por Antonio Cabrera Litoral nº 247, 1º Semestre 2009
Por efecto del desarrollo técnico y urbano del último siglo, para la mayoría actual de la humanidad la palabra noche
ha sufrido un cambio que afecta a su semántica de un modo curioso. No
se trata de un cambio radical en su significación, algo imposible por
lógica astronómica, sino más bien de una ampliación tan intensa que ha
causado el olvido de lo que la palabra venía señalando durante milenios y
milenios. Matización de lo nocturno transformada, por obra de la vida
en ciudades, en inmensa excrecencia mental que tapa lo que la fase de
oscuridad diaria había sido para nuestra especie.
La acepción antigua se vincula ahora a la
intemperie, al territorio alejado del resplandor urbano. Por su parte la
acepción moderna indica noche iluminada, el tiempo que hemos alumbrado
con electricidad y del que tenemos una experiencia ubicua y limitante.
Noche significa aún oscuridad y espacio, pero la experimentamos ya como
espacio constreñido y oscuridad conquistada, sometida a la luz. He aquí
una ganancia semántica con pérdida de realidad.
La noche de siempre
1. Para encontrarnos con la de siempre, la
"negra noche" de Hesíodo, la hija del Caos, habremos de avanzar entre
las calles y su luminosidad ambarina, dejar atrás los semáforos, y
kilómetros después abandonar todavía los vestigios de oscuridad
contaminada por el nimbo urbano, siguiendo alguna carretera secundaria,
alguna pista sin asfalto, y evitar la cercanía de los grupos de casas, y
por fin detenernos, silenciar el motor del coche, apagar los faros,
todas las pequeñas luces del salpicadero, y entonces salir o entrar a la
viscosa penumbra que ha sido tan cantada como temida a lo largo de los
siglos.
No nos consideremos centinelas ignorantes.
Podemos colocarnos ante la noche y saber de ella. A poco que adoptemos
una actitud de inspección vamos a obtener resultados, vamos a caer en la
cuenta de que no tratamos con la Gran Negadora, como la califican las
aproximaciones ingenuas y tanta literatura, sino con un aspecto
diferente del mismo mundo, la faceta suya que no regala evidencias.
Repartirlas es lo que el día hace, sin ton ni son. La noche, en cambio,
las retrae. Dentro de ella está cuanto está bajo el sol, menos la luz
del sol, por eso se decanta hacia una avaricia involuntaria y sin
conciencia de secreto. En el interior de la noche sigue todo, la mayoría
de las cosas en mayor quietud, pacientes en su lugar. Tropezaremos con
la piedra, que ahí sigue. Ese bulto de sombra es la ladera que se veía
esta mañana. En la rama del árbol duerme el pájaro que voló por la
tarde.
El mundo no ha cambiado, sólo ha girado un poco sobre su eje
hasta absorber de las cosas su sustancia palmaria. ¿Se justifica nuestra
prevención y nuestro temor ante ella por un motivo así?
2. En la tiniebla (esta palabra quiere combatir
mi razonamiento con su resonancia lúgubre) lo más socorrido es asustarse
y no querer mirar ni atender ni ir hacia adelante. El miedo es una
pereza. Hay que vencerlo y vencerla. Crucemos el aire, caminemos pisando
la hierba entre los arbustos y los árboles nocturnos. Si algo hay
blindado ante la desazón que la noche causa, eso es la serenidad en
movimiento. Desplacemos nuestra calma por el espacio y el espacio se
encalmará. Notaremos pesados los pasos, porque en esas horas la pesantez
triunfa en todo. Las visiones escuetas que nos irán surgiendo enfrente
no nos parecerán información sino compañía, despaciosa o confusa
compañía, al revés que en la circunstancia diurna, cuando lo visto se
somete a la variable velocidad de lo que está definido. Sigamos, por
tanto, sin ninguna prisa.
