Jugendstil, ahora. Música de consumo y artes visuales. II Parte
Carles Guerra
* * *
Pero antes de abandonar la discusión sobre la música de
consumo y su efecto sobre el imaginario social querría volver al
papel que tuvo el jazz en los media. Con Hors-champs(1992)
Stan Douglas ha elaborado una revisión crítica de la inscripción
mediática de este estilo musical. Para ello escogió filmar
una sesión de free-jazz de acuerdo con el estilo de los programas
de televisión de los años 60; escenografía neutra
y cámara prácticamente fija, sin excesivos desplazamientos.
A parte de la convencionalidad con la que parece reproducirse la actuación,
el movimiento de las cámara y el montaje de la película devuelven
el protagonismo al encuadre de la mirada. Este es, en todo caso, un encuadre
que normaliza la presencia del jazz, lo inscribe en los medios de
comunicación. Pero eso no es todo, porque la proyección convencional
tiene su reverso al otro lado de la pantalla, sobre el que se proyecta
una toma alternativa de la misma performance; toma en la que, esta
vez, la cámara se zarandea al compás de la improvisación,
poniendo en evidencia que la estandarización del código televisivo
que somete la imagen del jazz no hace suficiente justicia a las
razones de una popularidad fundada en la improvisación de grupo
y en la libertad harmónica, metáforas de un mundo al margen
de la legalidad.
Podríamos aventurar la hipótesis que la estetización
de jazz se produce en un nivel escópico. La imagen se hace deseable,
se carga con atributos que reintroducen un cierto primitivismo que prioriza
el eje dionisíaco, mientras que las connotaciones imperialistas
con las que a menudo ha sido divulgado lo primitivo quedan relegadas a
un plano más discreto. A partir del momento que este tipo de música
empieza a revisarse y a reinterpretarse, es decir a historizarse, decae
su potencial liberador, lo cual ocurre alrededor de1970. Por eso, cuando
en 1992 Stan Douglas dedica esta pieza a la comunidad negra de Los Angeles
conecta automáticamente la imagen del jazz con su propio
pasado subversivo. En cierta manera devuelve la música negra a su
origen y la situa en el principio de la historia de las revueltas sociales
y juveniles. Sugiere de este modo la reversibilidad de un proceso a lo
largo del cual a la música se le había sustraído su
relación de propiedad con la comunidad afroamericana.
* * *
Un caso como el del artista Michael Snow, blanco y canadiense, demuestra
que el significado del jazz y la música improvisada fueron
capaces de romper la barrera racial en fecha tan temprana como los años
40. Esta era la prueba definitiva de que el jazz se había
convertido en un signo estético, de que su imagen había sido
desarraigada. Una vez desterritorializada, este tipo de música se
difunde entre otras capas sociales que necesariamente le infunden valores
ajenos. Sin embargo, el tipo de experiencia que el jazz transportaba
suponía una reconciliación con la realidad psicológica
de los individuos. En definitiva, permitía librarse al goce de los
impulsos mentales que andarían a la par con el animado fraseo del
jazz.
De raíz, el jazz se prestaba a ser comparado con la modalidad
pictórica que estaba más en boga por entonces:
«la música improvisada, en términos psicológicos
es muy parecida al expresionimo abstracto, y gestualmente también,
aunque el resultado de la pintura es un objeto estático
de contemplación»(23).
Michael Snow, junto con otros artistas visuales, fundó
una banda que se hizo llamar CCMC, dedicada a la música
improvisada. Un tipo de música que, más allá
de etiquetas, predisponía tal como él mismo ha
afirmado a «moldear algo, a definirlo, auráticamente,
emocionalmente e intelectualmente»(24).
Con el jazz no sólo se ganó el acceso al
espacio psicológico, tarea en la que prácticamente
toda la intelectualidad americana de postguerra estaba implicada,
sino que la psique consiguió ser habitada y transitada
virtualmente gracias a la estructura dialógica y al ritmo
respiratorio que exige la ejecución del jazz.
Allan Mates, un miembro de la banda de Snow, describía
la experiencia con estas palabras:
Lo que ocurre cuando improvisas libremente, y donde de verdad
está el truco, es que, cuando estás improvisando
o haciendo esos tipos de variaciones, miras hacia adelante,
hacia los momentos álgidos. Así que vas construyendo
líneas con una formación de base, pero creo que
de hecho estás más pendiente del futuro. Creo
que cuando improvisas libremente, a medida que lo vas construyendo,
tienes que estar más ligado al pasado, así que
lo que haces es construir frases melódicas que se refieren
a lo que tú mismo has expuesto con anterioridad [...].
