Tendemos a olvidar que los libros, obviamente
vulnerables, se pueden eliminar o destruir. Los libros tienen su
historia, como cualquier otra producción humana; una historia cuyos
inicios contienen en germen la posibilidad, la eventualidad, de un fin.
De aquellos comienzos sabemos poco. Están los
textos de contenido ritual o didáctico que se remontan sin duda a la
antigua China, en el segundo milenio antes de nuestra Era, y los
escritos administrativos y comerciales de Sumer o los alfabetos y
protoalfabetos del Mediterráneo oriental, testimonios de una evolución
completa, de cuya cronología aún se nos escapan los pormenores. En
nuestra tradición occidental, los primeros «libros» son tablas de leyes,
registros comerciales, recetas médicas o previsiones astronómicas. Las
crónicas históricas, íntimamente ligadas a la arquitectura triunfalista y
las conmemoraciones vengativas, precedieron con toda seguridad a lo que
llamamos «literatura». La epopeya de Gilgameš o los fragmentos de
datación más antigua de la Biblia hebrea son tardíos, más cercanos al Ulises de Joyce que a sus propios orígenes, los cuales apuntan al canto arcaico y al relato oral.
La escritura es un archipiélago en el ancho mar
de la oralidad humana. Sin detenernos en los distintos formatos de
presentación del libro, la escritura constituye un caso aparte, una
técnica precisa y concreta dentro de una totalidad semiótica largamente
oral. Durante las decenas de miles de años anteriores a las formas
escritas, se contaron cuentos, se transmitieron oralmente enseñanzas
religiosas y mágicas, se elaboraron y se comunicaron fórmulas para los
hechizos de amor y los anatemas. Un hormiguero de grupos étnicos, de
mitologías elaboradas y de conocimientos tradicionales del mundo natural
ha llegado hasta nosotros al margen de cualquier forma de
alfabetización. No existe un solo ser humano sobre el planeta que
carezca de alguna relación con la música. Ésta, en forma de canto o de
interpretación instrumental, parece auténticamente universal. La música
es el lenguaje imprescindible para comunicar sentimientos y
significados. La mayor parte de la humanidad no lee libros. En cambio,
el mundo entero canta y baila.
MAESTRO Y DISCÍPULOS : PRESENCIAS REALES
Todavía hoy nuestra sensibilidad occidental,
nuestros hitos íntimos habituales proceden de dos fuentes: Atenas y
Jerusalén. Más exactamente, nuestra herencia intelectual y ética y
nuestra interpretación de la identidad y de la muerte vienen
directamente de Sócrates y de Jesús de Nazaret. Ninguno de los dos hizo
profesión de autor, ni muchísimo menos de haber publicado nada.
En el conjunto de las aportaciones socráticas a
los diálogos de Platón, panoplia inagotablemente compleja y pródiga, o
en los recuerdos de Jenofonte, sólo encontramos una o dos menciones de
pasada al empleo de un libro. En cierto momento, Sócrates desea
verificar en el manuscrito correspondiente las citas de un filósofo más
antiguo. Fuera de esto, lo esencial de la enseñanza y del destino
ejemplar de Sócrates, tal como Platón lo transmite y tal como ciertos
pensadores de la categoría de Aristóteles lo han evocado, pertenece al
lenguaje oral. Sócrates nunca escribió ni dictó nada.
Las razones son profundas. La confrontación cara
a cara y la comunicación oral en los espacios públicos constituyen la
esencia. El método socrático participa de la inmediatez de la palabra,
en la que el encuentro real, la presencia, el acto de presencia del
interlocutor son indispensables. Con un arte perfectamente comparable
al de Dickens o Shakespeare, los diálogos de Platón actualizan el medium corporal
de todo discurso articulado. La famosa fealdad de Sócrates, su
impresionante resistencia física, tanto para la batalla como para la
borrachera, su retórica gestual y su administración de los momentos de
descanso, la alternancia de los paseos y las pausas, en las que se
gestan las preguntas y las reflexiones, encarnan (la expresión que
emplea Shakespeare es «dan cuerpo») la llegada del argumento y del
sentido. Con Sócrates, el pensamiento, incluso el más abstracto, la
alegoría, incluso la más impenetrable, participan de la experiencia
vivida, irreductible a la textualidad muda. La capacidad de seducción
que mantiene a su lado a discípulos y amantes, la insistencia
desconcertante en descubrir el fondo de las pretensiones humanas y la
propensión del hombre a la mentira, que vuelve locos a sus detractores,
estriban únicamente en un conjunto de recursos vocales y faciales, en
unos escenarios excéntricos. Sus bruscos cambios de actitud, que de
repente lo sumen en una profunda reflexión en un lugar y un momento
inapropiados, son tan esenciales para la aplicación de sus enseñanzas
como las palabras efectivamente pronunciadas.
La crítica que Platón hace a la escritura en el Fedro, resumida
en un mito egipcio bien conocido, refleja sin la menor duda su
sentimiento respecto a los métodos paradójicos empleados por su maestro.
Como siempre, la convicción platónica destila ironía. ¿No fue él mismo
escritor a ratos y autor de una obra voluminosa? Sin embargo, los
argumentos contra la superioridad de la escritura sobre el habla están
llenos de fuerza y puede que aun hoy sean irrefutables.
