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Jugendstil, ahora. Música de consumo y artes visuales. I Parte
Jugendstil, ahora. Música de consumo y artes visuales. I parte


Carles Guerra







Rirkrit Tiravanija




There Are too Many Fools Following Too Many Rules Irdial-Discs
Retrospectiva del veterano sello londinense que, con motivo de la aparición de su número cincuenta, recoge gran parte de su desperdigado catálogo. Alejados de la presión del circuito comercial, los artistas del Irdial han gozado de la libertad (y el tiempo...) para desarrollar sus propios códigos expresivos más allá de la tónica general imperante. Irdial discs, we rule!
Zero

VARIOS

Awol Ministry of Sound
Jungle Dub Kickin
Jungle Vibes 2 Red Arrow
Tres recopilaciones de calidad para estar al día en el campo del jungle."Awol" captura en vivo (con bocinas de gas incluidas) el espíritu de este club que tiene lugar en el M.O.S. los jueves. Emoción, sudor y energético drum&bass. "Jungle Dub" reúne comprimidos de feroz drum&bass, no exentos de profundidad artkore. Finalmente, "Jungle Vibes 2" contiene ragga-jungle ideal para la pista de baile.
Kosmos

VARIOS

Universal Sounds of America Soul Jazz Records
The Future sound of Jazz Compost
Estamos ante dos recopilaciones que mantienen un nexo de unión entre el pasado y el presente en forma de influencia, la primera, y entre el presente y el futuro, a modo de proyección, la segunda. Jazz cósmico y marciano en "Universal Sounds of America" con Sun Ra, Pharoah Sanders, Art Ensemble of Chicago y otros músicos intergalácticos. Jazz digital y electrónica ambiental abstracta en "The Future Sound of Jazz" con Patrick Pulsinger, Jimi Tenor, Wagon Christ, The Mighty Bop y demás abanderados del techno mental. Imprescindibles.
Mr. Maca




Podría haber ocurrido que el lenguaje del arte ya no le pertenezca al arte. Uno de los ámbitos que ha usurpado aquel potencial que tenía el arte para sugerir atmósferas es el de la música de consumo. Los críticos musicales adscritos a la cultura de clubs son hoy en día dueños de una envidiosa capacidad para generar categorías. Su lenguaje está mucho más capacitado para distinguir entre la miríada de atmósferas que aparecen y desaparecen sin cesar de lo que el propio lenguaje de la crítica de arte ha sido capaz en sus mejores momentos. El potencial taxonómico que la cultura de clubs ostenta ha dejado sin sentido los esfuerzos del arte por llevar al lenguaje el espectro de la sensibilidad. Como decía uno de estos escritores a propósito de los Sandals «hay conciertos que obligan a los críticos musicales a escudriñar en su repertorio de epítetos y adjetivos superlativos para intentar reproducir sobre el papel el frenético caleidoscopio sonoro que emana de los bafles».(1)

Algo de lo que pertenecía a las artes visuales ha sido legado al dominio de la música de consumo. Es como si el proyecto aculturador del arte hubiese sido transferido y expandido. La celebración estética que de manera persistente ha caracterizado el discurso de las artes visuales hoy es patrimonio legítimo de la música de clubs. Un sinfín de términos ponen nombre a las sensaciones. Un nuevo sublime electrónico espolea el lenguaje. Un infinito de grados y sensaciones atmosféricas aguardan su nominación. Frente a este crescendo terminológico, las artes visuales parecen menos dispuestas a asumir el ritmo metarmofoseante de la música. Sin embargo, algo ha ocurrido dentro del campo de las artes visuales para que éstas se desprendan de una de sus cualidades más genuinas: la capacidad de generar un lenguaje acorde con la sofisticación sensorial. Definitivamente, el despertar utópico de los sentidos ha pasado a ser un interés marginal para el arte.