Lo que intentas es pensar hacia delante y hacia atrás
al mismo tiempo, y eso le proporciona una longitud inusual a
tu fraseo(25).
Sin duda esta forma de entender la música puede extrapolarse
a un estilo de meditación. O equipararse con una «duplicación
interna del yo»(26), que
es tal como los románticos alemanes la definirían.
Ya que el concepto de reflexión, connotaciones intelectuales
aparte, retiene un sentido más musical, del todo presente
en una expresión como «s'entendre parler»,
es decir, oirse hablar a uno mismo. Esta expresión es
fácilmente convertible en una metáfora del auto-abastecimiento,
de la auto-suficiencia; razón por la cual, cuando la
meditación y la reflexión son asociadas con la
música llevan a primer plano la idea de aislamiento.
Fue Paul Virilo quien, al contemplar los motoristas con casco,
gafas de sol y auriculares, habló de «prótesis
técnicas de meditación»)(27),
prótesis que se erigen en barreras protectoras del exceso
sensorial, que asalta desde el entorno. Evitar al máximo
las percepciones externas y concentrarse en el flujo interno
sería el deseo del meditador.
Aquí, concretamente, la fantasía que satisface
la música es la de una auto-suficiencia que se demuestra
en la capacidad para abarcar el pasado y el futuro dentro del
paréntesis de la propia consciencia. La no dependencia
de estructuras sociales para establecer la comunicación
con los demás coincide con el ideal adolescente y solipsista,
que quiere verse sin la necesidad de intermediarios. Su puesta
en práctica (y en escena) recurre al rostro como pantalla
de la personalidad, y en el arte se expresa como un rechazo
al valor de la discursividad, y en última instancia,
de la teoría como representante de un mecanismo social
de consenso. Así pues, la represión del lenguaje
que con tanta insistencia se ha practicado en el arte moderno
perseguiría convertir la galería en un santuario
silencioso, de donde las palabras habrían sido expulsadas
como si de mercaderes corruptos se tratase. De modo que la galería
sería el lugar en el que se consagra la espacialidad
pura. Tal como lo vio Rosalind Krauss, «la voluntad de
silencio del arte moderno, su hostilidad a la literatura, a
la narrativa y al discurso habría encerrado a las artes
visuales en el dominio exclusivo de la visualidad y las habría
defendido de la intrusión del lenguaje»(28).
Todo eso quiere decir que la represión del lenguaje se
encargaría de mantener el silencio necesario para preservar
las condiciones de culto.
* * *
Simplicaríamos en exceso si interpretásemos la irrupción
de la música en el espacio galerístico como una profanación
del templo. Contrariamente, preferiría pensar que se refuerza la
devoción por el ritual, aunque en apariencia se estuviese llevando
a cabo un gesto iconoclasta. Hablando en propiedad, lo que sí tiene
lugar es una deconstrucción del culto al arte moderno. Entendido
así, es lógico que los más propensos a interpretar
el mundo del arte en términos de ritualidad sean los jóvenes,
de los que no se puede esperar que reproduzcan los mismos protocolos de
veneración. En este caso, lo que ha ocurrido es que el artista joven,
dando prioridad a sus propias creencias sobre lo que considera que es un
ritual de expresión y exposición pública, ha aportado
la música y la pose como elementos para el oficio (de culto) y la
celebración del arte, con la convicción de que esta es la
forma más adecuada y sincera de representarlo. Por lo menos, esto
es lo que una experiencia educativa monopolizada por la televisión
y las muchas horas de música en una habitación de adolescente
pueden dar de si.
Claro que, para que esto haya podido ocurrir, ha sido necesario negligir algunas
distinciones que la modernidad cultural preservaba como garantía
de su susbsistencia; seguramente, la más importante de
estas distinciones es la que concernía la diferencia
entre consumo y cultura, disipada a posteriori cuando
el primero insubstancia a la segunda; más aún,
si reconocemos que el acceso a la alta cultura se produce a
través de los canales de distribución que antes
habían sido reservados para los productos de entretenimiento.