Habrá un momento, no obstante, en que será
necesario detenerse. De noche lo necesario resulta ser menos concreto,
carece de la rotundidad que impone la luz solar también a los conceptos,
pero sentiremos esa necesidad, como también el deseo de apagar el foco
de la linterna. Quien porta en su mano semejante lanza de luz acaba no
pudiendo evitar apagarla unos instantes. Y entonces una experiencia muy
compleja podrá tener efecto: la que se deriva de estar parado a
propósito en medio de la noche ancestral.
3. Si desplazarnos rodeados de oscuridad ha
servido para subrayar la calma, dejar de avanzar y quedarse bajo la
bóveda oscura tiene ahora algo de desafío, uno que nuestra
invulnerabilidad le plantea a la noche. Y la noche se rinde, siempre.
Ocasión como ninguna para prestarle toda nuestra atención.
A oscuras en el campo, el instinto ordena que
miremos hacia arriba, al cielo estrellado. El firmamento, acaso en la
misma proporción que el mar, demanda contemplación. Ambos son los
objetos más universales para los ojos. Es cierto que aunque el mundo
conjuga los verbos sensoriales en modo imperativo, nunca lo hace con
tanta vehemencia como en la cercanía del mar o bajo las estrellas. Mira, contempla, escruta, vienen diciendo desde el día primero del hombre.
Aquel que permanece sin luz en medio de la
intemperie nocturna se ve impelido a llevar su mirada al cielo recamado,
y allí se encuentra con el infinito, o mejor, con el rostro más
reconocido de todos los suyos, con su representación y su realidad
extrañamente juntas. La infinitud es algo común. La sugieren las muchas
hojas de los árboles, la combinación interminable de las palabras, las
gotas de agua, el polvo en suspensión, los puntos suspensivos... Claudio
Rodríguez llegó incluso a formular, a este respecto, una hermosa
protesta: "hay demasiadas cosas infinitas". Las estrellas constituyen,
según la lógica inmediata con que pensamos de inmediato, los objetos
infinitos más indiscutibles. De su titilante o borrosa contemplación, de
su lucir vívido o mortecino, deducimos sin vacilaciones el número
impensable. En este sentido, el firmamento es, de todo lo visible, lo
más apabullante. El dictamen kantiano -"el día es bello, la noche es
sublime"- queda así verificado.
4. A nuestra percepción se le ofrece no sólo esa
huella gigantesca de lo que es más que gigantesco, no únicamente esa
concreción presencial de la máxima abstracción concebible, sino además,
mientras estamos rodeados de negrura quieta, la posibilidad de captar
sonidos y olores exclusivos.
Ignoro cuál es el mecanismo natural capaz de
producir el mejoramiento nocturno del oído y el olfato. Imagino,
acogiéndome a la razón antigua, que ello es debido a la sutilidad del
aire. Al no entrar la luz masiva en su composición, el aire pierde peso,
se adelgaza y se vuelve aún más transparente, si no para los ojos, sí
para la pituitaria y para el tímpano. Una atmósfera que se ciega para
hacerse mucho más transitiva.
Los sonidos nocturnos son desde luego muy
diversos -por dependientes de la época del año, del lugar geográfico o
del tipo de paisaje-, aunque susceptibles de ser recogidos en el emblema
de este trío: el canto del grillo, el ulular del búho y el ladrido del
perro.
