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El escritor inglés H. G. Wells definió alguna vez a su colega George
Bernard Shaw como «un niño idiota gritando en un hospital». Algún tiempo
después, el estadounidense William Faulkner dijo de Ernest Hemingway
que no había sido «nunca conocido por usar una palabra que remitiese al
lector a un diccionario»; el autor de París era una fiesta
respondió: «Pobre Faulkner, ¿de verdad cree que las grandes emociones
las provocan las grandes palabras?» (Por cierto, en su afirmación no hay
ninguna palabra que sea necesario buscar en el diccionario, así que es
posible que Faulkner tuviera razón.) Joseph Conrad escribió sobre D. H.
Lawrence: «Mugre, nada más que obscenidades», pero también recibió
golpes, de Vladimir Nabokov en su caso, quien dijo: «No puedo soportar
ese estilo de Conrad como de tienda de suvenires y sus clichés
románticos de barcos en botellas y collares de conchas». El escritor
ruso nunca se caracterizó por la ecuanimidad de sus juicios sobre sus
colegas (de hecho, sobre Hemingway opinó que era «un escritor de
campanas, cojones y toros» y de Fiódor Dostoievski afirmó que «su falta
de buen gusto, sus monótonos tratos con personas que sufren de complejos
prefreudianos y la manera que tiene de revolcarse en las desgracias
trágicas de la dignidad humana, todo eso es difícil de admirar»), pero
apenas puede rivalizar con los grandes maestros del insulto literario en
inglés: Dorothy Parker (quien opinó alguna vez que «esta no es una
novela para dejarla a un lado con ligereza: hay que tirarla con mucha
fuerza» y dijo, sobre The Autobiography of Margot Asquith, «la
historia de amor entre Margot Asquith y Margot Asquith vivirá para
siempre en las páginas de la literatura romántica»); Gore Vidal (autor
de las siguientes opiniones: «Truman Capote ha convertido la novela en
una forma de arte, una forma de arte menor» y «Las tres palabras más
desalentadoras en el idioma inglés son: ‘Joyce Carol Oates’» y que, al
ser golpeado por Norman Mailer en una fiesta, le dijo antes de
desmayarse: «Veo que las palabras te han fallado una vez más, Norman»);
Ezra Pound y Oscar Wilde: el primero dijo sobre William Wordsworth que
era «un hombre estúpido que hasta ahora no ha arruinado la moral de
nadie, excepto, quizá, la de aquellas personas susceptibles a las que
haya conducido al crimen en la mismísima furia de su aburrimiento».
Oscar Wilde opinó sobre Alexander Pope: «Hay dos maneras de sentir
aversión hacia la poesía; la primera es tener aversión hacia ella, la
segunda es leer a Pope». Ninguno de ellos fue dejado sin castigo, sin
embargo: Conrad Aiken afirmó sobre el primero que «en cuanto a estilo o
forma, es difícil imaginar algo mucho peor que la prosa del señor Pound.
Se trata de la fealdad y la torpeza encarnadas» y Gertrude Stein lo
describió sardónicamente como «alguien que describía un pueblo.
Excelente si eras un pueblo, pero si no lo eras, no». Noel Coward, a su
vez, definió a Wilde como un «cabrón pesado y afectado».
Estos y otros ejemplos son parte de
ese género tan denostado (y tan popular, sin embargo) que es el insulto
en literatura. Surgido en los comienzos mismos de esta como actividad
social (véanse, por ejemplo, los epigramas de Marco Valerio Marcial y de
Catulo), el insulto en literatura (ya fuese como apotegma, como juicio
irónico o franco o como diatriba) ha existido siempre como parte
esencial de la economía de la literatura, dando cuenta de las
preferencias y de los rechazos de sus autores, pero también manteniendo a
raya a los eventuales competidores, redistribuyendo el capital
simbólico, trazando las líneas de trinchera de movimientos y tendencias,
atrayendo la atención pública hacia quien insulta y quien es insultado y
contribuyendo a la renovación de la escena literaria; también (y
desafortunadamente) ha sido utilizado durante siglos para desestimar la
aportación de las mujeres escritoras a una escena dominada por hombres:
sobre Jane Austen, por ejemplo, Ralph Waldo Emerson dijo que sus novelas
eran «vulgares en su tono, estériles en invención artística,
prisioneras de las despreciables convenciones de la sociedad inglesa,
sin genio, mordacidad ni conocimiento del mundo» y Mark Twain afirmó que
«la sola omisión de los libros de Jane Austen convertiría en bastante
buena a una biblioteca sin un solo libro» y agregó que «cada vez que leo
Orgullo y prejuicio desearía desenterrarla y pegarle en el
cráneo con su propia espinilla» (por cierto, Twain reunió tantos
argumentos en contra de la obra de cierto colega que le dedicó un
ensayo, «Los delitos literarios de Fenimore Cooper», y recibió a su vez
el rapapolvo de William Faulkner, quien lo definió como «un
escritorzuelo que no habría sido considerado de cuarta categoría en
Europa, que engañó a algunos de los viejos esqueletos literarios a
prueba de balas con suficiente color local para intrigar al superficial y
al vago».
