Jugendstil, ahora. Música de consumo y artes visuales. I parte
Carles Guerra
There Are too Many Fools Following Too Many Rules Irdial-Discs
Retrospectiva del veterano sello londinense que, con motivo
de la aparición de su número cincuenta, recoge gran parte
de su desperdigado catálogo. Alejados de la presión del circuito
comercial, los artistas del Irdial han gozado de la libertad (y el tiempo...)
para desarrollar sus propios códigos expresivos más allá
de la tónica general imperante. Irdial discs, we rule!
Zero
Awol Ministry of Sound
Jungle Dub Kickin
Jungle Vibes 2 Red Arrow
Tres recopilaciones de calidad para estar al día en
el campo del jungle."Awol" captura en vivo (con bocinas de gas incluidas)
el espíritu de este club que tiene lugar en el M.O.S. los jueves.
Emoción, sudor y energético drum&bass. "Jungle
Dub" reúne comprimidos de feroz drum&bass, no exentos
de profundidad artkore. Finalmente, "Jungle Vibes 2" contiene ragga-jungle
ideal para la pista de baile.
Kosmos
Universal Sounds of America Soul Jazz Records
The Future sound of Jazz Compost
Estamos ante dos recopilaciones que mantienen un nexo de
unión entre el pasado y el presente en forma de influencia, la primera,
y entre el presente y el futuro, a modo de proyección, la segunda.
Jazz cósmico y marciano en "Universal Sounds of America"
con Sun Ra, Pharoah Sanders, Art Ensemble of Chicago y otros músicos
intergalácticos. Jazz digital y electrónica ambiental
abstracta en "The Future Sound of Jazz" con Patrick Pulsinger, Jimi Tenor,
Wagon Christ, The Mighty Bop y demás abanderados del techno mental.
Imprescindibles.
Mr. Maca
Podría haber ocurrido que el lenguaje del arte ya no le pertenezca al arte.
Uno de los ámbitos que ha usurpado aquel potencial que
tenía el arte para sugerir atmósferas es el de la
música de consumo. Los críticos musicales adscritos
a la cultura de clubs son hoy en día dueños de una
envidiosa capacidad para generar categorías. Su lenguaje
está mucho más capacitado para distinguir entre
la miríada de atmósferas que aparecen y desaparecen
sin cesar de lo que el propio lenguaje de la crítica de
arte ha sido capaz en sus mejores momentos. El potencial taxonómico
que la cultura de clubs ostenta ha dejado sin sentido los esfuerzos
del arte por llevar al lenguaje el espectro de la sensibilidad.
Como decía uno de estos escritores a propósito de
los Sandals «hay conciertos que obligan a los críticos
musicales a escudriñar en su repertorio de epítetos
y adjetivos superlativos para intentar reproducir sobre el papel
el frenético caleidoscopio sonoro que emana de los bafles».(1)
Algo de lo que pertenecía a las artes visuales ha sido legado
al dominio de la música de consumo. Es como si el proyecto aculturador
del arte hubiese sido transferido y expandido. La celebración estética
que de manera persistente ha caracterizado el discurso de las artes visuales
hoy es patrimonio legítimo de la música de clubs. Un sinfín
de términos ponen nombre a las sensaciones. Un nuevo sublime electrónico
espolea el lenguaje. Un infinito de grados y sensaciones atmosféricas
aguardan su nominación. Frente a este crescendo terminológico,
las artes visuales parecen menos dispuestas a asumir el ritmo metarmofoseante
de la música. Sin embargo, algo ha ocurrido dentro del campo de
las artes visuales para que éstas se desprendan de una de sus cualidades
más genuinas: la capacidad de generar un lenguaje acorde con la
sofisticación sensorial. Definitivamente, el despertar utópico
de los sentidos ha pasado a ser un interés marginal para el arte.
No obstante, este traspaso no es consciente, ni premeditado. En ningún
caso podríamos asegurar que esté determinado desde dentro,
ni por los intereses del arte, ni por los intereses de la música.
En cambio, el problema tiene su propia historia, aunque puede que no tenga
causas en un sentido estricto. Lo que sí se puede asegurar es que,
si por un lado el arte ha sido capaz de donar sus cualidades lingüísticas,
por el otro ha sido receptivo con las formas escénicas de la música.
Grosso modo, contamos con tres momentos álgidos en el decurso
del arte del s. XX que pueden representar el proceso de incorporación
de la música en el espacio que se reservaba a las artes visuales.