Cuando los grillos rascan su violín chirriante
la noche adquiere una presencia burocrática, al suceder el simple hecho
de que una norma se cumple. El sello por medio del cual se autentifica
un acto cotidiano -la llegada y desarrollo de la noche cálida- queda
impreso con algo de ilegibilidad y difuminación, trámite de la tinta,
comprobación que al fin y al cabo no pide ser bien atendida. El grillo,
con su canto, no acrecenta la noche ni nos la pone dentro. Todo lo
contrario de lo que ocurre con el búho, o mejor, con el cárabo, la rapaz
nocturna responsable del ulular más conocido. Esa u suya consigue
subrayar de verdad, no vibra sólo para disolverse en el afuera casi
opaco. Dice que la noche es doble. Ulula la sombra física cuando el
cárabo ulula. Y también se llena de us la noche del espíritu. Así que
con el cárabo entramos en dos noches. O dos noches nos entran. En
cambio, al escuchar la textura lejana del clásico ladrido no notamos un
aumento de intensidad en la tiniebla, pues el desvelo del perro no
genera negrura ni en la materia nocturna ni en nuestros adentros:
produce, más bien, extensión. Al ladrar, el perro estira las sombras y
de este modo las empuja en todas direcciones, las hace perder grosor
hasta que invocan el día, estando el día muy distante aún. Hay virus de
amanecer en el ladrido. El perro viene a ser un gallo prematuro, un
infiltrado de la mañana en queja permanente.
Por lo demás, la noche abierta huele sobre todo a
tierra y humedad. No exactamente a tierra húmeda, sino a una humedad
general proveniente del suelo y de cuanto desde él sube hasta el nivel
en el que están las copas de los árboles; también en las elevaciones,
por ejemplo en las cimas de los montes, el olor de la noche emana de esa
capa inferior, y si allí el aire fluye perfumado es porque viene
circulando pegado a las vertientes. ¿Habrá que recordar que los aromas
de la oscuridad nocturna no guardan, por supuesto, ninguna relación con
el cielo estrellado, ni siquiera con zonas de atmósfera bastante más
próximas a nuestras cabezas? La cúpula de los astros y las
constelaciones, tan protagonista en el escenario de esta nocturnidad,
se mantiene en su estatismo. Digamos que la noche más tangible tiene
cuerpo reptante, el que nos roza con olores intensos, bien definidos, el
que otorga volumen a la sombra tendida sobre el mundo. Gracias a ese
fondo de disuelta humedad universal nunca huelen más los pinos, ni los
romeros, ni los tomillos; en los marjales nunca los limos alcanzan a
exhalar más acres; jazmines y galanes de noche jamás endulzan o aturden
con mayor potencia; no llega nunca a ser más nauseabunda y tenaz la
vaharada de los vertederos.
5. Firmamento y velada realidad rasante: esa es
la apariencia de la noche oscura que nos viene cubriendo desde siempre.
Noche oscura, pero no del alma. La noche empírica rechaza toda mística,
cualquier elaboración extrema que segreguen la razón o la fe. Ni una ni
otra oscurecen ante ella. Ellas poseen, en todo caso, su propia
oscuridad, que a menudo proyectan. Mentes o corazones fervorosos de
hecho acostumbran a añadir a las sombras visibles dosis considerables de
invisibilidad y enigma.
Se olvida muchas veces que existe la noche
clara. Si afinamos nuestra capacidad de observación incluso podemos ver
lo blanco que aparece en lo negro. Jacques Audiberti habla en un verso
memorable de "la secreta negrura de la leche". Bien puede decirse que en
la noche hay, por su parte, una blancura secreta. Y no tan secreta.
Basta con que nos situemos en ese campo abierto por donde andamos
todavía. Aunque no se presente la luna, la oscuridad -ya lo había
sugerido- jamás encuentra una forma rotunda. Así no expreso sólo una
verdad poética: se trata de algo apreciable, constatable. La luz es
sideral, omnipresente, y rebota en los astros, y todo lo alcanza, y se
atenúa y se tiñe sin dejar de estar.
