Del
erotismo
a la seducción: en torno a Kant y Kierkegaard III Parte
Mag. Sebastián González Montero
Universidad
Javeriana, Bogota - Colombia
Del
placer al deseo
Podemos resumir
nuestra cuestión volviendo a los términos de
Baudrillard: después de las orgías y de la liberación
de todos los frenos, en seguida de los escenarios impúdicos de
la pornografía, ¿qué queda? Una sexualidad, dice
él, que ya nada tiene que ver con "la ilusión del
deseo, sino con la hiperrealidad de la imagen” (1997: 51). De allí
que la pregunta deba ser planteada de la siguiente manera: ¿cómo
huir de la imposición del simulacro como un ‘passage
à l’acte sexual’
sin recurrir a un ascetismo puritano? ¿Cómo
salir de la noción de demanda en el concepto de deseo sin
renunciar a la violencia de la transgresión? ¿Cómo
pensar un deseo que ya no sea el punto cero de la tensión
libidinal y que, sin embargo, pueda ser considerado lujurioso,
escabroso? ¿O es que sólo sería legítimo
desear unos senos, unas nalgas? ¿Es que la sexualidad sólo
remite a la cópula?
La salida que
planteamos esta mediada por la lectura de Bataille, Sade y Kant. Como
una puerta de entrada al paso del placer al deseo, mostramos que el
erotismo es una dimensión de la sexualidad que no responde
exclusivamente a los anclajes originados en la idea de la
satisfacción en las cosas, sino a una irreductible ambigüedad
humana: en el antagonismo entre las regulaciones y las apetencias
está la clave del deseo ya que permite ver que no se trata de
los objetos ni de lo que representan a nivel sexual. Nuestra idea
básica es que el deseo puede ser especificado como un influjo
inmaterial
en la voluntad que no sólo remite a la apetencia, sino a una
relación siempre abierta que nos vincula con el mundo mediante
gestos, afectos, percepciones, etc., de diverso orden. En otras
palabras, deducimos del deslizamiento Bataille/Kant/Sade la idea de
que el deseo no se identifica ni inmediata ni necesariamente en
nuestra relación con lo real y que, por el contrario, remite a
un plano de afección/producción/representación
mixto que desborda categorías como el placer, el fetiche, el
sexo.
En ese sentido,
Sade no sólo trae escenarios descarnados de cuerpos llevados
por sus perversiones; entre otras cosas, pone en evidencia el
principio de intensificación del deseo por la vía del
exceso y la perversión –incluso más
allá de la simple fornicación. La joven Eugenia no sólo
es el aprendiz de la vida libertina; en el fondo, representa la
posibilidad de subvertir los signos más preciados de la
virginidad y la pureza. Eugenia es un personaje que descubre con
facilidad la potencia de los afectos y, con ello, la transgresión
erótica en el sentido de la posibilidad de ultrajar las
interdicciones morales por vía de los actos nacidos de la
preeminencia del deseo. En una perspectiva similar, Madame de
Saint-Ange y Dolmencé son personajes que representan la
plausibilidad radical de la transgresión. Ellos no sólo
son amantes extraordinarios que fácilmente pueden entregarse a
las acciones más viles; también ponen en escena que el
deseo lleva –más allá del placer– a los confines de
la voluntad de goce: el crimen. Ese será un tema recurrente en
Sade. No lo tocamos con cuidado, pero uno de sus más bellos
relatos tiene que ver con los personajes de Juliette y Justine. Cada
una de ellas representa los polos de la naturaleza humana: una está
dedicada a la vida libertina mientras que la otra simboliza la
rectitud de la vida religiosa. Todo el relato de los Infortunios
de la virtud
puede ser caracterizado en la idea de que entre la una y la otra se
enfrentan constantemente el dominio racionalizado de las pasiones y
la libre circulación de las pasiones (cfr. 1971)
En el caso de
Kierkegaard dimos cuenta de un vínculo entre el seductor y
Cordelia en un nivel que ya no es el de la demanda, el placer y la
satisfacción. En la galante seducción de Cordelia
pudimos ver que no se trata (exclusivamente) del sexo, del cuerpo o
de las oberturas, sino de una lógica que nos enfrenta al juego
ritual de la seducción y a la restitución de las
apariencias. Los estadios eróticos representan la mixtura de
un deseo que pasa por la Belleza de Cordelia, pero se articula en un
plano simbólico que llega hasta el Destino, como diría
Baudrillard (1989: 95). Desde el principio, con el primer encuentro,
el seductor se enfrenta al desafío de ligar a la joven, al
tiempo que hace frente a un hecho ineludible: su deseo ha quedado
abandonado al erotismo de un juego simbólico incondicionado;
su voluntad no tiene más remedio que entregarse a la
seducción. Por
eso el seductor encara su Destino:
"[él] no puede preciarse de ser el héroe de ninguna
estrategia erótica, es sólo el operador sacrificial de
un proceso que le rebasa por mucho” (Baudrillard, 1989: 96). Así,
la seducción deja de ser un simple proceso de encantamiento y
elegante persuasión para convertirse en la realización
inevitable
del deseo. El ritual no sólo se define en las maniobras de un
hombre que quiere conquistar a una dama. Aceptando que eso está
implícito, el seductor se consagra ritualmente a una dimensión
estética que lo determina. La seducción es un fin
incondicionado –fin sin finalidad– y, por ello, es el horizonte
de sus acciones, el destino de su conquista.