El primero de ellos haría referencia a la introducción kandinskyana
de la música, cuya puerta de entrada es la teoría del arte
basada en las correspondencias entre un campo y otro. En segundo lugar,
la pretensión de un arte sonoro, que en las décadas de los
60 y 70 se asocia con la expansión del campo escultórico.
Y en última instancia, habría que destacar el papel que la
música de consumo ostenta hoy en el arte contemporáneo.
De todos los momentos, el que más nos interesa es el que corresponde
al nuestro. Este segmento sería el más problemático
y el más cercano, aunque también el más exótico.
A pesar de que lo más sencillo sería mantener lo que es música
como música, la presencia insistente de esta forma, o para ser todavía
más cautos, de la cualidad sonora, anima la discusión sobre
los efectos de esta introducción contra natura. La introducción
de la música en el arte no es, como suele esperarse con frecuencia,
producto de analogías felices. A pesar de la voluntad pacificadora
que recorre la historia de las artes visuales intentando suavizar los efectos
de la presencia musical en el espacio dominado por la visión, el
reino de lo escópico se resiente visiblemente con estas entradas.
Más allá del comparatismo académico, la música
desestabiliza la propia constitución de las artes visuales. Su presencia
desmiente los límites precarios impuestos a las artes objetuales.
Los criterios ontológicos tambalean.
Una de las modalidades contemporáneas que permite la yuxtaposición
del consumo musical y el consumo estético del arte pertenece al
orden de la performance musical, en muchos casos interpretada por el propio
artista en el contexto de la galería o del museo. A veces como diversión,
y otras como recreación. Pues ya son muchos los que compaginan la
producción de obras de arte con la actuación musical, haciendo
gala de una ambigüedad prometedora. Aunque con referirnos a la actuación
musical no está todo dicho. Puesto que además existe una
presencia de orden retórico e icónico que llega al universo
de las artes visuales asociada con la música popórock.
El afán por hacer indistinguibles ambas formas de presentación
pública -uno no sabe muy bien si lo que hay es una relación
de substitución o de convivencia- informa sobre una transformación
incipiente del campo estético. Al parecer tan desinteresado el acto
musical, al pretenderse tan normal e intrascendente, es como si desestimase
su propia intelección crítica. Uno se pregunta si ese gesto
musical que puede estar ahí sólo como fiesta, o como diversión,
puede ser legítimamente asociado con lo que se expone en las paredes.
Y más extravagante puede parecer aún que la actuación
musical se proponga como objeto estético en substitución
de las obras. O dicho de otro modo, que entre ambas formas se haya disuelto
la relación de mutua exclusión que prevalecía anteriormente,
antes de ser contempladas del modo que ahora lo hacemos.
Así pues, la introducción de la presencia musical en el
arte contemporáneo es susceptible de ser remitida a un proceso.
Y es importante subrayarlo, máxime cuando sus actuales representantes
niegan cualquier atisbo de historicidad. Como veremos, esta negación
forma parte de la pose que esta modalidad de la presencia musical arrastra
consigo. Tal vez estemos a punto de invertir demasiado aparato teórico
para un acto que se pretende indiferente a su propia existencia. Demasiada
consciencia para un acto que pretende ignorarse a sí mismo. Demasiado
armados conceptualmente como para llegar a comprender el flujo sensual
que desprendre este tipo de performance. Demasiado físico para contrastarlo
lingüísticamente.
* * *
Sería imposible censar esas actuaciones espontáneas y
efímeras que son perpretadas en ocasiones dispares, y en muchos
casos de manera imprevista, dentro de los circuitos dedicados a las artes
visuales. ¿Cuántas reseñas deberíamos repasar
y localizar para hacernos una idea aproximada de la frecuencia con la que
la música es introducida en la galería? Parece evidente que
detrás de una actuación musical no hay el mismo sentido de
posteridad que el que se le supone a una obra de arte objetual, sea cual
fuere su coeficiente de materialidad física. Mientras la obra de
arte aspira a ser inventariada, el concierto musical se resiste a ser criticado
como trabajo. A la actuación musical le basta con ser disfrutada
y comentada. Tal vez por eso, la música ha sido con frecuencia la
musa invitada a la inauguración. Bastan unos acordes para fundar
una atmósfera iniciática, inaugural. Más parte del
protocolo que del contenido.