No obstante, este traspaso no es consciente, ni premeditado. En ningún caso podríamos asegurar que esté determinado desde dentro, ni por los intereses del arte, ni por los intereses de la música. En cambio, el problema tiene su propia historia, aunque puede que no tenga causas en un sentido estricto. Lo que sí se puede asegurar es que, si por un lado el arte ha sido capaz de donar sus cualidades lingüísticas, por el otro ha sido receptivo con las formas escénicas de la música. Grosso modo, contamos con tres momentos álgidos en el decurso del arte del s. XX que pueden representar el proceso de incorporación de la música en el espacio que se reservaba a las artes visuales. El primero de ellos haría referencia a la introducción kandinskyana de la música, cuya puerta de entrada es la teoría del arte basada en las correspondencias entre un campo y otro. En segundo lugar, la pretensión de un arte sonoro, que en las décadas de los 60 y 70 se asocia con la expansión del campo escultórico. Y en última instancia, habría que destacar el papel que la música de consumo ostenta hoy en el arte contemporáneo.

De todos los momentos, el que más nos interesa es el que corresponde al nuestro. Este segmento sería el más problemático y el más cercano, aunque también el más exótico. A pesar de que lo más sencillo sería mantener lo que es música como música, la presencia insistente de esta forma, o para ser todavía más cautos, de la cualidad sonora, anima la discusión sobre los efectos de esta introducción contra natura. La introducción de la música en el arte no es, como suele esperarse con frecuencia, producto de analogías felices. A pesar de la voluntad pacificadora que recorre la historia de las artes visuales intentando suavizar los efectos de la presencia musical en el espacio dominado por la visión, el reino de lo escópico se resiente visiblemente con estas entradas. Más allá del comparatismo académico, la música desestabiliza la propia constitución de las artes visuales. Su presencia desmiente los límites precarios impuestos a las artes objetuales. Los criterios ontológicos tambalean.

Una de las modalidades contemporáneas que permite la yuxtaposición del consumo musical y el consumo estético del arte pertenece al orden de la performance musical, en muchos casos interpretada por el propio artista en el contexto de la galería o del museo. A veces como diversión, y otras como recreación. Pues ya son muchos los que compaginan la producción de obras de arte con la actuación musical, haciendo gala de una ambigüedad prometedora. Aunque con referirnos a la actuación musical no está todo dicho. Puesto que además existe una presencia de orden retórico e icónico que llega al universo de las artes visuales asociada con la música popórock.

El afán por hacer indistinguibles ambas formas de presentación pública -uno no sabe muy bien si lo que hay es una relación de substitución o de convivencia- informa sobre una transformación incipiente del campo estético. Al parecer tan desinteresado el acto musical, al pretenderse tan normal e intrascendente, es como si desestimase su propia intelección crítica. Uno se pregunta si ese gesto musical que puede estar ahí sólo como fiesta, o como diversión, puede ser legítimamente asociado con lo que se expone en las paredes. Y más extravagante puede parecer aún que la actuación musical se proponga como objeto estético en substitución de las obras. O dicho de otro modo, que entre ambas formas se haya disuelto la relación de mutua exclusión que prevalecía anteriormente, antes de ser contempladas del modo que ahora lo hacemos.

Así pues, la introducción de la presencia musical en el arte contemporáneo es susceptible de ser remitida a un proceso. Y es importante subrayarlo, máxime cuando sus actuales representantes niegan cualquier atisbo de historicidad. Como veremos, esta negación forma parte de la pose que esta modalidad de la presencia musical arrastra consigo. Tal vez estemos a punto de invertir demasiado aparato teórico para un acto que se pretende indiferente a su propia existencia. Demasiada consciencia para un acto que pretende ignorarse a sí mismo. Demasiado armados conceptualmente como para llegar a comprender el flujo sensual que desprendre este tipo de performance. Demasiado físico para contrastarlo lingüísticamente.

* * *

Sería imposible censar esas actuaciones espontáneas y efímeras que son perpretadas en ocasiones dispares, y en muchos casos de manera imprevista, dentro de los circuitos dedicados a las artes visuales. ¿Cuántas reseñas deberíamos repasar y localizar para hacernos una idea aproximada de la frecuencia con la que la música es introducida en la galería? Parece evidente que detrás de una actuación musical no hay el mismo sentido de posteridad que el que se le supone a una obra de arte objetual, sea cual fuere su coeficiente de materialidad física. Mientras la obra de arte aspira a ser inventariada, el concierto musical se resiste a ser criticado como trabajo. A la actuación musical le basta con ser disfrutada y comentada. Tal vez por eso, la música ha sido con frecuencia la musa invitada a la inauguración. Bastan unos acordes para fundar una atmósfera iniciática, inaugural. Más parte del protocolo que del contenido.