Se trata, ni más ni menos, que de empezar a familiarizarnos
con el advenimiento de «las formas industriales de edición
y distribución de los productos del espíritu»(29),
como por ejemplo las obras maestras en edición de bolsillo
y en versión abreviada.
* * *
Con esta clave entramos de lleno en la esfera de influencia del punk,
la capacidad adaptativa del cual no ha sido demostrada por ningún
otro tipo de estética. El vacío representa mejor
que nada su contenido, un vacío que ni tan solo aspira
a ser llenado. El punk, en su música y en sus actitudes
ha sido probablemente la manera más lúcida de
atravesar una década esquizofrénica, dividida
por la manipulación ideológica que, según
Dan Graham, fue asumida conscientemente por algunos de los grupos
que accedían al dominio público de la fama. Este
es el caso de grupos como los Sex Pistols o Clash,
que con sus estratagemas forzaron a los medios de comunicación
a exponer abiertamente sus contradicciones. A pesar de haber
utilizado los medios de información para conseguir la
fama, estas bandas -las beneficiadas- niegan su diálogo
con los representantes de tales medios. Así que el ente
mediático, a pesar de ser un autor fáctico, ve
cómo le es denegado el acceso al fenómeno que
ha creado con su propio poder(30).
Mientras la idea de contradicción preocupaba a aquellos
intelectuales sumidos en el materialismo histórico, el
punk sobrellevaría las contradicciones culturales
con una fachada sarcástica, al mismo tiempo que Barthes
había reclamado en su prólogo a las Mythologies
«vivir plenamente la contradicción de mi tiempo,
que puede hacer de un sarcasmo la condición de verdad».(31)
El rostro punk por excelencia, con los ojos abandonados
al delirio de anfetaminas, la boca medio abierta y la barbilla
ligeramente descolgada se elevaría como el Zeitgeist,
el espejo de una sociedad que no quería reconocerse
en la estupidez que desprendían los atontados representantes
del punk. Esta era la imagen con la que la propia sociedad
consumista evitaba identificarse, y que ellos, los jóvenes
asumían desacomplejadamente, como diciendo: «de
acuerdo, nos tratáis como estúpidos, pues bien,
vamos a ser estúpidos de verdad».
La estupidez, que niega las facultades intelectuales, una vez
introducida en el arte, invita al desaprendizaje. Tal como decía
Pascal, il faut s'abêtir. O como diría Nietzsche,
hipnotizarse. Negar toda adquisición cultural, negar
la historicidad implícita del arte. Y luego permitir
que la actuación musical sea reintroducida entre los
recursos disponibles para la práctica artística.
Una performace musical que, no obstante, se privilegiará
en tanto que acontecimiento físico. La imagen de Richard
Serra lanzando plomo líquido contra las esquinas ha quedado
congelada en el instante fotográfico, adoptando el contorno
oscuro de una escultura primitiva(32).
La máscara protectora y el brazo levantado con gesto
amenazador empujan el perfil del escultor contra el arquetipo
de la bestia. Esta imagen, tal cual, se presta a ser transferida
sobre un escenario, y una vez allí la herramienta se
convertirá en la guitarra azotada contra las tablas.
Escena frecuentemente repetida en los conciertos de Sex Pistols
o de AC/DC como acontecimiento del clímax,
punto de inflexión entre lo lingüístico y
lo físico.
Al romperse el lenguaje se abandona la cultura. En ese instante
la violencia que se desata sobre los escenarios produce una
fascinación que apela a lo reprimido, y que el arte del
siglo XX, cuando ha querido liberarla no ha hecho más
que proyectarla sobre su propio cuerpo. Renato Poggioli, al
describir el proceso de la vanguardia fijó este momento
con el término «thanatofilia», evocando así
la perniciosa autoliquidación en la que cíclicamente
incurren los movimientos artísticos que él observa(33).
La ilustración más explícita de este fenómeno
sería Dadá.
En este contexto, el punk supone una lección para el arte
moderno, mostrándose capaz de absorver la violencia que su incursión
pública despierta. De hecho, el arte recibe el castigo público
en la medida que es incomprendido, en la medida que su presencia se adjudica
muchas veces a un símbolo colonizador procedente de la alta cultura
-en el sentido de una cultura que desciende desde arriba. Si antes señalabamos
que ciertas formas musicales procedentes de posiciones subordinadas
eran adoptadas por la clase media a costa de una reconducción de
los intereses con los que se había identificado al principio, ahora
debemos reconocer que la aculturación recibe como respuesta la violencia
que emana de la represión de una identidad pública genuina;
que a pesar de no haber tenido la oportunidad de codificarse, se resiste
a ser sustituida.