Hay en el texto escrito, ya sea sobre tabla de
arcilla, mármol, papiro o pergamino, ya sea grabado en hueso, enrollado o
impreso en un libro, un máximo de autoridad (término que recubre, como
su fuente latina a uctoritas, la palabra «autor»). El simple
hecho de escribir, de recurrir a una transmisión escrita, implica una
reivindicación de lo magistral, de lo canónico. De un modo evidente en
los documentos teológico-litúrgicos, los códigos de leyes y los tratados
científicos o los manuales técnicos, y de modo no menos intenso aunque
más sutil, incluso autosubversivo, en los textos cómicos o efímeros,
todo escrito es contractual. Vincula al autor y a su lector con la
promesa de un sentido. El escrito es, por naturaleza, normativo. Es
«prescriptivo», término cuya riqueza connotativa y semántica requiere
una atención especial. «Prescribir» significa ordenar, es decir,
anticipar y circunscribir (otra locución reveladora) un marco de
conducta o de interpretación del consenso intelectual y social. Los
términos «inscripción», «script», «escriba» y el productivo campo
semántico al que pertenecen relacionan íntima e inevitablemente el acto
de escribir con modos de gobernar. La «proscripción», término
emparentado, suena a exilio o a muerte. De todos los modos posibles,
aunque se enmascaren con una apariencia de ligereza, los actos
relevantes de la escritura, engastados en los libros, dan cuenta de
relaciones de poder. El despotismo que siempre han ejercido el clero, la
política y la justicia sobre letrados o subletrados confirma esta
absoluta verdad cardinal. La implicación de la autoridad en un texto, el
embargo y el uso exclusivo de esos textos por una elite literaria son
signos de poder. Hay una verdad inquietante en los volúmenes encadenados
de las bibliotecas monásticas medievales. El escrito atrapa los
significados (en san Jerónimo, el traductor conquista el sentido como el
guerrero triunfante conduce a su país a los prisioneros).
Los déspotas no aceptan de buena gana los
desafíos y las contradicciones; nunca se plantean que podrían
favorecerles. Así ocurre con los libros. La única forma que conocemos de
criticar, refutar o falsificar un texto es escribir otro. Texto sobre
texto. De ahí esa lógica del comentario interminable, y del comentario
sobre el comentario, de la que se hace eco desesperado el Eclesiastés al
afirmar que «el componer libros es cosa sin fin». (Dilema típicamente
talmúdico que encontramos perpetuado en la idea freudiana del «análisis
sin fin».) En radical contraste, la metáfora platónica sostiene que el
intercambio oral permite, mejor aún, autoriza la reconciliación
inmediata, la corrección y la réplica. Permite al que establece la
proposición cambiar de parecer, dar marcha atrás si lo necesita y
exponer sus tesis a la luz de la información común y de la indagación de
muchos otros. La oralidad reivindica la verdad, la honradez de
corregirse uno mismo, la democracia, como si fuera una herencia común
(«la búsqueda común» de F. R. Leavis). El texto escrito, el libro,
convertirá todo esto en un mundo caduco.
El segundo punto que destaca en el mito de Fedro no
es menos revelador. El recurso a la escritura lamina el poder de la
memoria. Todo lo que se escribe, se almacena -como en el «banco de
datos» de nuestro ordenador- y ya no hay que confiarlo a la facultad de
recordar. Una cultura oral es aquella en la que los recuerdos se
actualizan a diario; un texto o una cultura libresca autoriza (de nuevo
este término tan delicado) todas las formas del olvido. La distinción
apunta al corazón mismo de la identidad humana y de la civilitas. A llí
donde la memoria es dinámica y sirve de instrumento de la transmisión
psicológica y común, la herencia se transforma en presente. La
transmisión de mitologías fundadoras, de textos sagrados a través de los
milenios, la posibilidad para un bardo o un cantor de narrar largos
relatos épicos sin necesidad de soporte escrito, atestiguan las
potencias de la memoria tanto en el ejecutante como en la audiencia.
Aprender «de memoria» supone entrar en posesión de algo y ser poseído
por el contenido del saber en cuestión. Y esto significa que hemos
autorizado al mito, a la plegaria, al poema a introducirse y dar fruto
dentro de nosotros, para enriquecer y modificar nuestro paisaje
interior, como nuestras incursiones en la vida modifican y enriquecen a
su vez nuestra existencia. Para la filosofía y la estética de la
Antigüedad, la memoria fue siempre la madre de las musas.
Al irrumpir la escritura, los libros facilitaron
las cosas, y el gran arte mnemónico cayó en el olvido. La educación
moderna cada vez se parece más a una amnesia institucionalizada.
Descarga el espíritu del niño de todos los pesos de la referencia viva.
Sustituye el saber de memoria, que es un saber de las entrañas, por un
caleidoscopio transitorio de saberes siempre efímeros. Encoge el tiempo
hasta el instante e instila, casi como en los sueños, un magma de
homogeneidad y de pereza. Puede decirse que nunca amamos de verdad lo
que no aprendemos o conocemos de memoria, con los límites de nuestras
facultades siempre aproximativas.
Las palabras de Robert Graves confirman que
«amar con las entrañas» es muy superior a cualquier forma de «amor al
arte». Saber con las entrañas es entablar una relación íntima y activa
con el fundamento mismo de nuestra esencia. Los libros imprimen el sello
de la corrección.
