Jorge Luis Borges
El informe Brodie
(Buenos Aires, Emecé, 1970)
En
un ejemplar del primer volumen de las Mil y Una Noches (Londres, 1840)
de Lane, que me consiguió mi querido amigo Paulino Keins, descubrimos
el manuscrito que ahora traduciré al castellano. La esmerada caligrafía
-arte que las máquinas de escribir nos están enseñando
a perder- sugiere que fue redactado por esa misma fecha. Lane prodigó,
según se sabe, las extensas notas explicativas; los márgenes
abundan en adiciones, en signos de interrogación y alguna vez en
correcciones, cuya letra es la misma del manuscrito. Diríase que
a su lector le interesaron menos los prodigiosos cuentos de Shahrazad que
los hábitos del Islam. De David Brodie, cuya firma exornada de una
níbrica figura al pie, nada he podido averiguar, salvo que fue un
misionero escocés, oriundo de Aberdeen, que predicó la fe
cristiana en el centro de África y luego en ciertas regiones selváticas
del Brasil, tierra a la cual lo llevaría su conocimiento del portugués.
Ignoro la fecha y el lugar de su muerte. El manuscrito, que yo sepa, no
fue dado nunca a la imprenta.
Traduciré fielmente el informe, compuesto en un inglés incoloro,
sin permitirme otras omisiones que las de algún versículo de
la Biblia y la de un curioso pasaje sobre las prácticas sexuales de
los Yahoos que el buen presbiteriano confió pudorosamente al latín.
Falta la primera página.
********
"...de la región que infestan los hombres monos (Apemen)
tienen su morada los Mlch[1], que llamaré Yahoos, para que mis lectores
no olviden su naturaleza bestial y porque una precisa transliteración
es casi imposible, dada la ausencia de vocales en su áspero lenguaje.
Los individuos de la tribu no pasan, creo, de setecientos, incluyendo los
Nr, que habitan más al sur, entre los matorrales. La cifra que he
propuesto es conjetural, ya que, con excepción del rey, de la reina
y de los hechiceros, los Yahoos duermen donde los encuentra la noche, sin
lugar fijo. La fiebre palúdica y las incursiones continuas de los
hombres-monos disminuyen su número. Sólo unos pocos tienen
nombre. Para llamarse, lo hacen arrojándose fango. He visto asimismo
a Yahoos que, para llamar a un amigo, se tiraban por el suelo y se revolcaban.
Físicamente no difieren de los Kroo, salvo por la frente más
baja y por cierto tinte cobrizo que amengua su negrura. Se alimentan de
frutos, de raíces y de reptiles; beben leche de gato y de murciélago
y pescan con la mano. Se ocultan para comer o cierran los ojos; lo demás
lo hacen a la vista de todos, como los filósofos cínicos.
Devoran los cadáveres crudos de los hechiceros y de los reyes, para
asimilar su virtud. Les eché en cara esa costumbre; se tocaron la
boca y la barriga, tal vez para indicar que los muertos también
son alimento o —pero esto acaso es demasiado sutil— para que
yo entendiera que todo lo que comemos es, a la larga, carne humana.
En sus guerras usan las piedras, de las que hacen acopio, y las imprecaciones
mágicas. Andan desnudos; las artes del vestido y del tatuaje les
son desconocidas.
Es digno de atención el hecho de que, disponiendo de una meseta
dilatada y herbosa, en la que hay manantiales de agua clara y árboles
que dispensan la sombra, hayan optado por amontonarse en las ciénagas
que rodean la base, como deleitándose en los rigores del sol ecuatorial
y de la impureza. Las laderas son ásperas y formarían una
especie de muro contra los hombres-monos. En las Tierras Altas de Escocia
los clanes erigían sus castillos en la cumbre de un cerro, he alegado
este uso a los hechiceros, proponiéndolo como ejemplo, pero todo
fue inútil. Me permitieron, sin embargo, armar una cabaña
en la meseta, donde el aire de la noche es más fresco.
La tribu está regida por un rey, cuyo poder es absoluto, pero sospecho
que los que verdaderamente gobiernan son los cuatro hechiceros que lo asisten
y que lo han elegido. Cada niño que nace está sujeto a un
detenido examen; si presenta ciertos estigmas, que no me han sido revelados,
es elevado a rey de los Yahoos. Acto continuo lo mutilan (he is gelded),
le queman los ojos y le cortan las manos y los pies, para que el mundo
no lo distraiga de la sabiduría. Vive confinado en una caverna,
cuyo nombre es Alcázar (Qzr), en la que sólo pueden entrar
los cuatro hechiceros y el par de esclavas que lo atienden y lo untan de
estiércol. Si hay una guerra, los hechiceros lo sacan de la caverna;
lo exhiben a la tribu para estimular su coraje y lo llevan, cargado sobre
los hombros, a lo más recio del combate, a guisa de bandera o de
talismán. En tales casos lo común es que muera inmediatamente
bajo las piedras que le arrojan los hombres-monos.