Al comentar la naturaleza de los dioses, dice
Cicerón que a la luna "se la ha llamado Diana porque por la noche
produce una especie de día". La noche inundada de luminosidad pálida,
únicamente afectada por ella, sin mezcla de claridad artificial, es uno
de los espectáculos más hondos que pueden contemplarse. Sin embargo,
parece poco frecuente disfrutar de él en nuestros días. Ha quedado como
un tema de la imaginería literaria o de la pintura, más que como un
acontecimiento natural susceptible de ser gozado. Y esto es un error,
pues nada más fácil que acudir a ver la luz de luna. Para ello ninguna
época como el mes de mayo, el de la serenidad y la pujanza, cuando
además es tan probable escuchar durante toda la noche el canto de los
ruiseñores, otro suceso, por cierto, demasiado lírico si se lo piensa,
pero por completo subyugante si es realidad efectiva. En el acontecer
real reside una poesía indeformable y dura como el diamante, previa a
cualquier otra, ya sea mental o escrita. Noche diurna y ruiseñores
ocurren juntos muchas veces. Las notas asertivas del pájaro aumentan
entonces la extrañeza del mundo. Derraman en la noche de siempre más
claridad, de una clase que no desea vencer a la tiniebla.
La noche urbana
1. De vuelta a la ciudad de donde nos habíamos
alejado buscando la ya infrecuente experiencia de la noche ancestral,
entramos otra vez en la noche que nos fue diseñando el siglo pasado.
Accedemos por consiguiente a una enorme burbuja de luz eléctrica cuya
membrana continúa siendo oscura, parecida a una mancha de bruma situada
por encima de las azoteas y por detrás de las fachadas encendidas, algo
entre atmosférico e intelectual; la misma mancha que espera al fondo de
las avenidas, y a la que nunca se llega porque está más al fondo aún.
Sigue siendo oscura esa membrana, sin duda, pero a la vez difusa, como
de color negro incoloro, y ejerce de frontera con la noche auténtica de
la que acabamos de regresar. Puede deducirse entonces que, puesto que
permanece al margen de las calles, en realidad vamos a través de una
simulación del día cuando recorremos las grandes vías o incluso las
callejas mal alumbradas.
Las luces de la ciudad, al contrario que el
canto luminoso del ruiseñor y que los resplandores lunares o errantes
por el espacio citados arriba, sí quieren derrotar a la tiniebla. Lo
quieren y lo consiguen en gran medida. El transeúnte avanza y cada paso
suyo es dado en un interior vaciado de sombra. Insisto: en la urbe, la
noche -esto sorprende cuando se percibe- ha sido expulsada del afuera
inmediato, del entorno físico más cercano. No forma parte de lo que
experimentan los sentidos del peatón, nada alertados ni conscientes
durante las travesías callejeras. La oscuridad se ha exiliado del
alrededor. Junto al escaparate o debajo de la farola vivimos en un
artificio sensorial, si no en un fraude.
Apenas ninguna noche externa, por lo tanto. Pero
no concluyamos que así pierde su capacidad de afectarnos. Eso es
imposible, pues su poder no declina, como mucho se modifica, de tal
manera que, transustanciada en noche abstracta, logra introducirse
dentro del que camina hacia casa, dentro del que conduce su automóvil
por la circunvalación, dentro del que viaja en metro o del que cena en
un restaurante. Dentro. Hecha nocturnidad moral, actitud, intención.
Algo que impregna más la mente que los ojos. El ciudadano se traslada a
lo largo del anómalo día de los neones poseído sin dramatismo por una
nocturnidad casi de derecho penal, con sensación de estar parapetado
tras algo indebido y de no hallar obstáculo sino provecho en ello. Le
brota en el paladar del inconsciente un regusto no identificable,
causado por un goteo que es el goteo de la incertidumbre.
2. Muy probablemente el territorio del hogar nos
libera de ese sabor recóndito. Nuestra casa es más nuestra por la noche
porque lo propio experimenta un movimiento de repliegue hacia su centro
en cuanto disminuye la luz. Aquí hay paradojas: de día parecemos ser
menos necesarios para nosotros mismos, nos diluimos justo durante las
horas en que son más perceptibles los contornos y las formas; por
contra, nos dibujamos con mejores resultados de identidad cuando la
claridad se rebaja o desaparece. Nuestra casa es un cofre. Acudimos a
depositarnos en ella para conservar con menor desgaste el ser, como
monedas a las cuales su troquelado protegido las hiciera más valiosas.