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Al igual que en el último ejemplo,
una de las razones para establecer la importancia de la diatriba para la
historia de la literatura puede hallarse en el hecho de que el insulto
manifiesta el estado de cosas del momento en que es formulado y señala
los límites de lo que puede ser dicho (y de quiénes pueden hacerlo) en
literatura; en ese sentido, no sorprende que uno de los autores más
despreciados por sus colegas en la historia de la literatura haya sido
James Joyce, del mismo modo que tampoco sorprende que esos insultos
hayan provenido en su mayoría de los autores que monopolizaban la escena
literaria de su época y, por lo tanto, veían la radical novedad de Ulises
como una provocación y una amenaza. Así, D. H. Lawrence exclamó: «¡Dios
mío, qué torpe olla podrida es James Joyce! Nada más que colillas
viejas y los pedazos de col de citas de la Biblia y lo demás estofado en
el jugo de la deliberada obscenidad periodística»; George Bernard Shaw
llamó a Ulises «un registro repugnante de una fase desagradable de la civilización», y Virginia Woolf fue incluso más explícita: «Ulises es el esfuerzo de un estudiante asqueroso reventándose los granos».
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¿Por qué nos gustan los insultos
literarios? Una respuesta parcialmente incompleta es que nos gustan por
su economía y por su calidad, que resulta de la familiaridad que los
escritores tienen con el uso del lenguaje por la naturaleza misma de su
trabajo. Una diatriba como la que Mary McCarthy le dedicó a Lillian
Hellman («Cada palabra que escribe es una mentira, incluyendo los ‘y’ y
los ‘el’ y ‘la’»), la opinión de Louis-Ferdinand Céline sobre El amante de Lady Chatterley
de D. H. Lawrence («seiscientas páginas por la polla de un guardabosque
son demasiadas páginas») o la forma en que H. G. Wells describió a
Henry James («Un hipopótamo tratando de coger un guisante») nos parecen
tan perfectos que tendemos a aceptarlos y a disfrutar de ellos incluso
aunque no estemos de acuerdo con su contenido. Pero también (y
especialmente) disfrutamos de los insultos literarios por el hecho de
que nos demuestran que incluso los grandes escritores pueden estar
equivocados: Charles Baudelaire definiendo a Voltaire como «el rey de
los zoquetes, el príncipe de lo superficial, el antiartista, el vocero
de las porteras», Evelyn Waugh comentando su primera lectura de Marcel
Proust («un material muy pobre: pienso que Proust tenía algún defecto
mental»), Gore Vidal diciendo que Truman Capote era «un ama de casa de
Kansas hecha y derecha y con todos su prejuicios» (por cierto, también
opinó sobre su muerte que era «un excelente giro a su carrera») y Capote
opinando que la escritura de Jack Kerouac no era «escritura, sino
mecanografía», demuestran que las opiniones literarias y la formación
del gusto participan y resultan de batallas que siempre dejan el campo
sembrado de cadáveres: de inocentes, principalmente.
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Aun cuando podría parecer lo
contrario, el entusiasmo por el tipo de insulto literario del que
escribimos aquí parece haberse agotado en algún momento de las últimas
décadas, cuando la multiplicación de los medios de comunicación a
disposición (incluyendo los digitales) y la consiguiente generalización
de la opinión asociada a la concesión a esta de una importancia desusada
han agotado la fuente de que solía fluir el insulto literario; nuestra
memoria solo retiene una invectiva reciente de Harold Bloom sobre la
creadora de Harry Potter («Si no puedes ser persuadido de leer algo
mejor, pues entonces lee a [J. K.] Rowling»), un ataque de David Foster
Wallace a Bret Easton Ellis y una cierta cantidad de reseñas de Satanás
de Mario Mendoza (Premio Biblioteca Breve de 2002) cuya contundencia
las aproximaba al género: «interminables diálogos de teleserie y una
prosa casi escolar» (Ignacio Echevarría, Babelia), «mínima
complejidad estructural, adjetivación de anuncio televisivo, diálogos
ociosos, personajes de cartón piedra apenas concebidos, escenitas de
sexo dibujadas con la maestría de un grafiti en un lavabo público;
lectura epidérmica de Stevenson, irrisorio amago de crítica social»
(Carlos Guzmán Moncada, Lateral), «una falta de expresividad
que se hace sonrojante cuando el autor se aventura en descripciones de
tipo erótico, pobladas de lugares comunes» (Elena Hevia, El Periódico), «una profundidad de Reader’s Digest» (Milo J. Krmpoti´c, Qué Leer), entre otras.