Hasta qué punto, en sentido estricto, material,
fue iletrado Jesús de Nazaret constituye un enigma espinoso y
perfectamente insoluble. Al par que Sócrates, ni escribió ni publicó
nada. La única alusión de los Evangelios al acto de escribir se debe a
Juan, cuando, de un modo perfectamente enigmático, cuenta en el episodio
de la adúltera que Jesús dibujó unas palabras en la arena. ¿En qué
lengua? ¿Con qué significado? Jamás lo sabremos, porque Jesús las borró
enseguida. La sabiduría divina encarnada en Jesús el hombre pone en
jaque los conocimientos formales y textuales de los clérigos y los
eruditos del Templo. Enseña en parábolas, cuya concisión extrema y cuyo
carácter lapidario están dirigidos eminentemente a la memoria. Una
trágica ironía querrá que su relación más estrecha con un texto escrito
se dé en la cruz y en la forma de una inscripción vejatoria clavada
sobre su cabeza. Para todo lo demás, el maestro y mago llegado de
Galilea es un hombre que pertenece al mundo oral, una encarnación del
Verbo (el logos ), cuya doctrina principal y cuyos ejemplos
pertenecen al orden de lo existencial, de una vida y una pasión no
escritas en textos, sino realizadas en actos. Y no dirigidas a lectores,
sino a imitadores, a testigos (los mártires ); ellos mismos
analfabetos en su mayoría. El judaísmo de la Torá y del Talmud, el Islam
del Corán son dos brotes de la misma raíz «libresca». La ejemplaridad
del mensaje cristiano, contenido en la persona del nazareno, viene de la oralidad y se proclama a través de ella.
Ya desde el origen encontramos esa disociación,
esas polaridades, entre el judaísmo y el cristianismo y en el propio
seno del último. Se hallan implícitas en la dialéctica «de la letra y
del epíritu», central para todos nuestros propósitos.
No sabemos casi nada de las razones comunales
que motivaron la transcripción de los relatos de Jesús a los Evangelios.
¿Procede esta transcripción del tropismo profundamente hebreo hacia el
texto y el aura sagrada, con valor de ley, que lo rodeaba? ¿Del impulso
irresistible a añadir algo o a poner punto final a los cánones en vigor
de los textos sagrados del judaísmo, en la forma difusa, local e
infinitamente abierta que los caracterizaba entonces? Lo ignoramos, y
creo que no apreciamos en su justa medida la increíble originalidad, el
carácter insólito que debió de tener el proyecto evangélico (los
Evangelios no se parecen en nada ni a las vidas contemporáneas o
antiguas de los sabios, ni a las biografías de Plutarco o de Diógenes
Laercio). En realidad, el genio de los Evangelios sinópticos procede de
la tensión extrema entre una oralidad sustancial y una escritura
performativa. Lo fundamental en su carga provocadora está en la
transmisión casi taquigráfica de las palabras habladas, a través de una
escritura narrativa, dictada con urgencia, a la luz, imaginamos, de las
expectativas escatológicas del apocalipsis cercano, y con el temor, sin
duda inconsciente, de que faltara tiempo para el refinamiento y la
cultura de la memoria oral.
LA EDAD DE ORO DEL LIBRO
El helenismo franqueará el paso a la
«visualización gráfica» en el interior de un libro, en el contexto del
neoplatonismo del Cuarto Evangelio, con sus raptos de una extrema
sofisticación estilística (como en la oda o himno introductorio), y
esencialmente de la mano de pupilos de san Pablo. Es muy probable que
Pablo de Tarso no fuera sólo el más hábil de losvirtuosos de las
relaciones públicas que jamás se haya conocido, sino también uno de los
mayores escritores de la tradición occidental. Entre toda la literatura,
sus Epístolas continúan siendo una obra maestra de la retórica, de la
alegoría empleada con fines estratégicos, de la paradoja y de la
inquietud mordaz. El simple hecho de que cite a Eurípides habla de un
hombre de cultura libresca, casi antitético del nazareno, al que
transmutó en el Cristo. Pocas figuras históricas -se vienen a las
mientes Marx o Lenin- pueden rivalizar con la maestría de la propaganda
paulina o con su sentido a la vez instrumental, didáctico y etimológico
de la propagación pedagógica. Ni tampoco igualar su intuición de que los
textos escritos pueden transformar la condición humana. Como Horacio y
Ovidio, contemporáneos suyos en sentido amplio, Pablo tuvo la certeza de
que sus palabras, transcritas, publicadas y vueltas a publicar,
durarían más que el bronce y continuarían resonando en los oídos y la
conciencia de los hombres durante mucho tiempo, cuando ya todos los
mármoles se hubieran reducido a polvo. Sobre ese credo, con acentos
hebraico-helenísticos, florecerán las majestuosas imágenes, metáforas en
acto, del libro del Apocalipsis con sus siete sellos y del Libro de la vida, evocados
por Juan de Patmos y a lo ancho de toda la escatología cristiana.
Estamos de nuevo en las antípodas de la oralidad de Jesús y del contexto
prealfabético en el que evolucionaron sus primeros discípulos.
La cristología paulina se desarrollará en el
sentido del catolicismo romano, con su majestuosa arquitectura de
exégesis y doctrina escrita. Incluirá el vasto corpus de los escritos
patrísticos, las obras de los padres y los doctores de la Iglesia, el
genio literario de San Agustín y la justamente afamada Suma de Tomás de Aquino. Pero la tensión inicial entre la «letra» y el «espíritu», por ejemplo, entre los scriptoria monacales,
a los que debemos en gran parte que los textos clásicos hayan llegado
hasta nosotros, y la preferencia que se ha dado a la oralidad y
desdichadamente también al analfabetismo, ha sido constante.
Entre las raras excepciones, encontramos a los
padres del desierto, los ascetas de la Iglesia primitiva que aborrecían
los libros y a todo el que estudiaba en ellos. La circularidad infinita
de la plegaria que cava su surco, la humillación de la carne, la
disciplina de la meditación dejaban poco espacio al lujo de la lectura y
en todo caso lo convertían en un hecho eminentemente subversivo. ¿Dónde
habría podido instalar una biblioteca el estilita o el indigente
habitante de una gruta de Jordania o de la Capadocia? Esta corriente
oral vinculada a la penitencia o a la profecía no dejará de aflorar, a
veces enmascarada, durante toda la historia de la práctica y la
apologética del cristianismo. Volvemos a encontrarla en la actitud
iconoclasta de Savonarola y, de un modo más violento, en las renuncias
pascalianas y en su profunda desconfianza de Montaigne, encarnación
misma de la cultura libresca.