Por si acaso, partamos de la base que tal vez no hay intención
firme de considerar la actuación musical como si de una obra de
arte se tratase. Posiblemente lo que se inserta como música en el
espacio expositivo sólo se pretende que siga siendo música.
Seguramente su propia instrascendencia es lo que hace que se quiera a si
misma como una inscripción suficiente.
Pero lo que discutiremos es un caso distinto. Un caso en el que la importación
musical supone una diferencia. Algo a lo que nosotros no podemos ser indiferentes,
por nuestro propio interés teórico.
* * *
Una de las reseñas incluidas en el primer número de Artforum
de 1995 proporciona un ejemplo significativo. Allí se informa sobre
una exposición de Rirkrit Tiravanija, en la que el comentarista
incluye, al inventariar su contenido, un acontencimiento musical, muy probablemente
-aunque sin especificar- a cargo del propio artista y un grupo de amigos.
A pesar de la brevedad del comentario, el crítico no pudo sustraerse
a la revisión de sus predisposiciones como espectador, y expuso
su incertidumbre así:
[...] en la inauguración de esta exposición todo lo que fuera
"arte" había sido retirado, y en su lugar, para la ocasión,
la gente se arremolinó, se encandiló y escuchó
la música en vivo detrás de un pequeño
panel blanco sobre el que se proyectaba Sleep (1963)
de Andy Warhol. ¿Qué es lo que más se merece
la etiqueta "arte", el excelente y ajustado espacio blanco en
el que se podía ver Sleep, y la gente y la música,
o la calma posterior y anterior con los objetos de Rirkrit Tiravanija
cerca de los objetos de Andy Warhol?(2)
Poco importa qué tipo de música escogió R. Tiravanija
para entretener a los visitantes. Las dudas del crítico ponen en
evidencia que la noción de arte es desde ahora iterable. Lo decisivo
en este caso ha sido la igualación que esa modalidad expositiva
prescribe. Lejos de caer en la tentación de discriminar lo que pueda
ser arte y lo que no, es preciso reconocer una cierta continuidad fisiológica
entre los objetos, incluyendo la música. El problema que aporta
esta presentación consiste precisamente en que no hay objeto al
que dirigir la mirada. El foco de interés no se encuentra ni en
los objetos que acompañan esta exposición (videos, libros,
un colchón, una esterilla) ni en la propia música, sino en
el entre que media entre unos y otros. Aunque, lógicamente
no hay mirada que pueda detenerse en un «entre» como tal. Parafraseando
un texto lacaniano, podría decirse que, aunque nosotros podamos
ser observados desde muchos puntos, nuestra mirada sólo puede fijarse
en uno. Por lo tanto, debemos resignarnos a ser conocedores de la limitación
de nuestro campo visual.
Si interpretaramos todo ello como la crisis de la visión, en
estas circunstancias tendríamos que atribuir la responsabilidad
de este debilitamiento a la música. Pero a la vez, tendríamos
que analizarla como la portadora de una experiencia novedosa. Aunque decir
experiencia no basta. Es preciso caracterizarla; lo que supone apelar a
la preponderancia de otros sentidos. Otro sentido que confirme el retroceso
de la visión. Por lo tanto, lo que está en juego aquí
es su deslegitimación.
La pregunta pertinente consiste entonces en averiguar qué había
con anterioridad al predominio de la visión. Considerando
que el advenimiento de la Kultur está marcado
por la depreciación de las percepciones olfativas y la
preponderancia de las percepciones visuales hemos de reconocer,
tal como ha dicho Hubert Damisch, que civilización y
pulsión escópica irían a la par(3).
Anticipando una alternativa a la racionalidad cultural, en la
exposición de Tiravanija las sensaciones olfativas, el
sabor y el humor promoverían la recuperación de
una experiencia ligada a condiciones sensoriales que, en términos
etnográficos, pertenecen a la pre-hominización.
Algo en el intersticio (huidizo, inestable, abierto y cerrado),
un espacio ocupado con la espera, y todo aquello que permanece
(el olor de alguien, el gusto a cerveza, el humo del pensamiento
de alguien más y cualquier tipo de transacción
afectuosa) es el contenido de la estética de Tiravanija.(4)
Si, como hipótesis aceptaramos la voluntad de recuperación
de un estadio anterior, previo a la civilización, diríamos,
como dijo Schelling, que «el lenguaje más antiguo
del mundo no tenía otra designación para los conceptos
que la sensible»(5). A todas
luces parece que este proyecto debería configurarse como
una involución, cuyo objetivo es el despertar de las
sensaciones condenadas por la adquisición de la cultura.