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Quizás una de las razones que
explican la paulatina desaparición del insulto como género literario (y
su práctica inexistencia en el ámbito hispanohablante, donde apenas
pueden mencionarse las pullas entre Francisco de Quevedo y Luis de
Góngora durante el Siglo de Oro, artículos de Francisco Umbral y Camilo
José Cela y las magníficas y brutales ironías de Jorge Luis Borges y
Adolfo Bioy Casares) deba buscarse precisamente en esa multiplicación de
la posibilidad de opinar y la facilidad con que la opinión es emitida
en los últimos tiempos; también, en el hecho de que el insulto literario
se ha trasladado del ámbito de las obras al de las preferencias
sexuales y políticas de sus autores, un tipo de desplazamiento que tiene
su antecedente en el período previo (T. S. Eliot informando que era
posible que Robert Browning «no fuera muy bueno en la cama.
Probablemente su mujer no le prestaba mucha atención, así que él roncaba
y tenía fantasías con niñas de doce años»; Hemingway diciendo sobre
Wyndham Lewis que tenía «los ojos de un violador sin éxito», etcétera),
pero ha alcanzado una nueva dimensión en nuestros días con la aparición
de portales específicamente destinados a dar cabida al insulto del
lector anónimo decepcionado con un autor y con su obra, al del escritor
descontento con su posición y la de un colega o (y esto parece lo más
frecuente) a la del lector que nunca ha leído nada de un escritor
específico, ni lo hará, pero rechaza su forma de vestirse o de hablar o
sus simpatías sexuales o políticas, aspectos estos que (como puede
imaginarse) tienen poco que ver con lo específicamente literario.
La recurrencia al anonimato o a
heterónimos y avatares para vehicular esas opiniones constituye un tipo
de prueba para el insulto literario que este no parece en condiciones de
superar, y esto por varias razones, la primera y más importante de las
cuales es que ese anonimato devalúa las opiniones emitidas poniéndolas
al nivel de la mera rabieta insustancial para la formación del gusto
literario por no estar basada en juicios literarios, sino puramente
morales. También, porque sustrae al insulto literario su principal
atractivo: cuando leemos ese intercambio de insultos y denostaciones que
fueron las relaciones no solo personales entre Gore Vidal y Norman
Mailer y entre Tom Wolfe y John Irving (o cuando leemos a V. S. Naipaul
despreciando a todo el mundo y particularmente a las mujeres), la razón
por la que esos insultos nos interesan (además de su calidad literaria,
si la tienen) es que han sido pronunciados por Gore Vidal y Norman
Mailer y Tom Wolfe y John Irving y V. S. Naipaul, no por alguien anónimo
o carente de autoridad en el tema: el valor del insulto literario
depende tanto de quién lo realiza y de su validez como de la del sujeto
insultado. Aun aquellos que carecemos de todo tipo de nostalgia no
podemos dejar de pensar que algo parece haberse torcido entre los
tiempos en que H. L. Mencken escribía sobre Gertrude Stein que «un gran
logro de la señora Stein es haber hecho el idioma inglés más fácil de
escribir y más difícil de leer», o D. H. Lawrence afirmaba: «Nadie puede
ser más grosero, más torpe y sentenciosamente de mal gusto que Herman
Melville, incluso en un gran libro como Moby Dick […]. Uno se cansa de tanta gran sérieux:
hay algo falso en ello, y eso es Melville. Dios mío, cuando el asno
solemne rebuzna, ¡rebuzna y rebuzna!», y los actuales, en los que
(independientemente del hecho de que exista una Gertrude Stein y un
Herman Melville contemporáneos o no, lo que puede discutirse) las
diatribas contra un escritor están dirigidas a la elección de una camisa
o su acento. Que el tipo de insulto literario (si es que aún puede
denominárselo literario) esté orientado en estos días a la difusión del
rumor infundado y la denuncia carente de evidencia (ya que, al parecer,
los vicios y pecados de los escritores son tan grandes que su obra está
contaminada de ellos y no merece ser leída) da buena cuenta de un cierto
estado de los asuntos literarios que se caracteriza por la supuesta
importancia de los autores por delante de los libros; es decir, de una
