La relación entre poesía & pintura Wallace Stevens "EL ÁNGEL NECESARIO. Ensayos sobre la realidad y la imaginación", traducción de Antonio J. Desmonts, Madrid: Visor, 1994
Nicola Samori
1 Roger
Fry concluye una nota sobre Claude [Lorrain] diciendo que «pocos de
nosotros viven con tanta intensidad como para nunca sentir nostalgia de
aquel reino saturnino al que Virgilio y Claude pueden llevarnos en
volandas». En la misma nota habla de Corot y de Whistler y del paisaje
chino, y está claro que bien podría haber hablado, a propósito de
Claude, de otros muchos poetas, como por ejemplo Chénier o Wordsworth.
Se trata simplemente de una analogía entre dos formas distintas de
poesía. Tal vez fuese preferible decir que se trata de la identidad
poética que se revela, por ejemplo, entre la poesía en palabras y la
poesía en pintura. No
obstante, la poesía no se limita a los paisajes virgilianos, ni la
pintura a Claude. Encontramos la poesía de la especie humana en las
figuras de los ancianos de Shakespeare, digamos, y en los ancianos de
Rembrandt; o bien en las figuras de las mujeres bíblicas, por una parte,
y en las vírgenes de toda Europa, por la otra; y es fácil preguntarse
si la poesía de los niños ha sido o no creada por la poesía del Niño,
hasta que uno se para a pensar cuanta de la poesía del mundo entero es
poesía de niños, tanto sobre cómo son los niños como sobre cómo se han
descrito por escrito o en pintura, como si fuesen criaturas de una
dimensión en la que la vida y la poesía se confundieran. La poesía de la
humanidad, por supuesto, se encuentra en todas partes. Hay una
poesía universal que se refleja en todas las cosas. Esta observación se
aproxima a la idea de Baudelaire de que existe una estética por
averiguar y fundamental, o bien un orden del que la poesía y la pintura
son manifestaciones, pero del que, en realidad, la escultura, la música o
cualquier otra realización estética también son manifestaciones. Las
generalizaciones tan amplias como ésta —que existe una poesía universal
que se refleja en todas las cosas o que debe haber una estética
fundamental de la que la poesía y la pintura constituyen manifestaciones
emparentadas pero diferentes— son especulativas. Satisfacen más las
concreciones. A ningún poeta se le puede haber escapado cuán a menudo
un detalle, un propos o comentario, relativo a un cuadro, se aplica
asimismo a la poesía. La verdad es que parece existir un corpus de
comentarios a propósito de la pintura, en su mayoría comentarios de los
propios pintores, que son tan significativos para los poetas como para
los pintores. Todos estos detalles, en la medida en que tienen sentido
para los poetas lo mismo que para los pintores, son ejemplos específicos
de relaciones entre la poesía y la pintura. Supongo, por lo tanto, que
sería posible estudiar la poesía a través del estudio de la pintura o
bien que se puede llegar a ser pintor después de haber llegado a ser
poeta, por no hablar de desempeñar los dos oficios al mismo tiempo, con
la economía del genio, como hizo Blake. Permítaseme ilustrar este punto
del doble valor (y bien podría denominárselo el valor múltiple) de las
palabras referidas a pintores que significan en la misma medida para los
poetas porque, a fin de cuentas, son palabras sobre el arte. La frase
de Picasso de que un cuadro es una horda destructiva, ¿no dice también
que un poema es una horda destructiva? Cuando Braque dice: «Los sentidos
deforman, la mente forma», se dirige al poeta, al pintor, al músico y
al escultor. Igual que los poetas pueden sentirse afectados por las
palabras de los pintores, los pintores pueden sentirse afectados por las
palabras de los poetas, y también pueden sentirse afectados ambos por
palabras no dirigidas a ninguno de ellos. Para abundantes ejemplos,
véase Poet's Note-Book [Cuaderno de notas del poeta] de Miss Sitwell.
Estos detalles confluyen de un modo tan sutil y tan preciso que se
pierde de vista la existencia de relaciones. Lo cual, a su vez disipa la
idea de su existencia.