A pesar de todo, no creamos que la entrada en
casa se reviste con las características de una separación de la noche.
Si así fuera estaríamos ante una separación fracasada, pues el contacto
con la noche no se pierde por más que nos hallemos en el castillo
particular de cada cual. A lo sumo logramos deshacernos del desasosiego
abstracto al que he hecho referido. Nos movemos por las estancias
íntimas con rara liviandad, en una ingravidez con peso derivada de la
prolongación del cuerpo y del alma que suscitan los muebles, los
objetos, los olores, las costumbres y el espacio organizado y dócil.
Así que estos interiores que habitamos por las
noches son interiores también nocturnos. ¿De qué modo? Piénsese en
primer lugar en un fenómeno de lo más asombroso: mientras íbamos por la
calle, gracias a la iluminación artificial la noche quedaba en lejanía
virtual, ahora en cambio, protegidos ya por nuestras cuatro paredes, la
noche se ha acercado, está ahí mismo, en las ventanas, dejando su
aliento sobre los cristales. Debe de ser ésta la ocasión en que actúa
alguna ley desconocida -algún principio de compensación- de la física
psicológica o de la psicología física. Y en segundo lugar, la noche está
presente -quizá tan sólo sugerida por lo debilitada- en los rincones y
en la cara oculta del mobiliario, las porcelanas y los marcos de las
fotografías, e igualmente en el hueco estrechísimo entre los cuadros y
la pared.
Esta segunda presencia, no obstante, no supera
la simple anécdota. Tiene por añadidura un uso que la aligera de
espesor: es la noche que el hermano mayor esgrime contra el pequeño, la
de la risible tenebrosidad palpitando tras la puerta, la noche contenida
en el pasillo a oscuras entrevisto desde el comedor. La otra, no
acechante sino constatada, la que se asoma a nuestra interioridad para
ejercer el poder de mezclarse con ella o diferenciarse de ella, ésa, ha
cumplido y cumple (y es de suponer que cumplirá en el futuro) una
función profunda, tanto que podría calificarse de civilizadora. Después
de todos los seres humanos de las cuevas, de las chozas y de las
viviendas urbanas le deben muchísimo al límite y al silencio que les
propone. Es un hecho que el humano ha ido esculpiéndose durante el día,
pero se ha venido matizando por la noche, mientras contaba historias,
sacaba conclusiones o se hacía preguntas a resguardo de las sombras
aunque estimulado por su proximidad.
A esa cercanía revertida en conciencia se la ha llamado respiración de la noche,
el aliento de lo oscuro exterior que no puede dejar de percibirse y a
la vez no ocupa la percepción entera, de modo que consiente que la
atención se focalice con éxito en otras cosas. Pulsación de fondo, la
noche es la propiciadora, la testigo, la que acoge lo mismo al asesino
que al orante, igual al desolado que al feliz.
3. Feliz o desolado, en ese escenario nocturno
trabaja arquetípicamente el creador, y en concreto el arquetipo de
creador nocturnal que ahora nos interesa, el poeta, a quien el lugar
común de origen romanticoide sitúa en la alta madrugada ocupado en
escandir versos y sombras. ¿Es cierto? No lo será en multitud de casos.
Con todo, tal vez no se peque de inexactitud al afirmar que en términos
generales los poetas son deudores muy significativos de la noche.
Todavía más si se tiene en cuenta lo siguiente: el poeta tiende a vivir
en un estado de distracción con respecto al poema, no en relación con la
poesía, a cuyo cuerpo lo une un cordón umbilical permanente cuando la
vocación es inevitable. El poema demanda ser escrito, la poesía no. A
las exigencias de esta última puede dárseles un curso fluido, nada
dificultoso, pues vivir y mirar, interpretar e interrogarse, se dan por
lo general como reflejos; no son operaciones arduas, sino las fuentes
básicas de la vivencia poética inexpresada. En sentir sin tener que
formular lo sentido o en pensar con cotidiana imprecisión no cabe duda
de que se gastan menos unidades de esfuerzo mental. Pues bien, el poeta
pasa más tiempo distraído en y por el mundo y la vida que atento a la
escritura de versos donde mundo y vida muten en palabras.