Por si acaso, partamos de la base que tal vez no hay intención firme de considerar la actuación musical como si de una obra de arte se tratase. Posiblemente lo que se inserta como música en el espacio expositivo sólo se pretende que siga siendo música. Seguramente su propia instrascendencia es lo que hace que se quiera a si misma como una inscripción suficiente.

Pero lo que discutiremos es un caso distinto. Un caso en el que la importación musical supone una diferencia. Algo a lo que nosotros no podemos ser indiferentes, por nuestro propio interés teórico.

* * *

Una de las reseñas incluidas en el primer número de Artforum de 1995 proporciona un ejemplo significativo. Allí se informa sobre una exposición de Rirkrit Tiravanija, en la que el comentarista incluye, al inventariar su contenido, un acontencimiento musical, muy probablemente -aunque sin especificar- a cargo del propio artista y un grupo de amigos. A pesar de la brevedad del comentario, el crítico no pudo sustraerse a la revisión de sus predisposiciones como espectador, y expuso su incertidumbre así:

[...] en la inauguración de esta exposición todo lo que fuera "arte" había sido retirado, y en su lugar, para la ocasión, la gente se arremolinó, se encandiló y escuchó la música en vivo detrás de un pequeño panel blanco sobre el que se proyectaba Sleep (1963) de Andy Warhol. ¿Qué es lo que más se merece la etiqueta "arte", el excelente y ajustado espacio blanco en el que se podía ver Sleep, y la gente y la música, o la calma posterior y anterior con los objetos de Rirkrit Tiravanija cerca de los objetos de Andy Warhol?(2)

Poco importa qué tipo de música escogió R. Tiravanija para entretener a los visitantes. Las dudas del crítico ponen en evidencia que la noción de arte es desde ahora iterable. Lo decisivo en este caso ha sido la igualación que esa modalidad expositiva prescribe. Lejos de caer en la tentación de discriminar lo que pueda ser arte y lo que no, es preciso reconocer una cierta continuidad fisiológica entre los objetos, incluyendo la música. El problema que aporta esta presentación consiste precisamente en que no hay objeto al que dirigir la mirada. El foco de interés no se encuentra ni en los objetos que acompañan esta exposición (videos, libros, un colchón, una esterilla) ni en la propia música, sino en el entre que media entre unos y otros. Aunque, lógicamente no hay mirada que pueda detenerse en un «entre» como tal. Parafraseando un texto lacaniano, podría decirse que, aunque nosotros podamos ser observados desde muchos puntos, nuestra mirada sólo puede fijarse en uno. Por lo tanto, debemos resignarnos a ser conocedores de la limitación de nuestro campo visual.

Si interpretaramos todo ello como la crisis de la visión, en estas circunstancias tendríamos que atribuir la responsabilidad de este debilitamiento a la música. Pero a la vez, tendríamos que analizarla como la portadora de una experiencia novedosa. Aunque decir experiencia no basta. Es preciso caracterizarla; lo que supone apelar a la preponderancia de otros sentidos. Otro sentido que confirme el retroceso de la visión. Por lo tanto, lo que está en juego aquí es su deslegitimación.

La pregunta pertinente consiste entonces en averiguar qué había con anterioridad al predominio de la visión. Considerando que el advenimiento de la Kultur está marcado por la depreciación de las percepciones olfativas y la preponderancia de las percepciones visuales hemos de reconocer, tal como ha dicho Hubert Damisch, que civilización y pulsión escópica irían a la par(3). Anticipando una alternativa a la racionalidad cultural, en la exposición de Tiravanija las sensaciones olfativas, el sabor y el humor promoverían la recuperación de una experiencia ligada a condiciones sensoriales que, en términos etnográficos, pertenecen a la pre-hominización.