2
Podemos contemplar nuestro tema, pues, desde dos puntos de vista, el
primero el del hombre que se centra en la pintura, tanto si es como si
no es pintor, y él segundo el del hombre que se centra en la poesía,
tanto si es como si no es poeta. Para utilizar el punto de vista del
hombre que se centra en la pintura, permítaseme referirme al capítulo de
Appreciation [Apreciación], de Leo Stein, titulado «Sobre leer poesía y
ver cuadros». Dice el autor que cuando era niño tomó conciencia de la
composición de la naturaleza y gradualmente fue comprendiendo que el
arte y la composición eran lo mismo. Comenzó a experimentar del modo
siguiente: Puse sobre la mesa... un plato de barro... y lo miraba
todos los días durante unos minutos o durante horas. Tenía el propósito
de verlo como si fuera un cuadro y aguardé hasta que se convirtió en un
cuadro. Con el tiempo, así ocurrió. El cambio se produjo de repente,
cuando el plato como objeto pormenorizado... una determinada forma, con
determinados colores aplicados... pasó a convertirse en una composición
en la que todos los elementos no eran sino meros factores del conjunto.
La composición pictórica pintada en el plato dejó de estar en el plano
para pasar a formar parte de una composición mayor que era el plato como
un todo. Había dado un primer paso para ver pictóricamente. Lo que
se habla iniciado se fue desplegando en todas direcciones. Quería ser
capaz de ver cualquier cosa como una composición y descubrí que era
posible hacerlo. Improvisó una definición del arte: es la naturaleza
vista a la luz de su significado, y al darse cuenta de que este
significado consistía en formas, agregó «formal» a «significado».
Al
concentrarse en la educación del oído, observó que no hay nada
comparable al ejercicio de composición que ofrece el mundo visible. Por
composición entendía lo que se compone con las palabras: el uso del
sentido existencial de las palabras. La composición era su pasión.
Consideraba que un cuadro formalmente acabado es aquel en el que todas
las partes están tan interrelacionadas entre sí que unas implican a
otras. Por último, dijo «un excelente ejemplo es el verso del Michael de
Wordsworth 'And never lifted up a single stone' ('Y no levantó nunca ni
una sola piedra')». Se podría decir de un trabajador perezoso: «Ha
estado ahí fuera, holgazaneando, y no levantó nunca ni una sola piedra»,
y nadie pensaría que esto es gran poesía... Estas líneas no tendrían
valor existencial; sencillamente llamarían la atención sobre el
trabajador perezoso. Pero el uso composicional que hace Wordsworth de
este verso lo convierte en algo por completo distinto. Estas sencillas
palabras se cargan con la tragedia del anciano pastor y se saturan de
poesía. Su importancia referencial es leve, pues la importancia de la
acción a que se refieren no radica en la acción en si misma sino en su
significado; y el significado lo crean las palabras. Por lo tanto se
trata de un verso de gran poesía. La
elección de la composición como el común denominador de la poesía y la
pintura es una caracterización técnica hecha por un hombre centrado en
la pintura, aun concediendo que no era un hombre al que uno consideraría
un técnico. La poesía y la pintura crean por igual mediante la
composición. Ahora bien, el poeta que busca una analogía entre la
poesía y la pintura, y que trata de adoptar el punto de vista del hombre
centrado en la poesía, comienza teniendo la sensación de que la técnica
empapa la pintura hasta tal punto que ambas cosas se identifican. Esto
no es cierto, puesto que, si la pintura fuese puramente técnica, esa
concepción de la misma excluiría al artista como persona. Por lo tanto,
quiero decir algo basado en la sensibilidad del poeta y en la del
pintor. No estoy absolutamente seguro de saber lo que significa
sensibilidad. Supongo que quiere decir sentimiento; como suele decirse,
los sentimientos. Sé lo que se entiende por sensibilidad nerviosa, como
cuando, en un concierto, los oyentes, después de haberse colocado y
permanecer atentos, oyen de súbito un estallido de trompetas que les
hace encogerse a manera de reacción nerviosa. La satisfacción que
tenemos cuando miramos por la ventana y vemos que hace un buen día, o
cuando miramos uno de los límpidos paisajes de Corot en los que el pays
de Corot parece ser algo distinto. Suele decirse que el origen de la
poesía hay que buscarlo en la sensibilidad. Hemos empezado por la
conjunción de Claude y Virgilio; obsérvese ahora como el uno evoca al
otro. Estas evocaciones son atribuibles a similitudes de sensibilidad.