Golpear, atacar y destruir forma parte del proceso de diálogo
y apropiación de las formas públicas. Hace poco podíamos
leer en el periódico: «Funcionarios públicos franceses
queman al primer ministro Juppé en efigie». La prueba de que
la violencia lleva implícito el desdoblamiento de sus objetivos,
manifiestándose y desviandose hacia el campo simbólico. La
destrucción se ritualiza y se instituye como respuesta. A todo aquello
que viene de arriba se le cambia el nombre para duplicarlo, deformarlo
y acercarlo.
Otra instancia de las inversión carnavalesca es la caricaturización
del arte moderno. Vemos que su recepción es codificada en clave
escatológica cuando se dice que el arte contemporáneo es
una mierda o una basura, o en clave de risa, cuando se dice que es un chiste.
Precisamente la larga serie de viñetas que Guy Scarpetta ha colgado
en las galerías de París -en las que el arte contemporáneo
es observado con mirada filistea- han conseguido reducir las creencias
y los mitos del arte contemporáneo a poco menos que una farsa. Todo
lo que pasa de una esfera a otra transmuta su sentido original cuando se
pone al alcance del consumidor universal.
El arte moderno se lamenta constantemente de las agresiones populistas, aduciendo
cosas tan recurrentes como la falta de educación y falta
de sensibilidad. ¿Pero no es sorprendente que la estupidez
del populismo se argumente precisamente en estos términos?
Habrá que preguntarse quién posee el verdadero
sentido de ambas palabras, y entonces nos daremos cuenta de
que la negatividad punk no es a priori, puesto
que la juventud punk-entre las primeras en beneficiarse
de la enseñanza obligatoria- primero fue educada y después
desaprendió lo recibido. En el fondo, es como si el punk
hubiese reaccionado a aquella afirmación de Greenberg
que decía que, cuando «un régimen político
establece hoy una política cultural oficial, lo hace
en bien de la demagogia»(34).
Su respuesta tendría que ser contemplada como una actitud
más realista de lo que aparentemente nos puede parecer,
pues habrían asumido aquellos signos procedentes del
universo de consumo como señal de identidad propia. Y
su realismo se vería afirmado al privarse automáticamente
del derecho a ejercer una representación más libre
y menos restringida, al reducir drásticamente el número
de códigos a su disposición. En este sentido,
el punk capta «una cierta libertad no existente»
en el entorno de las sociedades del liberalismo económico.
Mofándose de las actitudes adultas, prolongando las
conductas adolescentes y entronizando las formas infantiles
exponen su mecanismo de defensa. Porque como decía Erikson
«el niño en edad escolar asimila métodos,
mas también permite ser asimilado por métodos
que están aceptados»(35),
lo cual puede ser leído como el modelo dominante de las
relaciones posibles con el sistema, respecto al cual preferirían
ser asimilados.
El anti-intelectualismo del punk contribuyó definitivamente
a deslegitimar el lenguaje articulado y revalorizó las
expresiones eminentemene físicas, entre ellas las destructivas
y violentas. Imágenes puramente retóricas que
sólo transmiten un cierto estado de ánimo instauraron
el poder del gesto y de la expresión facial. Aunque es
necesario advertir que de no reconocer la politización
del rostro -consecuencia de una concentración del significado-
corremos el riesgo de obviar que "el poder se sostiene con más
frecuencia a través de la comunicación que a través
de la fuerza, menos a través de las expresiones abiertas
de ideologías específicas o de opiniones políticas
que a través del uso deliberado de la seducción
sensorial, todo ello prescindiendo de la reflexión intelectual
a través de la sustitución del discurso por el
sentimiento"(36).
La atribución de ideología al orden de lo sensorial indica
que aquello que pertenecía al eje de lo dionisíaco, lo que
hemos asociado con una modalidad de primitivismo, no está exento
de contaminación cultural. No es, ni mucho menos, la isla de Robinson
Crusoe donde el arte imaginaba que podría reinventar sus días.