La tendencia persiste gracias a la actitud
profundamente ambigua de Roma hacia la lectura de las Sagradas
Escrituras fuera del círculo de una elite establecida. No sólo se
desalentó durante siglos y siglos la lectura de la Biblia, sino que
muchas veces se tuvo por herética. El acceso al Antiguo y al Nuevo
Testamento, con sus incontables opacidades, sus contradicciones
intrínsecas y sus misterios recalcitrantes sólo estaba autorizado para
los competentes en hermenéutica y teología ortodoxa. Si algo distingue
profundamente a la sensibilidad católica de la protestante es su actitud
respecto a la lectura de las Sagradas Escrituras: absolutamente
primordial en el caso del protestantismo (a pesar de las inquietudes que
Lutero expresó en alguna ocasión), fue siempre ajena a la concepción
típica del catolicismo. La imprenta estableció con la Reforma una
alianza de las que refuerzan a las dos partes. Por el contrario, el
invento de Gutenberg llenó de aprensión a la Iglesia Católica. La
censura de libros (volveré sobre este punto), su destrucción física,
atraviesa como una línea roja la historia del catolicismo romano. Aunque
hayan perdido su anterior virulencia, el imprimatur y el index de
las obras prohibidas formarán parte de su historia para siempre. No
hace tanto que los diálogos filosóficos de Galileo se retiraron del
catálogo de libros infames. El Tractatus de Spinoza, si no me engaño, continúa en la lista.
La creación de las grandes biblioteca reales y
académicas, tales como los fondos de Carlos V del Louvre, con un millón
de manuscritos, la donación del duque Humphrey a la Biblioteca Bodleiana
de Oxford o la biblioteca universitaria de Bolonia, se remonta a la
alta Edad Media. En la Italia del siglo XV abundaban las colecciones
ducales y los gabinetes de libros de eclesiásticos y eruditos
humanistas. El apogeo del libro y de la lectura clásica se debió al
desarrollo de la clase media, una burguesía privilegiada y educada, en
toda la Europa occidental.
El acto de la lectura, lo mismo que los espacios
anexos de la venta, la publicación o la síntesis y resumen de libros
necesitan la concurrencia de varias circunstancias. Nos podemos hacer
una idea en lugares tan emblemáticos como la torrebiblioteca de
Montaigne, la biblioteca de Montesquieu en La Brède o por lo que sabemos
de la biblioteca de Walpole en Strawberry Hill o de la de Thomas
Jefferson en Monticello. Los lectores de hoy poseen en propiedad la
materia de sus lecturas; los libros ya no se encuentran en espacios
públicos y oficiales. Una propiedad semejante necesita a su vez de un
espacio especializado, el de la estancia cubierta de estanterías llenas
de libros, con diccionarios de griego y latín y obras de referencia que
hagan posible una lectura auténtica (como observa Adorno, la música de
cámara dependió de la existencia de las correspondientes salas, casi
todas en casas particulares). Otro de los requisitos es el silencio.
A medida que la cultura urbana e industrial va
dominando el mundo, el malestar sonoro aumenta de un modo exponencial,
que en la actualidad roza la locura. Para los privilegiados de la edad
clásica de la lectura, el silencio era aún una mercancía accesible cuyo
precio no ha hecho más que aumentar. Montaigne procuraba que hasta los
miembros de su familia se mantuvieran alejados de su bibliotecarefugio.
Las grandes bibliotecas privadas dependían de los criados que mantenían
el orden y lustraban la encuadernación de cuero. Y, por encima de todo,
se disponía de tiempo para leer. Tenemos la sorprendente imagen que
captó Lamb de los «cormoranes de biblioteca», tales como sir Thomas
Browne o Montaigne o Gibbon, que consumían los días y las noches en su
Leviatán. ¿Habrá algún libro que Coleridge o Humboldt no hayan leído,
anotado, abarrotado de comentarios, hasta componer, generalmente sobre
el primero, un segundo libro en los márgenes, en las hojas sueltas, en
la proliferación de notas a pie de página? ¿De dónde sacaba Macauly el
tiempo para dormir?
El estallido de la barbarie sanguinaria del
siglo XX europeo y ruso impidió o socavó la existencia de todas estas
condiciones vitales. La acumulación propiamente dicha en bibliotecas
privadas ha pasado a ser pasión de un pequeño número de personas, los mecenas .
Los espacios vitales se achican (hoy en día la vitrina de los discos,
la columna de los CD o de las cintas han reemplazado a las estanterías
de libros, especialmente en las casas de los jóvenes). El silencio se ha
convertido en un lujo. Sólo las grandes fortunas tienen la posibilidad
de escapar a la invasión del gigantesco caos tecnológico. El concepto de
servicio doméstico, la imagen del criado o del empleado de hogar
desempolvando amorosamente desde lo alto de una escalera de mano los
últimos volúmenes de la biblioteca, suena a una sospechosa nostalgia. El
tiempo se ha acelerado de un modo formidable, como Hegel y Kierkegaard
advirtieron, entre los primeros. Los auténticos momentos de ocio, de los
que depende toda lectura seria, silenciosa y responsable, se han
convertido en patrimonio casi exclusivo de universitarios e
investigadores. Matamos el tiempo, en lugar de sentirnos como en casa
dentro de sus límites.