Algo en el intersticio (huidizo, inestable, abierto y cerrado), un espacio ocupado con la espera, y todo aquello que permanece (el olor de alguien, el gusto a cerveza, el humo del pensamiento de alguien más y cualquier tipo de transacción afectuosa) es el contenido de la estética de Tiravanija.(4)

Si, como hipótesis aceptaramos la voluntad de recuperación de un estadio anterior, previo a la civilización, diríamos, como dijo Schelling, que «el lenguaje más antiguo del mundo no tenía otra designación para los conceptos que la sensible»(5). A todas luces parece que este proyecto debería configurarse como una involución, cuyo objetivo es el despertar de las sensaciones condenadas por la adquisición de la cultura. Como si un nuevo registro primitivista esperase su objetivación a través de la música. Un primitivismo que emergería como mecanismo de prevención frente a la saturación que presumiblemente ha debido alcanzar el mundo del arte, ritualmente sofisticado, plagado de creencias, excesivamente mediatizado; falseado, manipulado, frivolizado; tocado por todos los defectos propios de una subcultura crepuscular que cada vez siente más el peso de la anomia. Puesto que la cultura del arte es cada vez más moda, desde este punto de vista, esta modalidad expositiva intentaría evitar el colapso de la propia cultura artística, en cierto modo representante de un sector de la llamada alta cultura.

Alta cultura, alta costura; asociadas homofónicamente incluso. Como si todos los males y virtudes de la moda fuesen traspasables al arte también. Sólo que, en el mundo de la moda y también en del cine, la pasarela y la pantalla nos recuerdan a menudo que aún existe el umbral escénico, aquel instante en el que la star o la top-model abandonan su yo a la «lógica del espectáculo»(6). Para el artista, ese límite que podría ser visualizado en el espacio que media entre su persona y su obra, o entre su cuerpo y el objeto -otra vez un espacio entre- es una fuente de crisis constantes y de conflictos que se han resuelto con la disolución de la escena. Esta es, sin duda, una de las adquisiciones que el arte aún no ha asumido como suya, pero que la pose del artista ya representa desde hace tiempo; desde el momento en que el artista se sintió capaz de identificarse con sus obras y desplazarse con el significado adherido al cuerpo. Desde entonces, la obra y el artista constituyen un todo(7). En este contexto, la importación del potencial escénico de la moda y la música pop vendría a suministrar un instrumento de consciencia espectacular del que carece el mundo del arte.

Esta incipiente disposición escénica, unida al detrimento de lo visual, recrearía una lógica que apela a los sentidos habitualmente reprimidos en la percepción del arte. La lógica del gusto ha quedado ligada a los sentidos no visuales, de manera que, cuando se habla de gusto, lo que se intenta es sugerir una alternativa a lógica de la racionalidad dominante. Recordemos que, en el marco estético prescrito por la modernidad, el progreso civilizatorio se construye sobre la base de lo asumido y de lo rechazado. Entonces, si la especificidad del arte había sido conquistada con un proceso de distinciones, su principal logro habría consistido en aislar y elevar las sensaciones de orden estrictamente visual a un plano de autoridad. Sin olvidar, además, que todo aquello relacionado con la teatralidad fue demonizado abiertamente por críticos como Michael Fried, quienes la entendían peyorativamante como un exceso de presencia del espectador(8).

A pesar de todo, este obsesivo proceso de diferenciación(9) que la modernidad ha protagonizado también ha generado unos restos. Residuos cuya reorganización configura el conjunto de las opciones desechadas a lo largo de un proceso histórico, susceptible de coagular en una especie de bagaje inconsciente que lleva el sello de lo reprimido.

La heterogeneidad de lo que no se asimila en la alta cultura es considerable. En este sentido, Roland Barthes fue uno de los pocos críticos que se dignó a asumir la tarea de organizar este material «alejado de toda literatura»(10). Y así fue como entre los años 1954 y 1956 se propuso escribir cada mes sobre mitos de la vida cotidiana francesa: un combate de boxeo, un plato de cocina, una exposición de arte, un coche, una foto de prensa, etc, todo iba a «significar». Según sus propias declaraciones, la impaciencia que le provocaba ver cómo se le negaba a estos temas su historicidad le empujó a sistematizarlos.