Las reiteradas incursiones de Robert Longo en el mundo de la música
de consumo, a veces incluso como miembro de los Menthol Wars o de
la Rhys Chatham Band, son otro ejemplo de acercamiento e introducción
plena en las estéticas juveniles y consumistas que genera la música.
Los videoclips de Robert Longo producidos para grupos como World Saxophone
Quartet (1982), New Order (1986), Megadeth (1986) y R.E.M.
(1987), así como sus performaces, han capturado esa realidad tentadora
y brumosa que se desprende de la pantalla del televisor cuando este emite
la interminable melopea de la MTV. Robert Longo ha tenido la habilidad
de referirse a la amoralidad de los mediamedia reproduce
aquella posición amenazante del artista expresionista, y para mostrarlo
ha reduplicado esta retórica tan criticable, en lugar de sustituirla.
La sobreescenificación de este lenguaje abusivo en lapsos cortos
de tiempo transmite una intensidad poética que nos devuelve a la
condición de espectadores ávidos de una concentración
de placer, al tiempo que nos hace víctimas de los altos y bajos
del clímax catódico. Tal como dirían sus críticos
más favorables, los experimentos de Robert Longo en la cultura popular
muestran que cada producto, no importa cuán ambivalente sea, es
vulnerable a los ataques desde dentro.
evitando la crítica
social, y en su lugar ha adoptado el lenguaje sincopado de la música,
el movimiento escénico y la ubicuidad de la cámara. Su trabajo
ha dado a entender que la saturación de los * * *
Tal vez si darnos cuenta levantamos acta de un Jugendstil que discurre
a medias entre la música de consumo y las artes visuales.
Estilo entre cuyas características destaca la dificultad
que encuentra en su entramado social, y esta resistencia no
es otra cosa que parte del procedimiento. Tal como decía
Ortega y Gasset cuando reflexionaba sobre lo que él llamaba
el arte nuevo, «todo el arte joven es impopular, y no
por caso y accidente, sino en virtud de su destino esencial».
Impopularidad que el filósofo, curiosamente, localizaba
en la «nueva música», a la que responsabilizaba
de contagiar a las demás musas(37).
Uno de los representantes más claros de esta desconfianza
hacia la música de consumo es Adorno. Alertado como todo
pensador moderno «por la conquista de la masa»,
creía que «el carácter mercantil se sirve
de la música ligera para configurarse»(38).
Así que la música ligera, tal como él la
denominaba, tendría que cargar con la la reputación
de una forma manipulada a la que le negaba sus cualidades técnicas.
La problematicidad sociológica de la música para
musiquear no es algo que se halle reservado a una reflexión
que está en las nubes, sino que esa problematicidad aparece
en las cuestiones técnicas más concretas: en la
imposibilidad de solucionar esas cuestiones con los medios propios
de los musicantes. El programa ideológico del musicantismo,
la exigencia de aquella despreocupada ingenuidad que lanza a
la música a deslizarse sobre su tiempo sin tropezar con
ninguna resistencia significa musicalmente lo siguiente: que
de la música para musiquear deben quedar alejados, desde
el comienzo, justo aquellos criterios técnicos que ella
es incapaz de satisfacer(39).
Elocuente argumentación que no sólo niega la suficiencia
técnica de la «música ligera», sino que la desautoriza
en virtud de la ausencia de consciencia hacia sí misma.
Aunque con frecuencia, lo que mejor nos describe un objeto no es su
apología, sino las diatribas de sus opositores. En este sentido,
Adorno caracteriza la música de consumo con una cualidad decisiva,
que aunque para él fuera la señal de su vulgaridad, para
nosotros es la piedra de toque puesto que en la expresión «música
para musiquear» se encierra todo el sentido de una música
para ser reproducida, para ser degradada a través de su interpretación.