LAS DOS CORRIENTES CONTESTATARIAS
Sin embargo, incluso durante la Edad de Oro del
libro, digamos en términos generales entre la época en la que Erasmo
podía gritar de alegría y de agradecimiento si se encontraba en el suelo
mojado de la calle un fragmento de texto impreso, y la catástrofe de
las dos guerras mundiales, hubo dos actos de resistencia, dos
contestaciones significativas al libro. No todos los moralistas y los
críticos, ni siquiera los escritores tienden a considerar que los libros
son «la vida misma, la sangre de los grandes espíritus», según la
famosa expresión de Milton. Merecerá la pena detenerse en dos corrientes
de oposición, en parte subterráneas.
Llamaré a la primera «pastoralismo radical». La vemos en el Emilio, la utopía pedagógica de Rousseau, y en el diktat de
Goethe, según el cual el árbol del pensamiento y del estudio es siempre
gris, mientras que el de la vida en acto, el de la vida-fuerza, el del
impulso vital es siempre verde. Un pastoralismo radical anima el
pensamiento de Wordsworth, hasta el punto de llevarlo a afirmar que el
«brote primaveral de un árbol» vale más que toda la erudición libresca.
Por elocuentes e instructivos que sean, el saber que ofrecen los libros y
la lectura es secundario. Los libros son parásitos de la conciencia
inmediata. Todo el Romanticismo está atravesado de este culto a la
experiencia personal, que coincide con el vitalismo de Emerson. Una
experiencia así jamás puede delegar en un imaginario pasivo, en un
concepto vago. Permitir que los libros influyan en nuestra vida, o en
una parte importante de ella, es, para nosotros, renunciar tanto al
riesgo como al éxtasis que proporciona la relación primaria, primera,
con las cosas. A fin de cuentas, la esencia de la literatura es el
artificio. El pastoralismo radical reivindica una política de
autenticidad y prefiere la desnudez del yo. Los partidarios de esta
visión apasionada, diferentes aunque emparentados, se forjaron en la
fragua de William Blake, con su sentimiento de que la erudición suele
ser satánica, de Thoreau y de D. H. Lawrence. «Fui a una imprenta en los
infiernos -escribe Blake- y vi de qué forma se transmitía el saber de
generación en generación.» La sexta cámara de los infiernos está ocupada
por criaturas espectrales, sin nombre, que «toman la forma de los
libros dispuestos en las bibliotecas».
La segunda corriente contestataria del libro
presenta ciertas afinidades con el pastoralismo radical, pero lanza un
guiño hacia atrás en el tiempo, al ascetismo iconoclasta de los padres
del desierto. La cuestión que plantea es como sigue: ¿en qué pueden
beneficiar los libros a una humanidad afligida? ¿A qué hambrientos han
dado de comer? La pregunta fue formulada por ciertos nihilistas y
anarquistas revolucionarios a finales del siglo XIX , sobre todo en la
Rusia zarista. En comparación con las necesidades humanas y la miseria
extrema, la anotación de un manuscrito raro o de una edición princeps (anotaciones
que hoy en día producen auténtica locura) es, para un nihilista, una
absoluta obscenidad. Pisarev lo expresó con violencia: «Para el hombre
del pueblo, un par de botas valen mil veces más que la colección de las
obras completas de Shakespeare o de Pushkin». El mismo interrogante, en
su versión pietista, atormentará al viejo Tolstói. Radicalizando la
paradoja roussoniana, Tolstói juzgará que la gran cultura, y en
particular la gran literatura, ejercen un influjo deletéreo y perjudican
la espontaneidad y los principios morales de los hombres y las mujeres;
fomentan el elitismo y la obediencia a la autoridad civil y favorecen
el vicio de la frivolidad y un sistema educativo basado en la mentira.
Un espíritu decente sólo necesita -truena un Tolstói que ha repudiado
sus propias obras de ficción- la versión simplificada de los Evangelios,
un breviario que le proporcione lo esencial de la imitatio Christi. Tolstói conoce y celebra la ausencia de escritura en las enseñanzas de Jesús.
Será en Rusia, una vez más, donde después de que
los poetas futuristas y leninistas hayan pregonado la destrucción por
el fuego de las bibliotecas, la línea oficial, para ponerse a salvo de
cualquier eventualidad, se entregará al conservadurismo fanático. La
acumulación sin fin de libros, cuyas grandes bibliotecas son como
santuarios, supone una recuperación de las cargas de un pasado que ya
está muerto, pero que aún intoxica con su veneno. El ayer traba con sus
grilletes la imaginación y la inteligencia del hoy. Al atravesar esos
pasadizos laberínticos, esos depósitos de millares de libros, el alma se
reseca y se reduce a algo desesperadamente insignificante. ¿Qué se
puede añadir todavía? ¿Cómo rivalizará un escritor con esas estatuas
marmóreas de los grandes clásicos canonizados? Todo aquello que vale la
pena imaginar, pensar y decir, ¿no ha sido ya imaginado, pensado, dicho?
¿Quién puede volver a escribir en una página en blanco la palabra
«tragedia» -se preguntaba un Keats angustiado- teniendo a la espalda un Hamlet o un Rey Lear ?
Si la tarea fundamental consiste en revolucionar
la expresión y en llevar a cabo una renovación profunda, una renovación
de la conciencia humana; si el pensador, el escritor tiene la finalidad
de «hacerlo todo de nuevo» (según el famoso imperativo de Ezra Pound),
habrá que sacudirse la carga magistral, abrumadora, del pasado. Que la
enorme extensión de todas las tesis se destruya y se disuelva en el humo
del incendio liberador el Instituto de Arquitectura (Voznesenski). Que
se reduzcan a cenizas las enciclopedias y otras opera omnia en
lenguas muertas. Sólo entonces el pensamiento revolucionario, el poeta,
futurista o expresionista, podrán hacerse entender. Sólo entonces
aspirará el poeta a crear nuevos lenguajes, como los vocablos-estrella
de Khlebnikov o el porvenir boreal de los de Paul Celan. Se trata de un
proyecto báquico; desesperado, quizá, que, sin embargo, se inscribe en
un deseo auroral.