Como si un nuevo registro primitivista esperase su objetivación
a través de la música. Un primitivismo que emergería
como mecanismo de prevención frente a la saturación
que presumiblemente ha debido alcanzar el mundo del arte, ritualmente
sofisticado, plagado de creencias, excesivamente mediatizado;
falseado, manipulado, frivolizado; tocado por todos los defectos
propios de una subcultura crepuscular que cada vez siente más
el peso de la anomia. Puesto que la cultura del arte es cada
vez más moda, desde este punto de vista, esta modalidad
expositiva intentaría evitar el colapso de la propia
cultura artística, en cierto modo representante de un
sector de la llamada alta cultura.
Alta cultura, alta costura; asociadas homofónicamente
incluso. Como si todos los males y virtudes de la moda fuesen
traspasables al arte también. Sólo que, en el
mundo de la moda y también en del cine, la pasarela y
la pantalla nos recuerdan a menudo que aún existe el
umbral escénico, aquel instante en el que la star
o la top-model abandonan su yo a la «lógica
del espectáculo»(6).
Para el artista, ese límite que podría ser visualizado
en el espacio que media entre su persona y su obra, o entre
su cuerpo y el objeto -otra vez un espacio entre- es
una fuente de crisis constantes y de conflictos que se han resuelto
con la disolución de la escena. Esta es, sin duda, una
de las adquisiciones que el arte aún no ha asumido como
suya, pero que la pose del artista ya representa desde hace
tiempo; desde el momento en que el artista se sintió
capaz de identificarse con sus obras y desplazarse con el significado
adherido al cuerpo. Desde entonces, la obra y el artista constituyen
un todo(7). En este contexto, la
importación del potencial escénico de la moda
y la música pop vendría a suministrar un
instrumento de consciencia espectacular del que carece el mundo
del arte.
Esta incipiente disposición escénica, unida al
detrimento de lo visual, recrearía una lógica
que apela a los sentidos habitualmente reprimidos en la percepción
del arte. La lógica del gusto ha quedado ligada a los
sentidos no visuales, de manera que, cuando se habla de gusto,
lo que se intenta es sugerir una alternativa a lógica
de la racionalidad dominante. Recordemos que, en el marco estético
prescrito por la modernidad, el progreso civilizatorio se construye
sobre la base de lo asumido y de lo rechazado. Entonces, si
la especificidad del arte había sido conquistada con
un proceso de distinciones, su principal logro habría
consistido en aislar y elevar las sensaciones de orden estrictamente
visual a un plano de autoridad. Sin olvidar, además,
que todo aquello relacionado con la teatralidad fue demonizado
abiertamente por críticos como Michael Fried, quienes
la entendían peyorativamante como un exceso de presencia
del espectador(8).
A pesar de todo, este obsesivo proceso de diferenciación(9)
que la modernidad ha protagonizado también ha generado
unos restos. Residuos cuya reorganización configura el
conjunto de las opciones desechadas a lo largo de un proceso
histórico, susceptible de coagular en una especie de
bagaje inconsciente que lleva el sello de lo reprimido.
La heterogeneidad de lo que no se asimila en la alta cultura
es considerable. En este sentido, Roland Barthes fue uno de
los pocos críticos que se dignó a asumir la tarea
de organizar este material «alejado de toda literatura»(10).
Y así fue como entre los años 1954 y 1956 se propuso
escribir cada mes sobre mitos de la vida cotidiana francesa:
un combate de boxeo, un plato de cocina, una exposición
de arte, un coche, una foto de prensa, etc, todo iba a «significar».
Según sus propias declaraciones, la impaciencia que le
provocaba ver cómo se le negaba a estos temas su historicidad
le empujó a sistematizarlos.
Si la alta cultura se defendía antes como una Gestalt
sólida que podía oponerse al desorden de lo popular, una
vez el entretenimiento ha adquirido estatus de cultura -ni que sea cultura
de masas-, la diferencia se atenúa. Una vez esa alteridad reprimida
ha reunido síntomas suficientes para adquirir cuerpo, se convierte
en la alternativa que pondrá en duda las diferencias, de modo que
la especialización artística se ve amenazada con perder su
sentido. Los esfuerzos de justificación social que aún sofistican
más la imagen del arte como instancia de la alta cultura producen
un efecto inesperado que reifica teóricamente lo que al principio
se pretendía que fuera pura experiencia visual y libertad contemplativa.