En cierto modo, este abandono de la forma que espera ser completada en
el momento de su consumo -una idea duchampiana a todas luces- es una constante
del Jugendstil que Otto Graff también vio reflejada en la
estación metropolitana de Viena construida por Otto Wagner:
Todo el proyecto está inspirado en la intención de construir
algo que se abandona. La forma es abierta, por todas partes,
y está comprendida en un proceso constante de diferenciación.(40) Así que, ahora, aquella voluntad de respeto a la intención
del artista defendida como un alegato de pureza queda en patética
evidencia ante la respuesta actual de la música mix, que
también se presenta como una forma abierta y promiscua. El éxito
-que se mide en las reinterpretaciones que alcanza un tema original- pone
al descubierto la prolífica diversificación de las formas
de distribución. Pero el efecto más importante radicaría
en la transformación de las estructuras de la interpretación,
estructuras que como sugeríamos antes han empezado a afectar la
recepción de la alta cultura a través de versiones en video
de las grandes exposiciones, versiones abreviadas de las obras maestras
de la literatura y la reducción del pensamiento a espectáculo
de voz y conferencias, versiones todas ellas en las que un ritmo distinto
y las introducciones de puntos de inflexión climáticos hacen
más sintética y digerible la melodía original.
* * *
La lógica sincopada de las secuencias musicales que emite la cadena
MTV triunfa por encima del tiempo personal tal como lo
consiguiera en su momento el horario de la cadena de montaje.
Pero esta vez lo hace dentro del tiempo de diversión,
del tiempo supuestamente privado que uno se concede para meditar
con el televisor. No obstante, es arriesgado lamentarse del
expolio de ese espacio personal, cuando hay quien ya lo describe
como una ágora mediática que reproduce una masa
atomizada en una infinidad de salones domésticos, pero
al fin y al cabo, masa. Masas como las que se concentran en
las fiestas rave, cuya agitación sigue la geometría
de la música. Es decir, forma abierta, desinteresada,
espontánea, pero sometida a las rigurosas leyes del clímax(41).
Paradoja que reproduce otra vez la inefabilidad obstaculizante
de todo aquello que tiene que ver con lo atmosférico,
lo emocional, lo sensitivo, y que naturalmente se opone al espíritu
clarificador de la teoría como construcción de
un conocimiento compartido. Definitivamente, la música
prefiere ser inconsciente hacia sí misma.
Los esfuerzos por disfrazar esta constatación negativa de que
el yo se disuelve en su propio desconocimiento, ahora que estábamos
dispuestos a celebrar la apoteosis de la subjetividad, demuestran que los
límites de la individualidad son cada vez más virtuales.
Aunque, a pesar de todo, lo que predomina es una experiencia de transitividad
entre la percepción narcisista de uno mismo y la fusión no
menos virtual con el otro, lo cual constituye una de las fantasías
que la pista de baile escenifica sesión tras sesión.
Como prueba e ilustración, la discusión entorno a los estupefacientes
confirma la existencia de un discurso que se complace en atribuir
a las drogas la capacidad de animar esta experiencia de transitividad,
que en sí misma condensa la experiencia de la felicidad.
Ya que hoy en día, si recuperamos una afirmación
que Freud lanzaba en El malestar de la cultura, la felicidad
respondería a una fórmula química. He aquí
que la descripción de los efectos alucinógenos
redunde a menudo en el placer de abandonar el hermetismo individual
para acceder a los otros a través de la imaginación,
liberada y estimulada desde el cerebro por cantidades de serotonina,
substancia que está implicada en la percepción
de la información sensorial, agudizando el tacto, el
oído y la vista, fenómeno que puede hacer comprender
los momentos de catarsis colectiva en las que se sumergen los
dancers en sus sets noctámbulos. Es entonces
cuando el MDMA toma forma sacramental y revela su importancia
en estos rituales paganos(42).
Sin duda la exégesis de los estupefacientes constituye un discurso
digno de ser tenido en cuenta. Pero, dejando a un lado la pseudociencia
que justifica las virtudes de estos productos, no deja de ser sorprendente
el grado de ritualización con el que el discurso empapa esta experiencia.
Nuevamente, es el lenguaje de la observación etnográfica
el que anima la verborrea psicodélica. Y no es fortuita esta elección
puesto que la emoción (estética a fin de cuentas) ya no se
contempla como un simple fenómeno psicológico o como desbordamiento
del alma sin consecuencias, sino como estructura antropológica cuyos
efectos es preciso observar. Hace unos años así lo anunciava
Michel Maffesoli en sus trabajos sobre el proceso de sectarización
social:
[...] una auténtica ola instintiva, una especie de «vis a tergo»,
que incita a juntarse para todo y para nada; en la que lo único
importante a fin de cuentas es el ambiente afectivo en que se
mueve cada hijo de vecino. De ahí los continuos saltos
de un grupo a otro, de ahí la falta de compromiso y la
irresponsabilidad, que son el signo de los tiempos, y que he
intentado explicar mediante la metáfora del «neo-tribalismo»(43) Neo-tribalismo, neo-primitivismo como metáforas alternativas
de un cuerpo social que otorga la preponderancia a los sentidos, a los
otros sentidos con excepción de la visión. Desjerarquización
reinstauradora de una dimensión háptica vinculada a la atracción
hacia los elementos sensuales: hedonismo, desarrollo festivo, apariencias,
juego, música, acción física. Todo ello anuncia una
tactilidad contemporánea que la música pop y rock,
como especialísimo sistema de comunicación, vehicularan a
través del feeling que recrea una solidaridad sin palabras.