Si la alta cultura se defendía antes como una Gestalt sólida que podía oponerse al desorden de lo popular, una vez el entretenimiento ha adquirido estatus de cultura -ni que sea cultura de masas-, la diferencia se atenúa. Una vez esa alteridad reprimida ha reunido síntomas suficientes para adquirir cuerpo, se convierte en la alternativa que pondrá en duda las diferencias, de modo que la especialización artística se ve amenazada con perder su sentido. Los esfuerzos de justificación social que aún sofistican más la imagen del arte como instancia de la alta cultura producen un efecto inesperado que reifica teóricamente lo que al principio se pretendía que fuera pura experiencia visual y libertad contemplativa. Entonces es cuando la experiencia del arte se convierte en literatura, síntoma definitivo del colapso.

Alcanzado un cierto nivel de saturación por exceso de cultura, la música se presta a desintoxicar el mundo del arte. Topográficamente, esta cultura otra que tendría su ubicación original en la «mitad inferior», aspira a elevarse por encima de la autoridad visible. Entonces, con la anulación del sistema de diferencias que la música ligera o de consumo ignora por naturaleza, lo diferente adquirirá instrumentos para acceder a su exposición. Se trata efectivamente de una inversión carnavalesca en toda regla que

Se caracteriza principalmente por la lógica original de las cosas al revés y contradictorias, de las permutaciones constantes de lo alto y lo bajo (la «rueda»), del frente y el revés, y por las diversas formas de parodias, inversiones, degradaciones, profanaciones, coronamientos y derrocamientos bufonescos(11).

De ahí que, aceptar el calificativo caranavalesco no sólo permitiría acercarnos a los componentes dionísiacos que por supuesto lleva implícitos la música, sino que también haría posible un discurso sobre el protagonismo de lo popular.

De hecho, la lógica del carnaval «ignora toda distinción entre actores y espectadores», es decir, que también ignora la escena que los separaría. De modo que la música, una vez dentro de la galería y asociada con una estrategia carnavalesca, traería consigo una concepción distinta del espacio expositivo. Este espacio debería ser experimentado como un continuum al que, parafraseando a Bajtin, «los espectadores no asisten sino que lo viven»(12). Deseo que, en el fondo, es compartido por todos aquellos que contemplan el mundo del arte como el lugar donde deberían celebrarse las utopías de la liberación expresionista y de la comunicación absoluta, sin mediaciones artificiales como la teoría.

* * *

De abajo hacia arriba es como se representa el acceso de lo popular a la alta cultura. El curso de este camino podría ser ilustrado con la trayectoria que la música jazz y el rock jazz y rock adquirieron súbitamente el halo de un producto liberador. Es este sector joven el verdadero canal de integración de la música en los hábitos de consumo de la totalidad de la clase media. Las condiciones socioeconómicas que permitieron este desarrollo de formas musicales asociadas con la adolescencia tuvo mucho que ver con el poder adquisitivo de la juventud de postguerra. recorrieron hasta ser descubiertas por la clase media. Reconocimiento que provocó la expansión de los valores marginales pertenecientes a la comunidad negra, cifrados en su música y basados esencialmente en virtudes comunitarias. Anteriormente, al ser asumidos por la adolescencia americana de los años 50,

Este cúmulo de circunstancias propició la aparición de un estilo de vida, que a diferencia del standard adulto, estaba marcado por un consumo cultural diferenciado. El estilo de vida, como categoría sociológica, da preponderancia a las connotaciones estéticas. De repente, la vida es susceptible de ser estilizada, y en definitiva, estetizada. El antecedente más claro de esto lo podemos encontrar en las actitudes artísticas de la bohemia cuyas poses y actitudes personales divulgarían idearios estéticos. La difusión corporal de esa estética lleva al espacio vital los símbolos adoptados a la vez como señal de identidad y de pertenencia:

Las subculturas representan los significados acumulados y los medios de expresión a través de los cuales grupos en posiciones subordinadas dentro de la estructura han intentado negociar u oponerse al sistema dominante. Estos son proveedores de un bagaje de recursos simbólicos a disposición de individuos o de grupos que intenten construir una identidad viable dentro de sus condiciones específicas.(13)

En particular, los principales receptores del rock fueron aquellos cuyo capital cultural era considerablemente más alto, y cuyas oportunidades de experimentar con las ideas y los estilos de vida, y moratoria para trabajar les situaban en una posición única y privilegiada(14). Ellos recibirían de las posiciones subordinadas «una música afroamericana que contradice directamente una de las principales fuerzas disciplinarias de la cultura industrial»(15). Luego, a pesar de instalarse rápidamente en la sociedad de consumo, estas formas musicales tuvieron un efecto subversivo «invirtiendo el icono del reloj»(16), de modo que desde aquel momento el tiempo mediría dosis de placer en lugar de unidades de trabajo.

