejemplo, la cuestión, por fin
serena, luminosa y directa que Thomas plantea al final de Aminadab, en
el momento en que toda palabra parece haberle sido retirada; o el puro
estallido de la vana promesa -”estoy hablando”. en Le Très Haut; o
incluso en las dos últimas páginas de Celui qui ne m´accompagnait pas,
la aparición de una sonrisa sin rostro, pero que tiene por fin un nombre
silencioso; o el primer contacto con las palabras de la última
repetición final de Le dernier homme.
El lenguaje se descubre entonces libre de todos los viejos mitos en que
se ha formado nuestra conciencia de las palabras, del discurso, de la
literatura. Durante mucho tiempo se creyó que el lenguaje era dueño del
tiempo, que servía tanto como vínculo futuro en la palabra dada que como
memoria y relato; se creyó que era profecía o historia; se creyó
también que su soberanía tenía el poder de hacer aparecer el cuerpo
visible y eterno de la verdad; se creyó que su esencia se encontraba en
la forma de las palabras o en el soplo que las hacía vibrar. Pero no es
más que rumor informe y fluido, su fuerza está en su disimulo; por eso
es una sola y misma cosa con la erosión del tiempo; es olvido sin
profundidad y vacío transparente de la espera.
En cada una de sus palabras, el lenguaje se dirige hacia contenidos que
le son previos; pero en su ser mismo y con tal que se mantenga lo más
cerca posible de su ser, no se despliega más que en la pureza de la
espera. La espera, en cuanto a ella, no tiene ningún objeto, pues el
objeto que viniera a colmarla no tendría más remedio que hacerla
desaparecer. Y sin embargo tampoco es inmovilidad resignada sobre el
propio terreno; tiene la resistencia de un movimiento que no tuviera
término ni se prometiera jamás la recompensa de un descanso; no se
encierra en ninguna interioridad; hasta sus más mínimas parcelas se
encuentran en un irremediable afuera. La espera no puede esperarse a sí
misma al término de su propio pasado, no puede hechizarse con su
paciencia ni apoyarse de una vez para siempre en el valor que nunca le
ha faltado. Lo que la ampara no es la memoria, sino el olvido. Este
olvido, sin embargo, no hay que confundirlo ni con la disipación de la
distracción, ni con el sueño en que se adormecería la vigilancia; está
hecho de una vigilia tan despierta, tan lúcida, tan madrugadora que es
más bien holganza de la noche y pura abertura a un día que no ha llegado
todavía. En este sentido el olvido es la atención más extremada -tan
extremada que hace desaparecer cualquier rostro singular que pudiera
ofrecérsele; desde el momento en que está determinada, una forma es a la
vez demasiado vieja y demasiado nueva, demasiado extraña y demasiado
familiar como para no ser inmediatamente rechazada por la pureza de la
espera y condenada por lo mismo a la inminencia del olvido. Es en el
olvido donde la espera se mantiene como una espera: atención aguda a
aquello que sería radicalmente nuevo, sin punto de comparación ni de
continuidad con nada (novedad de la espera fuera de sí y libre de todo
pasado) y atención a aquello que sería lo más profundamente viejo
(puesto que en las profundidades de sí misma la espera no ha dejado
nunca de esperar).
En su ser que espera y olvida, en ese poder de disimulo que borra toda
significación determinada y la existencia misma de aquel que habla, en
esa neutralidad gris que es el refugio esencial de todo ser y que libera
así el espacio de la imagen, el lenguaje no es ni la verdad ni el
tiempo, ni la eternidad ni el hombre, sino la forma siempre rehecha del
afuera; sirve para comunicar, o mejor aún deja ver en el relámpago de su
oscilación indefinida, el origen y la muerte, -su contacto de un
instante mantenido en un espacio desmesurado. El puro afuera del origen,
si es que es eso lo que el lenguaje espera recibir, no se fija jamás en
una positividad inmóvil y penetrable; y el afuera continuamente
reanudado de la muerte, si se deja llevar hacia la luz por el olvido
esencial al lenguaje, no plantea jamás el límite a partir del cual se
dibujaría finalmente la verdad. Se desploman inmediatamente uno sobre
otro; el origen tiene la transparencia de aquello que no tiene fin, la
muerte da acceso indefinidamente a la repetición del comienzo. Y lo que
es el lenguaje (no lo que quiere decir ni la forma en que lo dice), lo
que es en su ser, es esta voz tan tenue, esta regresión tan
imperceptible, esta debilidad en el fondo y alrededor de cualquier cosa,
de cualquier rostro, que baña en una misma claridad neutra -día y noche
a la vez-, el esfuerzo tardío del origen, la erosión temprana de la
muerte. El olvido asesino de Orfeo, la espera de Ulises encadenado, son
el ser mismo del lenguaje.
Cuando el lenguaje se definía como lugar de la verdad y lugar del
tiempo, era para él tremendamente peligroso que Epiménides el Cretense
afirmase que todos los cretenses eran unos mentirosos: el vínculo de ese
discurso consigo mismo lo desvinculaba de toda verdad posible. Pero si
el lenguaje se desvela como transparencia recíproca del origen y de la
muerte, no hay una sola existencia que, en la mera afirmación del hablo,
no incluya la promesa amenazadora de su propia desaparición, de su
futura aparición.
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