Cohesión social basada en la atracción de sensibilidades
y gustos. Porque las palabras, portadoras de cultura, cargan con una historia
que supera la biografía individual, que supera lo vivido. Como decía
el anuncio de un disco de Sinead O'Connor, «no quiero saber lo que
no he vivido».
Entonces las guitarras sustituirán a las palabras y a las obras de arte,
porque «las guitarras están más dotadas
de expresión que las palabras, que son viejas (poseen
una historia), y por tanto hay motivos para desconfiar de ellas»(44).
La teoría apolínea será abatida por el
eje dionisíaco, expresivo, musical. No obstante, vamos
a permitirnos pensar que resultaría inútil intentar
argumentar el desprecio de la teoría como una decisión
consistente, ya que la teoría no es más que lo
que se aprende en la universidad. Aunque más tarde se
descubra que las contraportadas de los libros ayudan a entenderse
mejor con los críticos.
(23).Michael Snow, "Mmusic/Ssound",1948-1993. Music/Sound.
The Michael Snow Project. Art Gallery Ontario/The Power Plant, p. 23.
(24).Ibidem, Nobuo Kubota, Allan Mates and Michael Snow,
"A History of the CCMC and of Improvised Music", p.85.
(25).Ibidem, p.92.
(26).Walter Benjamin, El concepto de crítica de
arte en el Romanticismo Alemán, Península, 1988, p. 47.
(27).Paul Virilio, Esthétique de la disparition,
Balland, Paris, 1980.
(28).Rosalind E. Krauss, "Grid", The Originality of the
Avant-Garde and Other Modernist Myths, MIT Press, 1989, p. 9.
(29).Damisch, Hubert, Ruptures Cultures, Les Éditions
de Minuit, Paris, 1976, p.77.
(30).Ver Dan Graham, "Punk as Propagnda" en op. cit, pp.96-113.
(31).Ibidem.
(32).La foto es de Gianfranco Gorgoni, fue realizada en
1969 y retrata a R. Serra en el momento de relizar una Splash Piece.
(33).Renato Poggioli, Theory of the Avant-Garde, Belknap/Harvard,
1968.
(34).Greenberg, "Avant-garde and Kitsch" en Arte y cultura.
Ensayos críticos, Gustavo Gili, Barcelona, 1979, p. 25.
(35).E. H. Erikson, Identidad, Juventud y crisis. Taurus,
Madrid, 1980, p. 203.
(36).Brian Wallis, "Governing Authority: The Performance
Empire" en Robert Longo, Los Angeles County Museum of Art , Rizzoli, New
York, pp. 143-148.
(37).J. Ortega y Gasset, La deshumanización del
arte, Espasa-Calpe, Madrid, 1987.
(38).T. W. Adorno, Impromptus, Laia, Barcelona, 1985,
pp. 20-21.
(39).Ibidem, pp.34-35.
(40).Citado en, Josef Dvorak, "La revolución en
el diván. Psicoanálisis y Jugendstil", pp. 85-92 en Debats,
Valencia, Diciembre, 1986, p.86.
(41).Ver José L. Brea, "De la catástrofe
a los nuevos órdenes" Los Cuadernos del Norte, 26, 1984, pp. 20-25.
(42).Dj Zhana y Cosmos, "Generación éxtasis",
Disco 2000, 7, 1995, p.27.
(43).Michel Maffesoli, "Ética de la estética",
Pérgola, 10, 1989, pp.97-105, p.100.
(44).Paul Yonnet, Jeux, modes et masses, Gallimard, 1985,
pp. 185-186.
Tomado de: http://www.accpar.org/numero2/carles.htm
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