Los contestatarios del libro y sus enemigos han
estado siempre entre nosotros. Los hombres y las mujeres del libro, si
se me permite retomar, alargándola, esta categorización victoriana
refinada, pocas veces se detienen a considerar la fragilidad de su
pasión.
En la Alemania de 1821, Heine, instado a
pronunciarse sobre un periodo de soflamas nacionalistas en el que se
habían quemado libros, declaraba: «Allí donde hoy se queman libros,
mañana se quemarán personas». Durante toda la historia, se han arrojado
libros a las hogueras. Muchos se consumieron irremediablemente. Aún no
hace mucho que perecieron unos dieciséis mil incunables y manuscritos
iluminados, sin reproducir, en el incendio devastador de la biblioteca
de Sarajevo. Los fundamentalistas de toda laya queman libros por
instinto. Los conquistadores musulmanes de Alejandría, al condenar a las
llamas la legendaria biblioteca, habían dicho: «Si contenía el Corán,
ya disponemos nosotros de copias; si no lo contenía, no valía la pena
conservarla.» No ha sobrevivido ni una sola copia de la Biblia de los
albigenses; ni un solo ejemplar del gran tratado antitrinitario de
Miguel Servet, condenado a la hoguera pública por Calvino. Los
manuscritos, incluso los mecanografiados de los grandes maestros
modernos, son aún más vulnerables. Acorralado por el terror estalinista,
Bajtin arrancará las páginas de su obra sobre la estética para paliar
la cruel falta de papel de fumar. Espantada por la transgresión de los
tabúes sexuales, la novia de Büchner arrojará a la estufa el manuscrito
de su Aretino (probablemente la obra maestra de quien, antes de cumplir los treinta, había creado ya Woyzeck yLa muerte de Danton ).
NUEVAS AMENAZAS
Pero existen ejecuciones más lentas y menos
resplandecientes. La censura es tan antigua y tan universal como la
propia escritura. Ya hemos comentado su presencia durante toda la
historia del catolicismo romano. Ha participado en todas las tiranías,
desde la Roma augusta hasta los regímenes totalitarios de nuestra época.
Sencillamente, sería imposible contar el impresionante número de textos
mutilados, expurgados, falsificados o reducidos al silencio absoluto.
Ni siquiera las llamadas democracias tienen las manos limpias. En los
Estados Unidos, la literatura clásica y contemporánea ha sido expurgada o
retirada de las bibliotecas públicas y universitarias con el pretexto
pueril y humillante de la «corrección política ». En Suráfrica se
producen continuos intentos de retirar del circuito ciertas novelas
importantes de Nadine Gordimer, por temor a que el electorado negro
apele a su humanidad lúcida. En la mayor parte del mundo contemporáneo,
en China, India o Pakistán, en todos aquellos lugares en que aún domina
la herencia del fascismo o del estalinismo, en los Estados más o menos
policiales y en las teocracias de corte islámico y, de vez en cuando, en
América del Sur, los escritores van a la cárcel o son víctimas de las fatwas .
Dos elementos de reflexión vienen a complicar
este sombrío análisis. La relación entre la censura y la creatividad
puede revelarse en principio extrañamente productiva. El milagro
literario del periodo isabelino, el de la Francia de Luis XIV , la
gloria histórica de la poesía y la ficción rusas, desde Pushkin hasta
Pasternak y Brodsky, parece que se adaptaron, en una dialéctica
compleja, a las presiones y a la amenaza de la censura.
Lo que hace subversiva a la gran literatura, la
que dice «no» a la barbarie, a la estupidez o a esta ética capitalista
degradada del consumo de masas, todo aquello que devalúa nuestro trabajo
y nuestra vida, siempre ha echado vástagos en el mantillo de la censura
y la opresión. «Prensadnos -decía Joyce a la censura católica-; somos
aceitunas.» O como comentaba por lo bajo Borges: «La censura es madre de
la metáfora». Cuando el aparato represivo se la cede a los valores
canalizados por los medios de masas y la machaconería publicitaria, como
ocurre hoy en la Europa occidental, asistimos al triunfo de la
mediocridad.
La segunda cuestión resulta aún más
problemática. Precisamente esa literatura, esa filosofía y ese espíritu
crítico en el sentido amplio del término, que pueden encantar el alma
humana, transformar nuestro comportamiento interior y exterior y
movernos a actuar, pueden también depravarnos, empobrecernos la
conciencia y corromper las imágenes de los deseos que llevamos dentro.
La proposición y la difusión de ideologías racistas, de erotismo sádico o
de pedofilia serían imposibles sin incitar a conductas imitativas. La
evidencia esta ahí, pero resulta difícil cuantificarla. Nuestros
quioscos de periódicos, nuestros centros comerciales que ofecen de todo,
desde el soft al hard, la aparición en Internet y en las páginas web de
una pornografía sádica casi inimaginable, plantean desafíos
fundamentales a la cuestión de la libertad de expresión y de
publicación. El arrogante ideal miltoniano que predecía la victoria
segura de lo verdadero sobre lo falso en cualquier combate abierto y sin
censura procede de un mundo muy distinto al nuestro. El protocolo de los sabios de Sion se
vende con toda libertad en Japón. Desde Varsovia a Buenos Aires se hace
publicidad de los libelos que niegan la existencia de los campos de la
muerte de los nazis, documentos que uno puede procurarse con facilidad.
¿No habría una razón para la censura? Carezco de respuesta, pero la
suave permisividad con la que se trata todo esto me parece despreciable.