Entonces es cuando la experiencia del arte se convierte en literatura,
síntoma definitivo del colapso.
Alcanzado un cierto nivel de saturación por exceso de cultura,
la música se presta a desintoxicar el mundo del arte. Topográficamente,
esta cultura otra que tendría su ubicación original
en la «mitad inferior», aspira a elevarse por encima de la
autoridad visible. Entonces, con la anulación del sistema de diferencias
que la música ligera o de consumo ignora por naturaleza,
lo diferente adquirirá instrumentos para acceder a su exposición.
Se trata efectivamente de una inversión carnavalesca en toda regla
que
Se caracteriza principalmente por la lógica original de las cosas al
revés y contradictorias, de las permutaciones constantes
de lo alto y lo bajo (la «rueda»), del frente y
el revés, y por las diversas formas de parodias, inversiones,
degradaciones, profanaciones, coronamientos y derrocamientos
bufonescos(11).
De ahí que, aceptar el calificativo caranavalesco no sólo
permitiría acercarnos a los componentes dionísiacos que por
supuesto lleva implícitos la música, sino que también
haría posible un discurso sobre el protagonismo de lo popular.
De hecho, la lógica del carnaval «ignora toda distinción
entre actores y espectadores», es decir, que también
ignora la escena que los separaría. De modo que la música,
una vez dentro de la galería y asociada con una estrategia
carnavalesca, traería consigo una concepción distinta
del espacio expositivo. Este espacio debería ser experimentado
como un continuum al que, parafraseando a Bajtin, «los
espectadores no asisten sino que lo viven»(12).
Deseo que, en el fondo, es compartido por todos aquellos que
contemplan el mundo del arte como el lugar donde deberían
celebrarse las utopías de la liberación expresionista
y de la comunicación absoluta, sin mediaciones artificiales
como la teoría.
* * *
De abajo hacia arriba es como se representa el acceso de lo popular
a la alta cultura. El curso de este camino podría ser ilustrado
con la trayectoria que la música jazz y el rock jazz y rock adquirieron súbitamente
el halo de un producto liberador. Es este sector joven el verdadero canal
de integración de la música en los hábitos de consumo
de la totalidad de la clase media. Las condiciones socioeconómicas
que permitieron este desarrollo de formas musicales asociadas con la adolescencia
tuvo mucho que ver con el poder adquisitivo de la juventud de postguerra.
recorrieron
hasta ser descubiertas por la clase media. Reconocimiento que provocó
la expansión de los valores marginales pertenecientes a la comunidad
negra, cifrados en su música y basados esencialmente en virtudes
comunitarias. Anteriormente, al ser asumidos por la adolescencia americana
de los años 50, Este cúmulo de circunstancias propició la aparición
de un estilo de vida, que a diferencia del standard adulto, estaba
marcado por un consumo cultural diferenciado. El estilo de vida, como categoría
sociológica, da preponderancia a las connotaciones estéticas.
De repente, la vida es susceptible de ser estilizada, y en definitiva,
estetizada. El antecedente más claro de esto lo podemos encontrar
en las actitudes artísticas de la bohemia cuyas poses y actitudes
personales divulgarían idearios estéticos. La difusión
corporal de esa estética lleva al espacio vital los símbolos
adoptados a la vez como señal de identidad y de pertenencia:
Las subculturas representan los significados acumulados y los medios de expresión
a través de los cuales grupos en posiciones subordinadas
dentro de la estructura han intentado negociar u oponerse al
sistema dominante. Estos son proveedores de un bagaje de recursos
simbólicos a disposición de individuos o de grupos
que intenten construir una identidad viable dentro de sus condiciones
específicas.(13)
En particular, los principales receptores del rock fueron
aquellos cuyo capital cultural era considerablemente más
alto, y cuyas oportunidades de experimentar con las ideas y
los estilos de vida, y moratoria para trabajar les situaban
en una posición única y privilegiada(14).
