Género anfibio
por Jordi Gracia García Litoral nº 248
El lector caprichoso de cartas se sabe de
naturaleza viciosa porque su voracidad no tiene límites. No importa
demasiado quiénes sean los autores de las cartas; sí importa la
naturaleza intelectual y moral de esas cartas, su capacidad para poner
en juego criterios y compromisos vitales, ideas e ilusiones, desengaños y
frustraciones que hacen que nombres de papel se conviertan en personas
reales, con aliento, con fisonomía moral, con cobardía o con
apasionamientos gratuitos o bien fundados. En la lectura misma se hacen
personajes más que personas, aunque el efecto proceda de lo contrario,
es decir, de que quienes hablan son personas en lugar de personajes,
pero percibidos en una perspectiva privada, secreta, humildemente
cotidiana. Y es esa perspectiva insólita, absolutamente exótica en
nuestra experiencia común, la que produce un efecto de verdad que a
menudo es desarmante. O lo es tanto como lo es la literatura y su
capacidad para entrometer al lector en la conciencia y la intimidad, en
la fragilidad de un personaje que se hace ante nuestros ojos de
lectores. Es lo que pasa con los grandes epistolarios.
La ilusión más vibrante que engendra
una buena carta es, así, su veracidad, su pura inmediatez: se lee con
la misma verdad con la que se percibe la proximidad física de alguien,
cuando un autor respira en el papel y como si de veras funcionase el
sortilegio que hace presente al corresponsal distante. La ilusión es
narcotizante para los interlocutores y no pierde casi nada de su
sortilegio cuando el lector de esa carta no es ni amigo ni conocido del
autor: cuando leemos las cartas de un pintor a otro pintor, o de un
escritor a otro, de un autor a su amante o de una amante a su amor
secreto la emoción que afluye en la lectura tiene mucho de resurrección
artificial. Asistimos sin querer a la intensidad de una vida escrita en
directo, con su miedo y su pudor o su impudor, con sus convenciones
también y sus intereses concretos e inmediatos.
¿Cómo leer sin un poco de aprensión las
espléndidas cartas de Pedro Salinas a su mujer Margarita Bonmatí cuando
se acaba de terminar la lectura del epistolario a su amante Katherine
Withmore? La ilusión de verdad contradictoria y compleja que entregan
las buenas novelas, la recreación de los instantes turbadores y callados
en las biografías de las personas, está en agraz, tibia e imperfecta,
en la lectura de los epistolarios cuando éstos son abundantes y
caudalosos, cuando abarcan períodos muy extensos de tiempos y biografía,
como en los admirables que hoy tenemos de Pedro Salinas y Guillén, o
los que tenemos e iremos teniendo de Juan Ramón Jiménez, o de Unamuno o
de Adolfo Salazar o de Luis Cernuda. La fascinación es irreprimible
porque el juego consiste en detectar los chispazos y las emociones, la
fresca verdad de una confesión o de una reacción impulsiva, cuando
todavía no ha pasado por el filtro depurador del biógrafo o del
historiador, o cuando todavía no ha pasado por el artificio deformador
de la memoria y el relato autobiográfico.
La potencia de esa verdad súbita y vivacísima es
sin embargo la trampa más peligrosa de los epistolarios. Pueden hacer
creer lo que no existe o fingir un retrato ecuánime que es sólo parcial,
interesado o provisional. Su efecto narcótico es una amenaza porque
propicia el engaño involuntario si dejamos de leerlas como literatura y
empezamos a hacerlo como documentos o pedazos de biografía fiable. Es
una paradoja formidable: cuanta más intensidad parcial y subjetiva,
cuanta más deformación exagerada o sarcástica, cuanto más artificio
literario convoque el autor de la carta más fascinante será la riqueza
de su figura moral pero también más compleja será su descodificación o
su interpretación, y más expuesta a la mala lectura por parte de
intérpretes precipitados. Las cartas nunca son documentos inocentes y su
fascinación a menudo reside precisamente en la capacidad de fingir que
son inocentes, que son espontáneas, que son graciosamente expresivas y
plenamente verdaderas; lo son sin duda en sí mismas, pero sólo como
verdad literaria, como verdad artificial, porque el lector caería de
lleno en el sortilegio si entiende esa carta como documento fiable,
cuando lo será solo contrastado con muchos otros más. La literatura para
ser verdadera no necesita ser contrastada con nada que no sea ella
misma, y por eso esas cartas rinden al máximo de su potencial leídas
como cartas y no como documentos. La tensión de la escritura y la
imaginación del escritor de cartas amistosas, largamente narrativas,
jovialmente reflexivas o disparatadas, prestan un juego literario y
poderoso no exactamente concebido con ese efecto, que es el que
experimentamos cuando le escribe Ortega a su futura mujer, cuando Mercè
Rodoreda se angustia por su éxito literario en su correspondencia con
Joan Sales, cuando Julio Cortázar juega con tantos de sus
corresponsales, cuando Joan Oliver se confiesa desnudo ante la
ecuanimidad de juicio y la sabiduría estable de Josep Ferrater Mora,
cuando Rosa Chacel se conmueve ante las cartas que recibe de muchachos
jovencísimos que aprecian su obra y le reclaman una amistad que será
mucho más valiosa para ella que para ellos (porque ellos son Pedro
Gimferrer, Ana María moix o Guillermo Carnero), cuando Octavio Paz anima
impetuosa y felizmente los primeros pasos de un poeta como el mismo
Gimferrer o cuando Vicente Aleixandre endulza una y otra vez sus
opiniones líricas de cara a tantos poetas que esperan su amistosa
palabra.