El sometimiento a las estructuras que difundió la nueva sociedad capitalista se notó especialmente en las relaciones entre el tiempo de trabajo y el tiempo de diversión. La reglamentación aplastante que sufren los espíritus libres en beneficio de la productividad siguió un programa de conquista del espacio familiar, privado, y personal. Cuando el control horario hubo alcanzado definitivamente el corazón de los individuos, el único recuerdo de un tiempo anterior quedará cifrado en la música polirritmíca, improvisada, y no escrita. La identificación de la música popular con una arcadia preindustrial cobra sentido en la creencia de que el tiempo, antes de pasar a ser un bien explotable era una pertenencia de los individuos.

No en vano, el liberalismo ha sido descrito por sus críticos como un sistema en el que exponerse al intercambio social y económico se paga con el precio de una pérdida de la libertad original(17). Ese estado de independencia de las estructuras sociales no deja de parecernos un mito que, no obstante, funciona como arma de reivindicación frente al abuso progresivo de las administraciones, las cuales, bajo la premisa de un bien colectivo se constituyen en mecanismos desposeedores.

La resistencia a la productividad es así una de las características trascendentes de la música que se introduce en el arte. La ausencia de trabajo, no significa solamente que no haya objeto u obra que perdure, sino que "se representa como un modo de disponibilidad total o de libertad para que el individuo se 'produzca' a sí mismo como valor, para 'expresarse a si mismo', para 'liberarse a si mismo' como un auténtico contenido(18). (consciente o inconsciente), en breve, como el ideal de tiempo y como el ideal de individuo como una forma vacía para ser rellenada finalmente con su libertad"

La liberación utópica del contenido será sin duda una de las constantes que puede ser extraida de las sucesivas épocas musicales, vinculadas todas a ellas a poses distintivas. En este sentido también, constituidas en estéticas pasajeras que desarrollan su potencial en la retórica de la pose.

En realidad, esas afirmaciones concuerdan con un espíritu lúdico muy propio del movimiento hippie. Para estos, el juego se convierte en una sublimación estética de las constricciones que impone el trabajo. Las tesis que Dan Graham ha expuesto en su libro Rock my Religion refuerzan, siguiendo esta linea, la idea de que la música pop supuso el triunfo del ocio por encima de la ética del trabajo(19). Cabe decir que los principlales interesados en este cambio fueron los adolescentes de una generación que vivieron la experiencia de ver cómo los valores de sus padres no podían seguir siendo los suyos. Puede que esta no fuera la primera vez que ocurriera, pero sí que es el principio de la expresión organizada de disconformidad. De ahí que surgiese una necesidad de trasmitir no sólo una crítica social e idelógica, sino existencial.

* * *

La capacidad crítica que distinguió el jazz y el rock al principio no se prolongó durante mucho tiempo. La asimilación de esta música para el consumo neutralizó el efecto de sus letras y convirtió la provocación en un signo estético de la rebelión juvenil, o lo que es lo mismo, la vació de contenido promoviendo una audiencia indiscriminada. Contrariamente, las letras de las canciones se poetizaron adquiriendo mayor vaguedad y extravangacia. Se impuso, en lugar de una revolución, lo que podríamos llamar una salvación por la vía poética. Un poema de Nico publicado en 1968, dentro de un número que produjeron conjuntamente Andy Warhol y Gerard Malanga, es sintómatico del abandono del deseo de protagonizar cambios y de la desidia para tomar decisiones. Los últimos versos cerraban el poema diciendo algo así como:

Puede que vivamos mil años a partir de ahora

y que robemos los secretos de la mente silenciosa del mañana.

Seguramente allí estarán los dioses

para decidir por nosotros.(20)

Esa idea de un mañana silencioso y el deseo de no ser activos anuncian la resistencia pasiva que tan profundamente caracterizará a la juventud en los años setenta. Pero, para ser cautos sería preferible decir que esta fue la forma de fijar la imagen de la juventud en la consciencia pública. Porque no es nada desdeñable la influencia que los medios de comunicación adquieren a partir de esos años, sobretodo en lo que se refiere a la modificación y constitución del imaginario social.