Ellos recibirían de las posiciones subordinadas
«una música afroamericana que contradice directamente
una de las principales fuerzas disciplinarias de la cultura
industrial»(15). Luego, a
pesar de instalarse rápidamente en la sociedad de consumo,
estas formas musicales tuvieron un efecto subversivo «invirtiendo
el icono del reloj»(16),
de modo que desde aquel momento el tiempo mediría dosis
de placer en lugar de unidades de trabajo.
El sometimiento a las estructuras que difundió la nueva sociedad
capitalista se notó especialmente en las relaciones entre el tiempo
de trabajo y el tiempo de diversión. La reglamentación aplastante
que sufren los espíritus libres en beneficio de la productividad
siguió un programa de conquista del espacio familiar, privado, y
personal. Cuando el control horario hubo alcanzado definitivamente el corazón
de los individuos, el único recuerdo de un tiempo anterior quedará
cifrado en la música polirritmíca, improvisada, y no escrita.
La identificación de la música popular con una arcadia preindustrial
cobra sentido en la creencia de que el tiempo, antes de pasar a ser un
bien explotable era una pertenencia de los individuos.
No en vano, el liberalismo ha sido descrito por sus críticos como un
sistema en el que exponerse al intercambio social y económico
se paga con el precio de una pérdida de la libertad original(17).
Ese estado de independencia de las estructuras sociales no deja
de parecernos un mito que, no obstante, funciona como arma de
reivindicación frente al abuso progresivo de las administraciones,
las cuales, bajo la premisa de un bien colectivo se constituyen
en mecanismos desposeedores.
La resistencia a la productividad es así una de las
características trascendentes de la música que
se introduce en el arte. La ausencia de trabajo, no significa
solamente que no haya objeto u obra que perdure, sino que "se
representa como un modo de disponibilidad total o de libertad
para que el individuo se 'produzca' a sí mismo como valor,
para 'expresarse a si mismo', para 'liberarse a si mismo' como
un auténtico contenido(18).
(consciente o inconsciente),
en breve, como el ideal de tiempo y como el ideal de individuo
como una forma vacía para ser rellenada finalmente con
su libertad" La liberación utópica del contenido será sin duda
una de las constantes que puede ser extraida de las sucesivas épocas
musicales, vinculadas todas a ellas a poses distintivas. En este sentido
también, constituidas en estéticas pasajeras que desarrollan
su potencial en la retórica de la pose.
En realidad, esas afirmaciones concuerdan con un espíritu lúdico
muy propio del movimiento hippie. Para estos, el juego
se convierte en una sublimación estética de las
constricciones que impone el trabajo. Las tesis que Dan Graham
ha expuesto en su libro Rock my Religion refuerzan, siguiendo
esta linea, la idea de que la música pop supuso
el triunfo del ocio por encima de la ética del trabajo(19).
Cabe decir que los principlales interesados en este cambio fueron
los adolescentes de una generación que vivieron la experiencia
de ver cómo los valores de sus padres no podían
seguir siendo los suyos. Puede que esta no fuera la primera
vez que ocurriera, pero sí que es el principio de la
expresión organizada de disconformidad. De ahí
que surgiese una necesidad de trasmitir no sólo una crítica
social e idelógica, sino existencial.
* * *
La capacidad crítica que distinguió el jazz y el
rock al principio no se prolongó durante mucho tiempo. La
asimilación de esta música para el consumo neutralizó
el efecto de sus letras y convirtió la provocación en un
signo estético de la rebelión juvenil, o lo que es lo mismo,
la vació de contenido promoviendo una audiencia indiscriminada.
Contrariamente, las letras de las canciones se poetizaron adquiriendo mayor
vaguedad y extravangacia. Se impuso, en lugar de una revolución,
lo que podríamos llamar una salvación por la vía
poética. Un poema de Nico publicado en 1968, dentro de un número
que produjeron conjuntamente Andy Warhol y Gerard Malanga, es sintómatico
del abandono del deseo de protagonizar cambios y de la desidia para tomar
decisiones. Los últimos versos cerraban el poema diciendo algo así
como:
Puede que vivamos mil años a partir de ahora
y que robemos los secretos de la mente silenciosa del mañana.
Seguramente allí estarán los dioses
para decidir por nosotros.(20)
Esa idea de un mañana silencioso y el deseo de no ser activos
anuncian la resistencia pasiva que tan profundamente caracterizará
a la juventud en los años setenta. Pero, para ser cautos sería
preferible decir que esta fue la forma de fijar la imagen de la juventud
en la consciencia pública. Porque no es nada desdeñable la
influencia que los medios de comunicación adquieren a partir de
esos años, sobretodo en lo que se refiere a la modificación
y constitución del imaginario social.