Ahora
bien, no hay que tomar como
ejemplo privilegiado ni a Sade ni a Kierkegaard. De ellos nos
ocupamos porque son ejercicios literarios que muestran unos regímenes
semióticos particulares que, en cualquier caso, no deberían
ser tomados como modelos de lo que comprometería una relación
sexual, de lo que significa las prácticas-límite de la
transgresión o las estrategias para seducir. No hay que asumir
nuestras descripciones como consignas que defienden ámbitos de
la sexualidad más nobles o superiores en relación con
lo ‘porno’. Y es que el deseo nada tiene que ver con la decencia
o el predominio del erotismo o la seducción como pasiones
ilustres; tiene que ver con un proceso de producción expresado
en diversos registros que desbordan el placer como centro de
atención. Incluso habría que hacer la siguiente
pregunta: ¿cómo rescatar el plano de la elaboración
simbólica sin renunciar al sexo?
Además
permítasenos
decir que, en todo caso, el problema de fondo tiene que ver con algo
más que la distancia entre la imagen pornográfica y la
literatura; en realidad, no sólo se trata de su simple
antagonismo. La cuestión es que frente a la demanda (como
vacío fundamental que está a la base de las peticiones
por el placer) creemos que es necesario forzar el concepto de deseo a
responder tanto como aclarar lo que significa decir –en términos
de Deleuze– que es un afecto que circula en zonas de intensidad y
de flujo (cfr. 1994:63). Y ello por la siguiente razón: partir
de la idea de que el deseo se define en las demandas –de
satisfacción, de placer– hace que nos encontremos en una
posición en las que corremos tras de un imposible. Las
demandas son agujeros negros del deseo; son un cierto vacío
que no puede ser llenado porque siempre presupone que ‘algo falta’
(más sexo, más belleza…). Al contrario, deberíamos
consentir nuestro placer y ligar nuestro deseo a instancias que
posibiliten los intercambios simbólicos y la circulación
de los afectos. El espacio simbólico no es una superficie
hueca; más bien, siempre está llena de recuerdos,
percepciones, imaginaciones y fantasías. Se trata de
contenidos positivos que constantemente vinculan el deseo y que
forman una malla interminable de signos a través de los cuales
circula.
Eso
quiere decir que no hay una
forma idealizada de los objetos del deseo tanto como puntos de su
circulación. Al plano objetivo de lo real no le corresponde
otro ‘más real aún’ del que nos ocupamos
tercamente. Por el contrario, el registro simbólico puede ser
entendido en el marco mismo de los signos, de manera que se eluda el
tema de lo que impide llegar a lo Real para abrirle el paso a una
pregunta difícil de responder: ¿cómo ocuparse de
los signos en la superficie de su expresión? ¿Cómo
pensar un deseo liberado de las determinaciones (semióticas,
políticas, sociales)? Esas cuestiones representan varios
retos: desembarazarse de las codificaciones de las imágenes
publicitarias quiere decir que se debe poder dar cuenta de las
diversas posiciones de deseo implicadas en el flujo del intercambio
simbólico. Pero más que eso, librarse de la economía
‘porno’ de los signos supone caminos que nos saquen de la
dialéctica de la demanda, esto es, de lo que conduce al
callejón sin salida de la petición por ‘algo’ que
no está en los objetos de atención y demanda.
En efecto, la
filmación ‘porno’ no es sólo la captura
videográfica de la realidad –del sexo que ocurre entre
actores–, sino un registro de lo Real, esto es, de una parte que se
nos escapa constantemente y que, en el caso de la sexualidad, sólo
puede ser realizado mediante un simulacro
del
deseo fundado en el modelo de la demanda.
En ese sentido, el fetichismo ‘porno’ se define en la eficacia de
la imagen para mostrar una experiencia de lo Real enteramente
producida en signos que giran alrededor del Falo. Por eso, nuestra
reflexión acerca del tema de la castración: los signos
fetichizados remiten a los modos de simbolizar la ausencia del falo o
el miedo a perderlo. La función del signo-fetiche, como vimos,
es exponer a la vista del ‘voyeur’ sustitutos de una sexualidad
tributaria de todo
aquello que sólo puede ser realizado mediante signos que giran
en torno al Falo:
las felaciones, las penetraciones, las salpicaduras de semen en el
rostro, etc. Insistimos en que el registro videográfico
‘porno’ haría las veces de expresión simbólica
de la dimensión subjetiva de la sexualidad. El ‘porno’ es
un fenómeno paradigmático de la relación del
hombre con su imagen: el porno
es una expresión de la identificación producida entre
el sexo y la sexualidad.