En esa situación se manifiesta la dialéctica
característica del poeta: ha de captar el mundo, pero salirse de él para
concentrarse en el poema; ha de poner todo su cuidado en la escritura, y
para ello debe dejar el mundo en un paréntesis. Acaso sea la noche el
momento en que mejor se conjugan las condiciones propicias para ese
despliegue dialéctico. La razón es que la noche envolvente y externa -la
que respira alrededor sin alcanzarnos- parece dar lugar al punto de
equilibrio donde nos encontramos tan ausentes como grávidos de
presencia, tan solos como acompañados por la totalidad silente. Son
éstas las coordenadas donde el verso puede exigir su nacimiento con muda
fuerza apelativa y el poeta entregarle su máxima fijeza.
Cuando la vigilia le proporciona al creador un
grado de concentración máxima, se levanta una campana protectora ante el
poder narcótico de las horas nocturnas. Cuando hay concentración fértil
surge un paraíso donde los frutos maduran con justa velocidad y se
ponen a la mano de la meditación. La noche ha fabricado uno de los más
grandes trampolines hacia el pensamiento, ella misma. A quien crea o
piensa por la noche le es dado participar del don de la minuciosidad y
de la hondura. Las ideas se abren, no las estorba el mundo. Los
razonamientos empujan las palabras a través de la realidad aquietada en
la oscuridad de afuera, realidad que sin embargo bulle en la mente
diáfana.
4. Ahora bien, de noche, o se vigila en el
sentido más amplio del término o se sucumbe a la imposibilidad de
mantenerse despierto. En algún lugar de alguno de sus ensayos ha
apuntado Adam Zagajewski esto mismo: que la noche es tiempo para meditar
pero también para la gran indiferencia, no en balde uno de sus hijos
principales es Hipnos, el sueño.
Y es que la pulsión de dormir va contra el
impulso de conocer. Todo lo repele el sueño. Nosotros, que nos tenemos
por esponjas ante el mundo, no siempre nos mostramos dispuestos a
aceptar que aunque la fase oscura del día nos tolera muchas veces no por
ello hemos de considerarnos criaturas suyas. Dormir es la salida airosa
que nos propone la noche, la tregua que nos da a fin de que podamos
librarnos del saco de la conciencia, tan susceptible de sobrecargarse de
realidad precisamente cuando ésta parece más manejable por ser menos
visible. Nos cuesta comprender que lo real es de naturaleza vibratoria.
Sus ondas de baja frecuencia, las emitidas por la noche, cuando nos
creemos a salvo, nos hieren con una particular violencia, con
agresividad silenciosa, devastadora. De ahí que acabe por llegar el
momento de la retirada tanto para el meditador, que crea o lee o piensa,
como para el noctámbulo, ese empecinado con energías diurnas.
Se apagan las luces de la casa, y es como si la
noche urbana que alienta detrás de los cristales dejara entrar en
nuestra habitación a la mismísima noche de siempre, la negra noche,
vástago del Caos, ante la que debemos ser indiferentes un cierto número
de horas, refugiados en nuestro último refugio, el que se nos reserva a
este lado de los párpados.
Únicamente los insomnes quedan como auténticos
moradores de la noche. Son seres dignos de misericordia, pues nada en
ellos se guía por la voluntad. Lo que hay de torturador en el insomnio
reside en la terquedad con que obliga a fijarse en las sombras, a
escucharlas en sus pormenores completos -tan densos, tan banales-, a
apreciar en toda su insoportable sustancia la textura temporal, la lenta
amargura de ser.
Quién duda que resulta agradable o bello habitar
la noche, conocerla. Pero nunca hasta su fondo, no hasta su médula, no
en viaje a su final, porque de esa manera la noche no puede ser un lugar
para nosotros.