La revolución electrónica, el advenimiento a
escala planetaria del tratamiento de texto, del cálculo electrónico y de
la interfaz constituye una mutación mayor que la invención de la
imprenta móvil en la época de Gutenberg. Lo que llamamos realidad
virtual podría incluso alterar el funcionamiento habitual de la
conciencia. Los bancos de datos, con una capacidad de almacenaje ya casi
infinita, reemplazarán los laberintos incontrolables de nuestras
bibliotecas por un puñado de chips. ¿Cuál será el efecto para la
lectura, para la función del libro tal como los hemos conocido y amado?
La cuestión es objeto de acalorados debates.
Hasta ahora algunas experiencias muy
significativas han demostrado ser poco concluyentes. La interfaz de
cambio entre los novelistas y sus lectores según un modo de colaboración
abierto y aleatorio (experimentado por ejemplo por John Updike) sólo ha
originado un interés efímero. Las máquinas traductoras son bestias
primitivas, perfectamente incapaces de orientarse en la pluralidad
semántica de los significados y el contexto informativo, transcendental
para el lenguaje natural, no digamos para la lengua literaria. El
traslado de manuscritos e impresos a la pantalla ha resultado
espectacular desde el punto de vista del volumen y la accesibilidad
(pronto afectará a cerca de sesenta millones de volúmenes sólo en la
Biblioteca del Congreso de Washington). Ha transformado de un modo
radical las técnicas de enseñanza, las formas del intercambio científico
y tecnológico, las técnicas de la ilustración. La Biblioteca del
Congreso ha decidido que de ahora en adelante sólo las Bellas letras, los
textos que aspiran a la categoría de literatura, se publicarán en forma
de libro impreso, lo que ahondará el abismo que separa la que De
Quincey llamó «literatura del saber» de la «literatura del poder».
Algunos editores, Penguin por ejemplo, editan ya libros en formato de
bolsillo cuyo aparato de notas críticas sólo está disponible en la web .
Por otro lado, no hay ninguna seguridad de que
disminuya el número de libros impresos en los formatos tradicionales.
Incluso parece que ocurre lo contrario. En realidad, existe un increíble
número de títulos nuevos -121.000 en el Reino Unido el año pasado-, que
quizá representen la mayor amenaza para el libro y para la
supervivencia de las librerías de calidad con espacio suficiente para
almacenar las obras y capacidad para responder a los intereses y las
necesidades de todos, incluida la minoría. En Londres, una primera
novela que no recibe inmediatamente el viento favorable de los medios o
no es aclamada por la crítica vuelve al editor o se liquida en quince
días. Sencillamente, no queda sitio para la maduración, para el gusto de
la exploración, a la que deben su supervivencia tantas obras grandes.
El uso de la pantalla no hace obsoleta la
lectura tradicional de un modo evidente. Se necesitará tiempo para que
se noten los efectos. Ya han aparecido estudios que dan cuenta de que
los niños alimentados por la televisión y por Internet podrían
manifestar trastornos de la voluntad o carecer de los requisitos
imprescindibles para aprender a leer en el sentido antiguo del término.
Al igual que el arte de la memoria, el ejercicio de la concentración y
la atrofia del silencio (se estima que un 80 por ciento de los
adolescentes de Estados Unidos son incapaces de leer sin acompañamiento
musical de fondo), el espacio de la lectura está llamado a disminuir en
la civilización europea. Es posible (y esta idea no me produce ninguna
consternación) que el tipo de lectura que he tratado de definir y que he
llamado «clásica» se reduzca a una especie de pasión privada que se
enseñará en unas «casas de lectura », a la que nos entregaremos como
Aquiba y sus discípulos tras la destrucción del Templo o como en las
escuelas monacales y los refectorios de los conventos de la Edad Media.
Una forma de lectura que culmina precisamente en ese ejercicio de gracia
y esa música del espíritu que es el saber de memoria. Aún es demasiado
pronto para decirlo. Vivimos el periodo de transición más rápido y más
difícil de «descifrar» de todos los conocidos hasta el presente.
EL ESCÁNDALO DEL LIBRO
La bestialidad del nazismo, tal como fue
planificado, organizado y llevado a cabo en la Europa del siglo XX , se
desarrolló en el corazón de una cultura profundamente erudita. Ningún
país había adorado la cultura como Alemania, ni había sostenido con
tanta autoridad la vía del espíritu, la producción de libros, su estudio
y el estudio de las humanidades académicas. Pero en ningún momento esas
fuerzas de la erudición y la sensibilidad fueron capaces de impedir el
triunfo de la barbarie. La enseñanza de calidad en filología, historia
antigua y medieval, historia del arte y musicología continuó bajo el
Reich. Como lo ha expresado Gadamer con una fórmula particularmente
repugnante, en el régimen nazi bastaba con comportarse manierlich («de
una manera decente, respetando las convenciones sociales») para tener
la posibilidad de sacar adelante una brillante carrera universitaria en
el estudio y la enseñanza de los clásicos. La única indiscreción que uno
debía guardarse de cometer era ser judío. Uno de los filósofos más
originales y decisivos del pensamiento occidental produjo textos
fundamentales durante la guerra. Lo esencial de la historia de aquel
feliz matrimonio de la inhumanidad más sistemática con una forma de
simpatía o de indiferencia, creadora de una cultura elevada, está aún
por elucidar. El asunto supera con mucho el contexto de la Alemania
nazi. El París ocupado conoció una producción de libros y de obras de
teatro que se cuenta entre la más importante de la literatura francesa
moderna.
Pero el escándalo no está sólo en la
coexistencia. Los genios literarios y filosóficos han coqueteado con la
parte sombría del hombre, le han prestado oídos y le han dado su apoyo.