En el momento en que la representación de la juventud es apropiada por
«el sistema económico y la dinámica del
capitalismo»(21), esta se
convierte en materia de ficción mediática. En
general, la música pop y rock son cómplices
de un constante esfuerzo de invención de lo que se supone
que es ser joven. Sin embargo, la experiencia de la juventud
va a vivirse, a partir de ahora, multiplicada por el efecto
de su representación y por el consecuente ocultamiento
que conlleva su misma publicitación. Nuevamente hemos
de reconocer que toda forma de presentación reproduce
un residuo. La inaccesibilidad de este resto lo hace cada más
opaco, y en el caso de la juventud su experiencia se desarrolla
con el telón de fondo de su propia imagen adaptada a
la mercadotecnia, pero sin que eso signifique que la juventud
como tal pueda ser identificada en el producto público
que la representa.
En un momento dado, la condición residual es asimilada
por la propia consciencia de la juventud. Aunque de hecho, desde
los años 20 y 30 la escuela de sociología de Chicago
identificó sus primeros trabajos sobre la juventud con
los distritos menos favorecidos de la ciudad, allí donde
el nivel de delincuencia hacía más urgente la
investigación. El confinamiento de la juventud a una
posición marginal se asume de tal modo que en la misma
recopilación que citábamos más arriba,
alguien llamado Szabo proclamaba que «la basura es mi
respuesta a todo problema»(22).
Sin embargo, la glorificación de la identidad negativa
que aquí se hace acontecer tal vez se correspondería
mejor con la órbita del punk.
NOTAS
(1)West End Boy, "Clase
del 94 Sandals", Disco 2000, 2, 1994.
(2)Bruce Hainley, "Rirkrit Tiravanija", Artforum, Enero,
1995, pp.86-87
(3).Ver Hubert Damisch, Le Jugement de Pâris, Flammarion,
Paris, 1992.
(4).Ibidem
(5).F.W.J. Schelling, Experiencia e historia, Tecnos,
Madrid, 1990, p.21.
(6).Guy Debord, Society of the Spectacle, Rebel Press
Aim Publications, Londres, 1987.
(7).Carles Guerra, "L'artista contemporani en efigie"
en Manel Clot (ed), Impulsos i expressions, Fundació "la Caixa",
1993, pp. 180-196.
(8).Michael Fried, "Art and Objecthood", Artforum, Verano,
1967, pp.6-12.
(9).La modernidad se caracteriza por una separación
de los dominios estéticos, ético y político según
Peter Bürguer.
(10).Roland Barthes, Mythologies, Éditions du Seuil,
Paris, 1957.
(11).Mijail Bajtin, La cultura popular en la Edad Media
y en el Renacimiento, Alianza Universidad, Madrid, 1990, p.16
(12).Ibidem, p.13.
(13).G. Murdock, "Mass communications and the construction
of meaning" en N. Armistead (ed) Reconstructiong Social Psychology, Penguin,
1974, p. 213.
(14).Michael Brake, Comparative Youth Culture, Routledge,
Londres, 1985, p.28
(15).Georges Lipsitz, "Aspectos dialógicos del
rock and roll" en Revista de Occidente, 170-171, Julio-Agosto, 1995, pp.
194-195.
(16).Ibidem
(17).C.B. Macpherson, "The Twentieth-Century Dilemma"
en Ch. Harrison y F. Orton (ed), Modernism, Criticism, Realism, Harper
& Row, Londres, 1984, pp. 207-212.
(18). J. Baudrillard '"Ethic of Labor, Aesthetic of Play"
en Ch. Harrison y P. Wood, Art in Theory 1900-1990, Blackwell, Londres,
1992, pp. 957-960.
(19).Dan Graham, Rock my Religion, MIT Press, 1993.
(20).May we live a thousand years from now/ and steal
the secrets of tomorrows Silent mind./ For there shall be The gods for
/ us to decide. Nico: "From Here to Eternity" en Intransit the Andy Warhol
and Gerard Malanga Monster Issue. Toad Press, 1968, p. 58
(21).Ibidem
(22).Szabo: "Junk is my answer to any problem...", op
cit, p.76.
Tomado de: http://www.accpar.org/numero2/carles.htm
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