Sí en Claude nos encontramos en el reino de Saturno, el soberano del
mundo en la edad dorada de la inocencia y la abundancia, y si en
Virgilio nos encontramos en el mismo reino, reconocemos que existe ahí,
en el caso de Claude y Virgilio, una identidad de sensibilidad. Sin
embargo, si se pone en cuestión el dogma de que hay que buscar los
orígenes de la poesía en la sensibilidad y se afirma que un poema
afortunado, o un cuadro afortunado, es una síntesis de excepcional
concentración (ese grado de concentración que tiene una intrínseca
lucidez, en la que vemos con claridad lo que queremos ver y lo vemos
instantánea y perfectamente), nos encontramos con que la fuerza
operativa de nuestro interior no parece ser de hecho la sensibilidad, es
decir, los sentimientos. Parece ser una facultad constructiva que más
saca su fuerza de la imaginación que de la sensibilidad. He dicho poner
en cuestión, no rechazar. La mente retiene la experiencia, de modo que
mucho después de acaecida la experiencia, mucho después de la claridad
invernal de una mañana de enero, mucho después de los límpidos paisajes
de Corot, esa facultad interior nuestra de la que he hablado hace sus
propias construcciones a partir de aquella experiencia. Si se limita a
reconstruir la experiencia, o a repetirnos las sensaciones vividas ante
aquello, se trata de la memoria. Lo que en realidad hace es utilizar
aquello como material con el que hace lo que quiere. Ésta es la típica
función de la imaginación, que siempre utiliza lo conocido para crear lo
no conocido. Lo que parecen implicar estas observaciones es la
sustitución de la idea de inspiración por la idea de un esfuerzo mental
no basado en las vicisitudes de la sensibilidad. Es tan absolutamente
posible sentarse a la propia mesa y, sin ayuda de la conmoción de los
sentimientos, escribir comedias de incomparable intensidad, que es
precisamente lo que hizo Shakespeare. Shakespeare no se basaba en
casualidades de la inspiración. No es la menor de sus glorias que se
pueda decir de él: cuanto mayor el pensador, mayor el poeta. Sería más
acertado decir: cuanto mayor la inteligencia, mayor el poeta; porque el
mal del pensamiento como poesía no es lo mismo que el bien del
pensamiento en poesía. Lo que importa es que el poeta hace su trabajo en
virtud de un esfuerzo mental. Al hacerlo así, tiene relación con el
pintor, que realiza su trabajo, con respecto a los problemas de forma y
color, a los que se enfrenta incesantemente, no gracias a la
inspiración, sino gracias a la imaginación o a la milagrosa clase de
razón que a veces promueve la imaginación. En resumen, estas dos artes,
la poesía y la pintura, tienen en común un elemento laborioso que,
cuando se ejercita, no sólo es un trabajo sino también una consumación.
Como prueba de esto, permítaseme poner codo con codo la prosa de Proust,
tomada de su vasta novela, y la pintura, tomada al azar, de Jacques
Villon. Sobre Proust, cito un párrafo del profesor Saurat:
Otra
provincia que ha añadido a la literatura es la descripción de esos
momentos eternos en los que nos elevamos por encima de este mundo
monótono... La magdalena mojada en el té, el campanario de Martinville,
unos árboles de una carretera, un perfume de flores silvestres, una
visión de la luz y la sombra entre árboles, una cuchara que al tintinear
en un plato es como el martillo del ferroviario en las ruedas del tren
desde el que se veían los árboles, la servilleta tiesa de un hotel, la
desigualdad de dos piedras de Venecia y las irregularidades del patio de
la casa de los Guermantes en la ciudad... En cuanto a Villon:
poco antes de ponerme a escribir estas notas, me dejé caer por la Carré
Gallery de Nueva York a ver una exposición de cuadros entre los que
había una docena de obras suyas. De inmediato me percaté de la presencia
de los encantos de la inteligencia en todo su material prismático. Una
mujer tendida en una hamaca se transformaba en un complejo de planos y
tonos, radiante, vaporoso, exacto. Una tetera y un par de tazas ocupaban
su lugar en una realidad totalmente compuesta de cosas irreales. Las
obras eran deliciae del espíritu en tanto que algo distinto de las
delectationes de los sentidos, y esto es así porque uno encuentra en
ellas la labor de cálculo, el apetito de perfección.