literatura que ya no importa a nadie, excepto quizás a quienes la
observan (decir que la leen sería erróneo en muchos casos) con la
virulencia y la supuesta superioridad moral que otorgan la ignorancia y
el anonimato y también la posición marginal en el sistema literario que
detenta deliberada o involuntariamente quien insulta. No creo que en ese
contexto pueda subestimarse la importancia del anonimato en la Red, uno
de esos errores que se producen en el uso social de toda nueva
tecnología, y a la propia dinámica de los intercambios en ese marco: en
la medida en que la identidad se articula en la Red en torno a la
atención que se consiga atraer (para lo que se requiere generar simpatía
o rechazo), el insulto, y particularmente el insulto literario,
resultan herramientas eficaces porque producen ambas cosas con cierta
facilidad y sin necesidad de argumentos muy elaborados (por el
contrario, un argumento demasiado elaborado sería sujeto de discusión y
pondría a prueba la competencia intelectual de quien insulta, mientras
que las emociones requieren una competencia menor y pueden ser mejor
manipuladas).
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Aun cuando sean principalmente los
autores emergentes quienes parecen utilizar más sistemáticamente la
diatriba como forma de penetración en la escena literaria y para atraer
la atención sobre sí mismos, el problema del insulto literario (y
probablemente la razón por la que una vez que empiezas con ellos ya no
puedes parar) es que, a diferencia de otras formas de intervención
literaria, esta no genera ningún tipo de rédito, ya que, ¿cómo podría
construirse una carrera literaria a partir de la ridiculización de los
colegas? Más aún, el problema del insulto literario es que, bien se
articula en torno a una idea moral de lo que la literatura debería ser
(y, por cierto, no parece haber sido nunca), bien apunta a un
cuestionamiento de los valores dominantes que determinan qué autor
recibe atención por parte de los lectores y cuál no: en el primero, no
puede hacerse nada con la atención pública obtenida por el insulto
debido a que un cambio en el «estatus de quien insulta (por ejemplo, su
incorporación al catálogo de una editorial de esas que otorgan premios
de forma heterodoxa) lo convertiría en sujeto de su propia agresividad;
en el segundo caso, porque existe una obvia contradicción entre el
rechazo de los valores dominantes y el deseo de ingresar en una escena
literaria presidida por esos valores. Cuando Dylan Thomas escribía que
«El señor [Rudyard] Kipling defiende todo aquello que yo desearía que
fuera de otra manera en este mundo podrido» lo hacía como resultado de
una discusión más amplia sobre la función del exotismo en literatura (y
el imperialismo marítimo británico que lo hacía materialmente posible) y
la impulsaba hacia adelante; cuando lo que se discute es si X pone los
cuernos a su mujer (cosa que posiblemente haga), no hay posibilidad de
avance alguno: por el contrario, el retroceso es evidente y la miseria
de la literatura, más obvia aun.
Otras veinticinco diatribas literarias
Gustave Flaubert sobre George Sand: «Una gran vaca rellena de tinta».
C. S. Lewis leyendo la obra de J. R. R. Tolkien: «¡Oh, no! ¡No otro elfo de mierda!».
Lawrence Durrell sobre Henry James: «Si tuviera que elegir entre
leer a Henry James y que apretaran mi cabeza entre dos piedras, elegiría
lo segundo».
James Dickey sobre Robert Frost: «Si alguien dijera que alguna cosa
que escribí se había visto influida por Robert Frost, cogería esa obra
mía, la trituraría y la tiraría por el inodoro con la esperanza de no
obstruir las tuberías».
James Gould Cozzens sobre John Steinbeck: «No puedo leer diez páginas de Steinbeck sin vomitar».
La obra magna de Miguel de Cervantes vista por Martin Amis: «La
lectura de El Quijote puede compararse con la visita por tiempo
indefinido del más inaguantable de tus parientes viejos, con sus bromas,
sus sucios hábitos, sus reminiscencias imparables y sus espantosos
amigotes».
Edgar Allan Poe según Henry James: «El entusiasmo por Poe es la marca de un estadio decididamente primitivo de reflexión».