No podemos separar el esplendor de las obras de Pound, Claudel o Céline
de sus espantosas inclinaciones políticas. Aunque fuera compleja y
«privada», la relación de Heidegger con el nazismo, y su silencio astuto
a partir de 1945, lo han puesto en entredicho. Igual que el apoyo
activo de Sartre al comunismo soviético mucho después de que se
conociera el salvajismo que se practicaba en los campos contra los
escritores o contra los intelectuales en la China de Mao o en la Cuba de
Castro. «Nunca me apearé de la idea de que todo anticomunista es un
perro.» Así hablaba uno de los maestros del espíritu de nuestro tiempo.
El intelectual, el mandarín universitario, la rata de biblioteca, no
suele formarse en la valentía. Con notables excepciones, el viento de
locura del maccarthysmo -bastante menos peligroso que algunos
totalitarismos fascistas o estalinistas - fue acogido con acomodo y
complacencia. De nuevo ahora, con las honrosas excepciones de siempre,
el chantaje de la «corrección política» despierta poca resistencia, ni
siquiera excita la dignitas entre los universitarios. Muchos se suman a la mayoría y hacen lo que ven. Se dejan devorar por la circunstancia.
Pero todos estos son fenómenos superficiales,
modelos de comportamiento. El núcleo del problema es quizá mucho más
profundo. Pronto hará casi medio siglo que enseño y escribo; casi medio
siglo de mi vida consagrado a una continua lectura y relectura (aún no
tenía seis años cuando mi padre me inició en la música de Homero y de la
oración fúnebre de Juan de Gante en Ricardo II, o en los
poemas líricos de Heine), y me atormenta -no tengo otra palabra- una
hipótesis de orden psicológico. Quiero subrayar que se trata sólo de una
hipótesis quizá, Dios lo quiera, errónea.
El dominio del imaginario, de las «ficciones
supremas» como las llamaba Wallace Stevens, sobre la conciencia humana
es mesmeriano. El imaginario, la abstracción conceptual, es capaz de
invadir el asiento de nuestra sensibilidad. Nadie conoce íntegramente la
génesis del personaje de ficción extraído del espíritu del autor y del
roce de su pluma en el papel. Sin embargo, ese personaje adquiere una
fuerza vital, un poder sobre el tiempo y el olvido que supera con mucho
el papel de un individuo, sea quien sea. ¿Quién de nosotros posee
siquiera una fracción de la vitalidad, de la «presencia real» que emana
de la Odisea homérica, de Hamlet, de Falstaff, de Tom Sawyer?
En su agonía, Balzac reclamaba la ayuda de los médicos que él mismo
había inventado en La comedia humana . Para Shelley, un hombre
verdaderamente enamorado de la Antígona de Sófocles nunca podría vivir
una experiencia parecida con una mujer real. Flaubert se ve reventar
como un perro, mientras que «esa puta» de Emma Bovary va a vivir
eternamente.
Después de pasar horas, días y semanas leyendo,
aprendiendo de memoria y explicándonos y explicando a otros una de las
trascendentales odas de Horacio, un canto del Infierno, los actos II y IV del Rey Lear o
las páginas de la muerte de Bergotte en la novela de Proust, regresamos
a nuestros pequeños asuntos domésticos e insignificantes. Pero
continuamos atrapados. El grito de la calle resuena lejos de nuestros
oídos, como si nunca lo hubiéramos percibido. Nos habla de una realidad
perturbadora, contingente, vulgar y transitoria, imposible de comparar
con la que llevamos en la conciencia. ¿Qué vale ese grito de la calle en
comparación con el de Lear a Cordelia o con el del Acab atado a su
demonio blanco? Miles, cientos de miles de personas mueren todos los
días en las pantallas de televisión de un mundo aséptico en su absoluta
monotonía. La destrucción de unas estatuas lejanas por unos afganos
fanáticos o la mutilación de una obra maestra en un museo nos hieren en
el alma. El erudito, el verdadero lector, el artífice del libro está
saturado por la intensidad terrible de la ficción. Su formación lo
predispone a identificarse profundamente sólo con las realidades
textuales, con la ficción. Esa educación, esa atención llevada a sus
antenas y a sus órganos de empatía -cuyo alcance nunca es infinito-
puede dañar su relación con lo que Freud llamaba el «principio de
realidad».
Podría darse entonces la paradoja de que el
cultivo y la práctica de las humanidades, la frecuentación del libro en
dosis muy elevadas y el estudio fueran factores de deshumanización.
Quizá dificultan nuestra respuesta activa a una realidad política o
social grave, nuestro compromiso total con las realidades
circunstanciales.
Un viento ligero y frío de inhumanidad sopla en
la torre de libros de Montaigne, en las reglas de Yeats, según las
cuales el hombre debe elegir entre la perfección de la vida y la de la
obra, en la certeza de Wagner de no deber nada a quienes lo ayudaron en
vida porque su sola presencia en las notas a la biografía del maestro
los haría inmortales.
En mi calidad de profesor, para el que la
literatura, la filosofía, la música y las artes son la materia misma de
la vida, ¿cómo puedo traducir para mí esa necesidad en una lucidez
moral, consciente de las carencias humanas, de la injusticia que hace
posible a este punto una cultura tan elevada? Las torres que nos aislan
son más sólidas que el marfil. No conozco una respuesta satisfactoria a
esa pregunta.
Sin embargo, convendría encontrarla si queremos
merecer el privilegio de nuestras pasiones y sostener de nuevo en las
manos el milagro de un nuevo libro - Cui dono lepidum novum libellum?, preguntaba Catulo-; y si al fin deseamos tomar parte, aunque sea modestamente, en la altivez nostálgica que impregna su ruego: Quod, o patrona virgo/plus uno maneat perenne saeclo («¡Oh, Musa, permítenos vivir aún un siglo o dos!»).