3
Una de las características del arte moderno es que es intransigente. En
esto se asemeja a la política moderna, y quizás se aprecie al
estudiarlo, incluso al estudiar los derechos del hombre y al estudiar
los sombreros y los vestidos de las mujeres, que todo lo moderno, o
probablemente lo que sencillamente es nuevo, es intransigente por la
naturaleza misma de las cosas. Es especialmente intransigente con
respecto a los límites. Uno de los Goncourt dijo que nada en el mundo
oye tantas estupideces como los cuadros de un museo; y al reflexionar
sobre este comentario hay que tener presente que en los tiempos de los
Goncourt no existía nada parecido a los museos de arte moderno. Una
definición verdaderamente moderna del arte moderno, en lugar de hacer
concesiones, fija unos límites que se van haciendo cada vez más
estrechos conforme pasa el tiempo y que, más a menudo que lo contrario,
acaban por sólo dar cabida a un hombre, exactamente igual que si se
debieran garabatear en la fachada del edificio donde estamos ahora mismo
las palabras Cézanne delineavit. Otra característica del arte moderno
es el ser plausible. Tiene razones para todo. Incluso la falta de razón
se convierte en razón. Picasso
manifiesta sorpresa de que la gente se pregunte qué significa un cuadro
y dice que los cuadros no pretenden tener significado. Esto lo explica
todo. Otra característica del arte moderno es que es fanático. Cada
pintor que puede ser calificado de pintor moderno se convierte, en
virtud de esa definición, en un hombre libre en el mundo del arte y, en
consecuencia, en el igual de cualquier otro pintor moderno. Reconocemos
que difieren unos de otros, pero de todos modos ninguno de ellos puede
ser juzgado más que por los demás artistas modernos. Tenemos esa
incapacidad (no simple falta de voluntad) para el compromiso, esa misma
plausibilidad y fanatismo, en la poesía moderna. Para exponerlo,
permítaseme dividir la poesía moderna en dos clases, una que es moderna
en razón de lo que dice, otra que es moderna en razón de la forma. La
primera clase no tiene un especial interés por la forma. La segunda sí.
La primera clase se interesa por la forma, pero acepta la banalidad de
la forma como algo incidental de su lenguaje. Su justificación es que,
al expresar el pensamiento o el sentimiento en poesía, el propósito del
poeta debe ser el de subordinar el modo de expresión, ya que, aun cuando
el valor del poema como poema depende de la expresión, depende en
primer lugar de lo que expresa. Tanto si el poeta es moderno como si es
antiguo, si está vivo como si está muerto, lo que importa en último
término es de que habla, si habla de cosas antiguas o modernas, de cosas
vivas o muertas. La contrapartida de Villon en poesía, de escribir como
éste pinta, tendría que interesarse por cosas similares (pero no
necesariamente reducirse a éstas), creando la misma sensación de certeza
estética, la misma sensación de exquisita realización y la misma
sensación de ser moderno y de estar vivo. Uno ve una buena cantidad de
poesía, tal vez por culpa de Un coup de dés de Mallarmé, en la que la
búsqueda formal no supone otra cosa que el uso de minúsculas por
mayúsculas, finales de versos excéntricos, demasiada puntuación o
demasiada poca, y aberraciones por el estilo. Esto no tiene nada que ver
con estar vivo. No tiene nada que ver con el conflicto entre el poeta y
aquello de lo que están hechos sus poemas. No son, ni bonne soupe
(«buena sopa») ni beau langage («bello lenguaje»). Lo que he dicho
sobre ambas clases de poesía moderna es inadecuado para las dos. Sobre
la primera, decir que tolera la banalidad de la forma es una fórmula
incluso lesiva, puesto que sugiere que posee menos artificio del poeta
que la segunda. Cada una de estas dos clases es intransigente con
respecto a la otra. Si uno está dispuesto a pensar bien de la clase que
se atiene a lo que tiene que decir, bástele con recordar el comentario
de Gide: «Sin la inigualable. belleza de su prosa, ¿quién seguiría
interesándose por Bossuet?». La división entre las dos clases, la
división, pongamos, entre Valéry y Apollinaire, es la misma división en
facciones que encontramos por todas partes en la pintura moderna. Pero
los credos estéticos, como los demás credos, son la prueba indudable de
los esfuerzos realizados por buscar la verdad. No he tratado de decir
más de lo que es necesario para mostrar las relaciones por las que
estamos interesados tal como existen en las manifestaciones actuales.