En el momento en que la representación de la juventud es apropiada por «el sistema económico y la dinámica del capitalismo»(21), esta se convierte en materia de ficción mediática. En general, la música pop y rock son cómplices de un constante esfuerzo de invención de lo que se supone que es ser joven. Sin embargo, la experiencia de la juventud va a vivirse, a partir de ahora, multiplicada por el efecto de su representación y por el consecuente ocultamiento que conlleva su misma publicitación. Nuevamente hemos de reconocer que toda forma de presentación reproduce un residuo. La inaccesibilidad de este resto lo hace cada más opaco, y en el caso de la juventud su experiencia se desarrolla con el telón de fondo de su propia imagen adaptada a la mercadotecnia, pero sin que eso signifique que la juventud como tal pueda ser identificada en el producto público que la representa.

En un momento dado, la condición residual es asimilada por la propia consciencia de la juventud. Aunque de hecho, desde los años 20 y 30 la escuela de sociología de Chicago identificó sus primeros trabajos sobre la juventud con los distritos menos favorecidos de la ciudad, allí donde el nivel de delincuencia hacía más urgente la investigación. El confinamiento de la juventud a una posición marginal se asume de tal modo que en la misma recopilación que citábamos más arriba, alguien llamado Szabo proclamaba que «la basura es mi respuesta a todo problema»(22). Sin embargo, la glorificación de la identidad negativa que aquí se hace acontecer tal vez se correspondería mejor con la órbita del punk.




NOTAS

(1)West End Boy, "Clase del 94 Sandals", Disco 2000, 2, 1994.

(2)Bruce Hainley, "Rirkrit Tiravanija", Artforum, Enero, 1995, pp.86-87

(3).Ver Hubert Damisch, Le Jugement de Pâris, Flammarion, Paris, 1992.

(4).Ibidem

(5).F.W.J. Schelling, Experiencia e historia, Tecnos, Madrid, 1990, p.21.

(6).Guy Debord, Society of the Spectacle, Rebel Press Aim Publications, Londres, 1987.

(7).Carles Guerra, "L'artista contemporani en efigie" en Manel Clot (ed), Impulsos i expressions, Fundació "la Caixa", 1993, pp. 180-196.

(8).Michael Fried, "Art and Objecthood", Artforum, Verano, 1967, pp.6-12.

(9).La modernidad se caracteriza por una separación de los dominios estéticos, ético y político según Peter Bürguer.

(10).Roland Barthes, Mythologies, Éditions du Seuil, Paris, 1957.

(11).Mijail Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, Alianza Universidad, Madrid, 1990, p.16

(12).Ibidem, p.13.

(13).G. Murdock, "Mass communications and the construction of meaning" en N. Armistead (ed) Reconstructiong Social Psychology, Penguin, 1974, p. 213.

(14).Michael Brake, Comparative Youth Culture, Routledge, Londres, 1985, p.28

(15).Georges Lipsitz, "Aspectos dialógicos del rock and roll" en Revista de Occidente, 170-171, Julio-Agosto, 1995, pp. 194-195.

(16).Ibidem

(17).C.B. Macpherson, "The Twentieth-Century Dilemma" en Ch. Harrison y F. Orton (ed), Modernism, Criticism, Realism, Harper & Row, Londres, 1984, pp. 207-212.

(18). J. Baudrillard '"Ethic of Labor, Aesthetic of Play" en Ch. Harrison y P. Wood, Art in Theory 1900-1990, Blackwell, Londres, 1992, pp. 957-960.

(19).Dan Graham, Rock my Religion, MIT Press, 1993.

(20).May we live a thousand years from now/ and steal the secrets of tomorrows Silent mind./ For there shall be The gods for / us to decide. Nico: "From Here to Eternity" en Intransit the Andy Warhol and Gerard Malanga Monster Issue. Toad Press, 1968, p. 58

(21).Ibidem

(22).Szabo: "Junk is my answer to any problem...", op cit, p.76.


Tomado de:
http://www.accpar.org/numero2/carles.htm



Categoría: Música | Ha añadido: esquimal (11.04.14)
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