Nathaniel Hawthorne sobre Edward Bulwer-Lytton: «Bulwer me produce
asco: es el grano mismo de las patrañas de la época. No hay esperanza
para el público en tanto que siga teniendo un admirador, un lector o un
editor».
El vicario de Wakefield, de Oliver Goldsmith, según Mark Twain: «Un
extraño batiburrillo de hipócritas complacientes e idiotas, de héroes y
heroínas de teatro barato que siempre están alardeando, de malas
personas que no son interesantes y de buena gente que provoca
cansancio».
Samuel Taylor Coleridge sobre el historiador Edward Gibbon: «Su estilo es detestable, pero no es lo peor de él».
Émile Zola según Oscar Wilde: «Monsieur Zola está decidido a mostrar que, si carece de genio, al menos puede ser aburrido».
Evelyn Waugh sobre Stephen Spender: «Verlo haciendo malabares con
nuestro rico y delicado lenguaje es experimentar el mismo horror que ver
un jarrón de Sèvres en manos de un chimpancé».
Lev Tolstói a Antón Chéjov: «Ya sabes que no puedo soportar las obras de [William] Shakespeare, pero las tuyas son aún peores».
Edward Abbey sobre Tom Wolfe: «Un pretencioso cazador de tendencias. La chica del pompón de las letras estadounidenses».
El crítico literario John Churton Collins según Alfred, Lord Tennyson: «Un piojo en los rizos de la literatura».
George Bernard Shaw visto por Roger Scruton: «Ni siquiera el
accidente poco relevante de la completa ignorancia lo disuadiría de
redactar una opinión definitiva sobre cualquier tema».
Oscar Wilde sobre George Bernard Shaw: «No tiene ningún enemigo en este mundo, y ninguno de sus amigos lo quiere».
Robert Yelverton Tyrrell sobre una traducción de Robert Browning:
«El original griego es de gran utilidad para desentrañar la traducción
de Browning».
Samuel Butler sobre Johann Wolfgang von Goethe: «He estado leyendo
una traducción de Wilhelm Meister. ¿Es bueno? A mí me parece
posiblemente el peor libro que he leído. Ningún inglés podría haber
escrito un libro así. No puedo recordar ni una sola página o idea… ¿Es
todo una broma? Si lo que realmente he estado leyendo es Wilhelm Meister
de Goethe, me alegro de no haberme tomado nunca la molestia de aprender
alemán».
Gertrude Stein, en opinión de Wyndham Lewis: «La prosa de Gertrude
Stein es un budín de sebo negro y frío. Podemos representarla como un
frío rollito de sebo de longitud increíblemente reptiliana. Si lo cortas
en cualquier lugar, es siempre lo mismo: la misma masa pesada, pegajosa
y opaca, a lo largo y a lo ancho».
Anatole France sobre Émile Zola: «Su trabajo es malo, y él es uno
de esos seres infelices de los que puede decirse que sería mejor si no
hubieran nacido nunca».
J. D. Salinger valorado por Mary McCarthy: «No me gusta Salinger,
en absoluto. Lo último que ha escrito ni siquiera es una novela, sea lo
que sea. No me gusta, en absoluto. Sufre de esa especie de
sentimentalismo metropolitano terrible y es tan narcisista. Y para mí,
también, parece tan falso, tan calculado: combinar al hombre sencillo
con el egoísmo megalómano. Simplemente no puedo soportarlo».
Lord Byron sobre John Keats: «Aquí está la poesía de pis en la cama
de Keats y tres novelas de dios sabe quién. No más Keats, se lo ruego:
desóllenlo vivo, y si alguno de ustedes no lo hace, lo haré yo mismo: no
es necesario aguantar el idiotismo babeante de la Humanidad».
Elizabeth Bishop sobre J. D. Salinger: «Odié [El guardián entre el
centeno]. Me llevó días abrirme paso a través de él, cautelosamente, una
página cada vez y él ruborizándome de vergüenza ajena con cada frase
ridícula que me encontraba en el camino. ¿Cómo pudieron dejarle hacer
eso?».
Jane Austen según juicio de Charlotte Brontë: «No altera al lector
con nada vehemente ni lo molesta con nada profundo: las pasiones le son
perfectamente desconocidas».
Walt Whitman según Henry David Thoreau: «No solo estaba ansioso por
hablar sobre sí mismo, sino que también era reacio a que la
conversación se apartase de ese tema durante demasiado rato».