Una vez que todo está dicho y hecho, ¿cuál es el significado de la
existencia de tales relaciones? ¿O basta con señalarlas? El problema no
es el mismo que el de la significación del arte. «Es el arte», dijo
Henry James, «lo que crea vida, lo que crea el interés, lo que crea la
importancia... y no conozco ningún sustitutivo de ninguna clase para la
fuerza y la belleza de su actividad». El mundo que nos rodea quedaría
desolado si no fuera por el mundo que hay en nuestro interior. El mismo
intercambio existe entre estos dos mundos que entre un arte y otro,
transfusiones migratorias de uno al otro, apresuramientos,
descubrimientos y liberaciones prometeicas. Pero puede ser que, lo
mismo que los sentidos no son respetuosos con la realidad, las
facultades no sean respetuosas con las artes. Por otra parte, es posible
que estemos ocupándonos de algo que no tiene significación, algo que es
e1 resultado de la imitación. Quatremère de Quincy distinguía entre el
poeta y el pintor como entre dos imitadores, el uno moral y el otro
material. Hay imitaciones dentro de las imitaciones, y las relaciones
entre la poesía y la pintura puede que no constituyan nada distinto.
Esta idea hace posible, al menos, ver más de un aspecto del tema.
4 Todas
las relaciones de que he hablado quedan vinculadas entre sí en la
deducción de que la vis poetica, la fuerza de la poesía, deja su marca
en cuanto toca. La marca de la poesía crea la semejanza entre las dos
cosas mas dispares y las une en su virtud reconocible. Hay una relación
entre la poesía y la pintura que no participa de la marca común de un
origen común. Es la relación capital que existe entre la poesía y la
gente en general, y entre la pintura y la gente en general. No he pasado
por alto la posibilidad de que, cuando se propuso el tema de esta
noche, se pretendiera que el tratamiento se limitase a las relaciones
entre la poesía moderna y la pintura moderna. Esto hubiera conllevado
mucho repicar de los consabidos címbalos. En la medida en que hubiera
exigido una comparación entre este poeta y aquel pintor, esta escuela y
aquella otra escuela, habría sido fragmentario y habría excedido mi
competencia. En mi opinión es preferible abordar el tema de las
relaciones modernas como un todo. La relación actualmente capital entre
la poesía y la pintura, entre el hombre moderno y el arte moderno es
sencillamente ésta: que en una época en que tan decididamente prevalece
la incredulidad o, cuando menos, la indiferencia a las cuestiones de
creencia, la poesía y la pintura, y las artes en general, constituyen,
en su medida, una compensación por lo que se ha perdido. Los hombres
tienen la sensación de que la imaginación es por su fuerza el poder
situado a continuación de la fe: el príncipe reinante. En consecuencia,
su interés por la imaginación y sus obras no debe considerarse una fase
del humanismo sino una autoafirmación vital en un mundo en el que nada
se mantiene salvo el yo, si es que el yo se mantiene.
Visto
así, el estudio de la imaginación y el estudio de la realidad llegan a
parecer, purificados, engrandecidos, fatídicos. ¡Qué estatura, aunque
sea estatura profética, le proporciona esta concepción al poeta! Ya no
necesita ejercitar su dignidad con obras proféticas. ¡Cuánta
autenticidad, incluso autenticidad órfica, le proporciona al pintor! Ya
no tiene que exhibir su autenticidad en obras órficas. Debe bastarle con
que aquello a lo que ha entregado su vida quede de este modo
enriquecido con semejante acceso de valor. Lo mismo el poeta que el
pintor viven y trabajan en medio de una generación que está conociendo
la pobreza esencial a pesar de la fortuna. La extensión de la mente
hasta más allá del ámbito de la mente, la proyección de la realidad más
allá de la realidad, la determinación de recorrer todo el terreno, sea
el que fuere, la determinación de no quedar confinados, de recuperar la
excitación y la intensidad del interés, la ampliación del espíritu en
todo momento, en todos los sentidos, éstas son las unidades, las
relaciones, que debemos contabilizar como primordiales en este momento.