¿Qué se desea?: ¿una mujer desnuda? ¿Varias?
¿Cuerpo prominentes? ¿Penetraciones indebidas? ¿Niños?
¿Animales?
Así sale
a luz una economía libidinal perseguida por nosotros en el
‘porno’: la escenificación videográfica no sólo
es de fetiches, también es de un ‘sexo ideal’ que siempre
está perdido y respecto del cual lo único que podemos
hacer es dar vueltas alrededor de signos que lo realizan (al precio
de someternos a un simulacro incesante). Pero es más que eso.
La pornografía ejemplifica la distinción lacaniana
entre la necesidad, la demanda y el deseo; distinción que se
refiere al modo en que los signos están destinados a
satisfacer excesos de una Realidad nunca alcanzada en la vida
cotidiana. Se desea ver ‘porno’ porque encontramos allí un
valor representativo de las necesidades que demandamos puedan ser
cumplidas en los signos. Cuando se representa mediante imágenes,
por ejemplo, a una ‘bella’ mujer que le practica una felación
a un hombre y, además, permite una eyaculación en su
rostro, obtenemos un índice de la demanda (y su satisfacción
correlativa) ligada al interés por cubrir una dimensión
excedente del goce. Es como si en la experimentación virtual
del sexo condujera a una realidad que cubre una dimensión
irrealizable en términos ‘normales’ del sexo; como si se
encontrara en el simulacro la fuente realmente
real
del goce. Si se quiere, cuando nos ocupamos de mirar los signos
fetichizados no hacemos más que insistir en la idea de que
algo realmente
mejor ocurre por fuera de ‘nuestras camas’, o sea, en la
impresión multiplicada por los signos de que ‘algo’
subyace al sexo.
De allí
que nuestra reflexión tenga dos momentos. Primero: como causa
de un posible placer, la imagen del objeto no es más que el
referente del sujeto; es el pivote que articula el deseo con el
placer porque es la proyección artificial de la demanda. O
sea, la imagen condena a hacer ver –y, al tiempo creer– que lo
importante es el artificio del simulacro y la presentación del
sexo como objeto de atracción. En resumidas cuentas, la
excitación de las partes específicamente erógenas
resulta del parcelamiento significante del cuerpo. Ciertas partes del
cuerpo son privilegiadas por la pornografía, no por su valor
representativo de lo erótico, sino por un apresamiento
simbólico de lo que da placer. Está pequeña
dimensión simbólica aparece claramente descrita en la
demanda. Cuando insistimos en que la pornografía supone una
sustracción de signos en la formación de relaciones
significantes (centralización del deseo en signos-objetos del
cuerpo desnudo), en el fondo, tratamos de decir que la imagen consume
los aspectos simbólicos e imaginarios del sujeto.
Se puede decir que el ‘porno’ absorbe, si no todas, por lo menos
gran parte de las demandas del sujeto al presentar una imagen
transparente ‘de todo aquello’ que da lugar a la complacencia de
tales demandas. Actualmente,
si es posible atribuir una realidad a los deseos inconscientes es
porque la eficacia de la imagen (para presentar fetiches) hace
posible convertir el mundo psíquico de la demanda sexual en
experiencia audiovisual.
La
imagen pornográfica satisface porque el sujeto puede hacer
frente a sus demandas por medio de su simulacro.
Segundo: con la
pornografía enfrentamos dos realidades de manera paradójica.
En la primera esta la realidad en el sentido cotidiano de la
expresión, esto es, la experiencia empírica de la vida
tal y como se da repleta de inconvenientes: hombres con disfunción
eréctil o eyaculación precoz –sin mencionar los
retornos traumáticos de fallos asociados a la sexualidad en el
orden anímico. Mujeres poco tonificadas y cansadas de la
ineptitud masculina a la hora de desvincularse de la simple
penetración en el sexo. Si miramos la sexualidad de frente nos
topamos, sin más, con la ‘normalidad’ de la vida
subjetiva. En la segunda realidad, confundimos el deseo con la
petición constante y sostenida de la realización del
excedente que no se cubre –en la primera realidad: en esa dimensión
esta materializado lo que el sujeto desea y debe conquistar de sí
mismo para realizar una sexualidad ‘ideal’. Es
como si "hubiese un objeto soñado detrás de cada
objeto real” (Deleuze-Guattari, 1985: 33). De
manera que la ilusión de simulacro pornográfico no sólo
viene del hiperrealismo de la imagen, sino de la idea de que hay por
lo menos una instancia en la que el goce total puede ser posible. Y
eso tiene una razón dada en la definición misma de la
demanda. La noción de demanda implica –casi siempre– una
cierta insatisfacción que la motiva: en estricto sentido,
demandamos ‘algo’; pero ese ‘algo’ no es un objeto al que
apunta nuestra atención, sino ‘otra cosa’.