Ninguno de estos casos está exento de un resorte
de funcionamiento crucial que tiene que ver con la manufactura
propiamente literaria de la carta y tiene que ver también con sus
condiciones y sus límites: la carta es antes que otra cosa un documento
de fidelización, un contrato humanizado de amistad, una prenda de la
deuda contraída entre dos por el intercambio de sus sentimientos y de
sus afectos. Las cartas lo simbolizan en sí mismas, tanto si son buenas
como si son malas, o tanto si quieren ser cartas de enemistad como si
son cartas derramadas de afecto. Pero en ellas gobierna sobre todo la
intención y el interés, el cálculo y la complicidad, la estrategia y la
táctica, y sin todo ello, esas cartas no funcionarían como los objetivos
fascinantes que son porque carecerían de la argamasa que las hace
literariamente valiosas y no sólo documentalmente útiles. La verdad de
la cuestión es lo contrario de lo que parece: la fortuna de que esas
cartas estén escritas por escritores y por autores conscientes del
oficio, y el hecho de que en ellas pongan mucho de su saber y su
astucia, su inteligencia y sus recursos, logra hacerlas verdad porque
son artificio, porque responden a un arte de la carta que no está hecho
de convenciones o instrucciones sino de experiencia cultural y
literaria, de compromiso y verdad. Su veracidad, su impresión de
vitalidad y confesión, nacen de la manipulación inteligente y astuta de
la información y de los tonos, de los detalles y las anécdotas, de la
oralidad y de la confidencia menor, de la elipsis y las reservas.
Los grandes epistolarios contienen esos recursos
y son ellos los que procuran la ilusión de verdad que tenemos ante un
buen epistolario. Su valor como documento no tiene nada que ver: lo que
importa ahora es determinar que las razones de la vigencia de esas
cartas, las razones que nos hacen leerlas, a menudo tienen más que ver
con esos elementos conjugados porque conspiran para convertirlas en
literatura, porque nos hacen leerlas como literatura, y ya ajenos al
perfil del lector que busca datos o necesita reconstruir un episodio
histórico. Cuando Italo Calvino escribe a sus autores las cartas en las
que comenta los libros rara vez escuchamos el informe profesional de un
excelente lector: escuchamos a un excelente lector que sabe que detrás
del nombre de un autor novel o inédito hay un ser discapacitado o
impedido para recibir una respuesta negativa, pero sabe también que a
ese minusválido temporal le conviene escuchar una voz honrada que le
hable de su literatura como si no fuese su literatura sino la del otro.
Calvino no imposta la voz sino todo lo contrario: la hace literaria
porque la hace verdadera al ser matizado y escrupuloso, al no perder el
tono coloquial, al querer cumplir con una función rutinaria como quien
cumple con un arte, el arte de educar a autores y lectores, de
recomendar esto o lo otro, el arte de decir la verdad.
El salto es al vacío porque es un salto a la
literatura sin asideros, sin condiciones o sin finalidad ulterior a ella
misma. Son las buenas cartas las que impulsan la operación de leer
como texto literario lo que había sido concebido como texto
comunicacional o instrumental. Fue quizá decisivo lo que se comunicaron y
abatió o entusiasmó su contenido a su receptor, y pudo ser vital para
quienes las escribieron y las recibieron. Pero nada de eso importa al
lector que asiste a ese cruce de cartas desde el desinterés, es decir,
desde el máximo interés del placer y del gozo de lector. Las sorpresas
de los epistolarios son magníficas por esa razón, que es puramente
literaria: ignoramos si podrá llegar el instante en el que esas cartas
dejarán de ser documentos privados en nuestra lectura para convertirse
en literatura. A menudo los corresponsales nos resultan apenas conocidos
o ni siquiera teníamos un interés previo en ellos, y sin embargo, y
exactamente igual que sucede con una novela de la que ignoramos
completamente su argumento y sin embargo quedamos atrapados en ella o
seducidos por algunos de sus personajes, logran cautivarnos sin razones
externas o anteriores al hecho mismo de la lectura: se han hecho
fundamentalmente literatura. Es verdad que se empieza a leer el
epistolario de Zenobia Camprubí por un inmoderado afán de saberlo todo
de Juan Ramón pero a medida que el lector recorre los centenares de
páginas va sabiendo que la ley literaria está creciendo por su cuenta y
sin menospreciar la información precisa sobre Juan Ramón va quedando
también entregado al relato detallista, fresco y tantas veces alegre de
la vida de una mujer casada con un señor que es poeta, dispuesta a
contar infinidad de cosas con gracia y con plena conciencia de narradora
que quiere hacer comprensible a sus interlocutores lo que está siendo
su vida. En ese quicio, o en ese tránsito, funciona la naturaleza
anfibia del lector de cartas: lee con la conciencia de que esos textos
pudieron ser cruciales o muy importantes para las vidas reales de los
personajes y sin embargo no escapa a la tensión estética y ética que
procura la buena literatura. Quizá son las cartas mismas un género
anfibio.
|