No tiene demasiada importancia si estas relaciones existen de forma
consciente o inconsciente. Uno vuelve a las coactivas influencias del
tiempo y el espacio. Es posible estar entregado a un propósito sublime y
no saberlo. Pero yo pienso que la mayoría de los hombres, cualquiera
que sea su sofisticación, la mayoría de los poetas y la mayoría de los
pintores, lo saben. Cuando volvemos la vista hacia el periodo del
clasicismo francés del siglo XVII, no tenemos ninguna dificultad para
verlo como un todo. No es fácil ver el propio tiempo de ese modo. Casi
todo el siglo XVII francés, al menos, puede compendiarse en esta única
palabra: clasicismo. Las pinturas de Poussin, contemporáneo de Claude,
son las inevitables pinturas de la generación de Racine. Si hubiera sido
una época en que los dramaturgos utilizaran las detalladas acotaciones
con que contamos hoy, las acotaciones de Racine lo hubieran dejado a uno
preguntándose si estaba leyendo la descripción de un escenario o la
descripción de un cuadro de Poussin. La costumbre reducía por entonces
las acotaciones a las más escuetas generalidades. Así pues, a
continuación de la lista de personajes de El rey Lear, Shakespeare sólo
agrega dos palabras: «Escena: Bretaña». Pero, aún así, las acotaciones
de Racine, pese a toda su brevedad, sugieren a Poussin. Que esta
cualidad común se aprecie en cosas tan simples pone de manifiesto de
manera convincente el alcance de la interpenetración. La indicación para
Britannicus dice: «La escena en Roma, en una cámara del palacio de
Nerón»; la de Iphigénie en Aulide: «La escena en Aulis, delante de la
tienda de Agamenón»; la de Phèdre: «La escena en Trecén, una ciudad del
Peloponeso»; la de Esther: «La escena en Susa, en el palacio de Asuero»;
y en Athalie: «La escena en el templo de Jerusalén, en el vestíbulo de
los aposentos del sumo sacerdote». Nuestro tiempo, y al decir esto me
refiero a las dos o tres últimas generaciones, incluida la nuestra, se
puede resumir de mi modo que ponga unidad en el inmenso número de
detalles, diciendo de él que es un tiempo en el que la búsqueda de la
verdad suprema ha tenido lugar en la realidad, o a través de la
realidad, o incluso ha sido búsqueda de alguna ficción supremamente
aceptable. Juan Gris comenzó unas notas sobre sus cuadros diciendo: «El
mundo del que yo extraigo los elementos de la realidad no es visual sino
imaginario». La historia de esta actitud en literatura, especialmente
en poesía, en Francia, ha sido rastreada por Marcel Raymond en De
Baudelaire al surrealismo. Digo especialmente en poesía porque con la
poesía se asocian los nombres de Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé y Valéry.
En pintura, su historia es la historia de la pintura moderna. Además,
digo en Francia porque en Francia la teoría poética no es tan abstracta
como suele ser entre nosotros, cuando siquiera tenemos alguna clase de
teoría, sino que es una actividad normal del entendimiento del poeta en
ambientes donde debe participar en esta actividad o verse extirpado.