Si cada
vez que preguntamos
‘¿quiero tal cosa?’ realmente estamos diciendo ‘¿demando
algo que no está en ella?’ persiste un tropiezo insuperable
relacionado, en el fondo, con el hecho de que la demanda esconde un
arquetipo irrealizable. O en términos lacanianos, un fantasma
al que volvemos una y otra vez sin saber por qué razón
estamos enlazados a él. Partiendo de esa idea, nuestra
intuición es que el ‘porno’ hace posible una relación
del sujeto con los signos en la que lo esencial no es el deseo, sino
el objeto sexual presentado como instancia de demanda. Para nosotros,
el simulacro pornográfico representa un ‘callejón sin
salida’. Los sujetos demandan sexo hiperreal tratando de cubrir un
vacío que viene de la idealización de la sexualidad con
lo que no hacen más que persistir en un sesgo entre dos
realidades incompatibles.
De cara a ese
problema, la alternativa que plateamos es que el deseo tiene que ver
más con la patología de la voluntad y no tanto con las
representaciones asociadas a los objetos de interés práctico.
Creemos que no se trata de rescatar una decencia perdida; la cuestión
no es autorizar o prohibir las formas perceptibles del sexo (la
imagen o la palabra). En últimas, todo nuestro ejercicio puede
resumirse en la idea de que el deseo es lo que vincula
la voluntad a los objetos de su interés y no un sentimiento
producido por las características particulares de tales
objetos.
Con ello, tratamos de mostrar que al caracterizar el concepto de
deseo como
un afecto se lo puede oponer a
una economía del placer en el sexo. Aquí vimos que,
lejos de circunscribirse a una experiencia íntima del deseo,
la imagen-porno anuncia que el deseo ha quedado detenido en una
relación simbólica que se caracteriza por la constante
presencia del fetiche; lo
demás,
dirá Baudrillard, es literatura (cfr. 1989: 41-42). Eso quiere
decir que el estadio de la libre devoración carnal agota las
posibilidades de la vida sexual en una satisfacción que no
explica nada, ni dice nada acerca de lo que estaría por fuera
del sexo. Ante
el fetichismo ‘porno’ –y en general a la tendencia
‘falocentrada’ de la publicidad– no hay que oponerle una
alternativa que pase por una ideología contestataria basada en
las diferenciaciones de género.
Creemos fundamentalmente que la salida a la pornografía es
evitar la ilusión de que algo
está perdido
y que podemos encontrarlo presentado en los signos de las
descripciones (literales o gráficas): pero sobretodo se trata
"de renunciar al goce para entrar en el orden simbólico”,
como dice Žižek (2006: 107). Quizá podría añadirse
que es necesario cesar en la idea de volcar la sexualidad en lo real
como una condición que permite abrir las posibilidades
simbólicas del deseo.
Sebastián Alejandro
González Montero.
Prof. de
Filosofía y
Magíster en Filosofía
Universidad
Colegio Mayor de
Nuestra Señora del Rosario – Escuela de Ciencias Humanas.
Miembro
Investigador Estudios
sobre Identidad (ESI) de la misma Universidad.
Doctorando
en Filosofía
Pontificia Universidad Javeriana – Facultad de Filosofía.
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Como dice
Baudrillard, el ocaso del
psicoanálisis y de la sexualidad como estructuras fuertes, su
hundimiento en un universo psíquico y molecular (que no es otro que el
de la liberación definitiva) deja así entrever otro universo (paralelo
en el sentido de que no convergen jamás) que no se interpreta ya en
términos de relaciones psíquicas y psicológicas, ni en términos de
represión o de inconsciente, sino en términos de juego, de desafío, de
relaciones duales y de estrategia de las apariencias: en términos de
seducción –en absoluto en términos de oposiciones distintivas, sino de
reversibilidad seductora– un universo donde lo femenino no es lo que se
opone a lo masculino, sino lo que seduce a los masculino […] ¿Qué
oponen las mujeres a la estructura falocrática en su movimiento” Una
autonomía, una diferencia, un deseo y un goce específicos, otro uso de
su cuerpo, una palabras, una escritura –nunca la seducción. Ésta les
avergüenza en cuanto puesta en escena artificial de su cuerpo, en
cuanto destino de vasallaje y de prostitución. No entienden que la
seducción representa el dominio del universo simbólico, mientras que el
poder representa sólo el dominio del universo real (1989: 15).
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