Esta necesidad desarrolla una conciencia y un sentido de la fatalidad
que aportan a la poesía valores que no reproducen la indiferencia y el
azar. Para el hombre que anda buscando la sanción de la vida en la
poesía, lo ñoño es una disipación intolerable. La teoría de la poesía,
es decir, la suma total de las teorías de la poesía, a menudo parece
convertirse con el tiempo en una teología mística o, más sencillamente,
en una mística. La razón de que ocurra esto debe estar ahora clara. La
razón es la misma razón por la que los cuadros de un museo de arte
moderno suelen dar la impresión de convertirse con el tiempo en una
estética mística, en una prodigiosa búsqueda de la apariencia, como si
se buscara una forma de decir y de demostrar que todas las cosas, sea
por encima o sea por debajo de las apariencias, son la misma cosa, y que
sólo a través de la realidad, en la que se reflejan o, pudiera ser, se
conjuntan, nos es posible alcanzarlas. Bajo tal presión, la realidad
deja de ser sustancia para convertirse en sutilidad, una sutilidad en la
que a Cézanne le resultaba natural decir: «Veo planos que se montan
unos sobre otros a horcajadas y a veces las líneas rectas me parece que
se caen»; o «Planos de color... Las zonas coloreadas donde tremolan las
almas de los planos, en el resplandor del prisma luminoso, el encuentro
de los planos a la luz del sol». La transformación de nuestra Lumpenwelt
fue mucho más allá de esto. Desde la perspectiva de otra sutilidad,
Klee pudo escribir: «Pero es el elegido el que hoy se acerca a los
lugares secretos donde la ley original fomenta toda evolución. Y qué
artista no se establecería allí donde el centro orgánico de todo el
movimiento en el tiempo y en el espacio —que él denomina la mente o el
corazón de la creación— determina todas las funciones». Conceder que
esto suena un poco a jerga sacerdotal no es conceder demasiado a quienes
han colaborado a crear la nueva realidad, una realidad moderna, puesto
que lo que se ha creado no es nada menos que eso. Esta
realidad es, también, el mundo trascendental de la poesía. Sus
instantaneidades son la habitual inteligencia de los poetas, aunque haya
sido la inteligencia de otro ambiente. Simone Weil, en La pesanteur et
la grâce, tiene un capítulo sobre lo que ella llama la descreación. Dice
que la descreación consiste en dar el paso de lo creado a lo no creado,
mientras que la destrucción consiste en dar el paso de lo creado a la
nada. La realidad moderna es una realidad de descreación, en la que
nuestras revelaciones no son revelaciones de la fe sino preciosos
portentos de nuestras propias facultades. La mayor verdad que podemos
tener esperanzas de descubrir, cualquiera que sea el campo en que la
descubramos, es que la verdad de los hombres es la resolución final de
todo. Hoy, lo mismo los poetas que los pintores adoptan este supuesto y
esto es lo que les concede validez y la seria dignidad que los sitúa
entre quienes persiguen la sabiduría, quienes persiguen la comprensión.
Estoy dándole a esto un tono elevado porque intento generalizar y porque
es increíble que se pueda hablar de las aspiraciones de las dos o tres
últimas generaciones sin la menor elevación. A veces parece lo
contrario. A veces oímos decir que en el siglo XVII no había ningún
poeta y que los pintores —Chardin, Fragonard, Watteau— eran elegantes y
nada más; que en el siglo XIX el último gran poeta era el hombre que más
se parecía a un gran poeta, y que lo mejor que se podría haber hecho
con toda la cofradía de Pieria era echársela de comida a los perros. En
ocasiones, ésta es la impresión que se tiene hoy. Debe parecerlo porque
es posible. En la lógica de los acontecimientos, el único error sería
tratar de falsificar la lógica, ser desleal a la verdad. Sería trágico
no comprender hasta que punto depende el hombre de las artes. La clase
de mundo que podría resultar de una excesiva dependencia de las artes ya
ha sido puesto en cuestión como si la disciplina de las artes no fuese
en ningún sentido una disciplina moral. No tenemos que ocuparnos de eso
aquí. Basta con haber puesto, en relación la poesía y la pintura como
fuentes de nuestra actual concepción de la realidad, sin afirmar que
sean las únicas fuentes, y como pilares de un tipo de vida, que al
parecer merece la pena vivirse con su ayuda, aun cuando hacer esto no
sea sino una fase del interminable estudio de una existencia, que es el
tema heroico de todo estudio. Wallace STEVENS «La relación entre poesía y pintura», de El ángel necesario. Ensayos sobre la realidad y la imaginación, traducción de Antonio J. Desmonts, Madrid: Visor, 1994.
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