En otro Alcázar vive la reina, a la que no le está permitido
ver a su rey. Ésta se dignó recibirme; era sonriente; joven
y agraciada, hasta donde lo permite su raza. Pulseras de metal y de marfil
y collares de dientes adornan su desnudez. Me miró, me husmeó y
me tocó y concluyó por ofrecérseme, a la vista de
todas las azafatas. Mi hábito (my cloth) y mis hábitos me
hicieron declinar ese honor, que suele conceder a los hechiceros y a los
cazadores de esclavos, por lo general musulmanes, cuyas cáfilas
(caravanas) cruzan el reino. Me hundió dos o tres veces un alfiler
de oro en la carne; tales pinchazos son las marcas del favor real y no
son pocos los Yahoos que se los infieren, para simular que fue la reina
la que los hizo. Los ornamentos que he enumerado vienen de otras regiones;
los Yahoos los creen naturales, porque son incapaces de fabricar el objeto
más simple. Para la tribu mi cabaña era un árbol,
aunque muchos me vieron edificarla y me dieron su ayuda. Entre otras cosas,
yo tenía un reloj, un casco de corcho, una brújula y una
Biblia; los Yahoos las miraban y sopesaban y querían saber dónde
las había recogido. Solían agarrar por la hoja mi cuchillo
de monte; sin duda lo veían de otra manera. No sé hasta dónde
hubieran podido ver una silla. Una casa de varias habitaciones constituiría
un laberinto para ellos, pero tal vez no se perdieran, como tampoco un
gato se pierde, aunque no puede imaginársela. A todos les maravillaba
mi barba, que era bermeja entonces; la acariciaban largamente.
Son insensibles al dolor y al placer, salvo al agrado que les dan la carne
cruda y rancia y las cosas fétidas. La falta de imaginación
los mueve a ser crueles.
He hablado de la reina y del rey; paso ahora a los hechiceros. He escrito
que son cuatro: este número es el mayor que abarca su aritmética.
Cuentan con los dedos uno, dos, tres, cuatro, muchos; el infinito empieza
en el pulgar. Lo mismo, me aseguran, ocurre con las tribus que merodean
en las inmediaciones de Buenos-Ayres. Pese a que el cuatro es la última
cifra de que disponen, los árabes que trafican con ellos no los
estafan, porque en el canje todo se divide por lotes de uno, de dos, de
tres y de cuatro, que cada cual pone a su lado. Las operaciones son lentas,
pero no admiten el error o el engaño. De la nación de los
Yahoos, los hechiceros son realmente los únicos que han suscitado
mi interés. El vulgo les atribuye el poder de cambiar en hormigas
o en tortugas a quienes así lo desean; un individuo que advirtió mi
incredulidad me mostró un hormiguero, como si éste fuera
una prueba. La memoria les falta a los Yahoos o casi no la tienen; hablan
de los estragos causados por una invasión de leopardos, pero no
saben si ellos la vieron o sus padres o si cuentan un sueño. Los
hechiceros la poseen, aunque en grado mínimo; pueden recordar a
la tarde hechos que ocurrieron en la mañana o aun la tarde anterior.
Gozan también de la facultad de la previsión; declaran con
tranquila certidumbre lo que sucederá dentro de diez o quince minutos.
Indican, por ejemplo: Una mosca me rozará la nuca o No tardaremos
en oír el grito de un pájaro. Centenares de veces he atestiguado
este curioso don. Mucho he vacilado sobre él. Sabemos que el pasado,
el presente y el porvenir ya están, minucia por minucia, en la profética
memoria de Dios, en Su eternidad; lo extraño es que los hombres
puedan mirar, indefinidamente, hacia atrás pero no hacia adelante.
Si recuerdo con toda nitidez aquel velero de alto bordo que vino de Noruega
cuando yo contaba apenas cuatro años ¿a qué sorprenderme
del hecho de que alguien sea capaz de prever lo que está a punto
de ocurrir?
Filosóficamente, la memoria no es menos prodigiosa que
la adivinación del futuro; el día de mañana está más
cerca de nosotros que la travesía del Mar Rojo por los hebreos,
que, sin embargo, recordamos. A la tribu le está vedado fijar los
ojos en las estrellas, privilegio reservado a los hechiceros. Cada hechicero
tiene un discípulo, a quien instruye desde niño en las disciplinas
secretas y que lo sucede a su muerte. Así siempre son cuatro, número
de carácter mágico, ya que es el último a que alcanza
la mente de los hombres. Profesan, a su modo, la doctrina del infierno
y del cielo. Ambos son subterráneos. En el infierno, que es claro
y seco, morarán los enfermos, los ancianos, los maltratados, los
hombres-monos, los árabes y los leopardos; en el cielo, que se figuran
pantanoso y oscuro, el rey, la reina, los hechiceros, los que en la tierra
han sido felices, duros y sanguinarios. Veneran asimismo a un dios, cuyo
nombre es Estiércol, y que posiblemente han ideado a imagen y semejanza
del rey; es un ser mutilado, ciego, raquítico y de ilimitado poder.
Suele asumir la forma de una hormiga o de una culebra.
A nadie le asombrará, después de lo dicho, que durante el
espacio de mi estadía no lograra la conversión de un solo
Yahoo. La frase Padre nuestro los perturbaba, ya que carecen del concepto
de la paternidad. No comprenden que un acto ejecutado hace nueve meses
pueda guardar alguna relación con el nacimiento de un niño;
no admiten una causa tan lejana y tan inverosímil. Por lo demás,
todas las mujeres conocen el comercio carnal y no todas son madres.
El idioma es complejo. No se asemeja a ningún otro de los que yo
tenga noticia. No podemos hablar de partes de la oración, ya que
no hay oraciones. Cada palabra monosílaba corresponde a una idea
general, que se define por el contexto o por los visajes. La palabra nrz,
por ejemplo, sugiere la dispersión o las manchas; puede significar
el cielo estrellado, un leopardo, una bandada de aves, la viruela, lo salpicado,
el acto de desparramar o la fuga que sigue a la derrota. Hrl, en cambio,
indica lo apretado o lo denso; puede significar la tribu, un tronco, una
piedra, un montón de piedras, el hecho de apilarlas, el congreso
de los cuatro hechiceros, la unión carnal y un bosque. Pronunciada
de otra manera o con otros visajes, cada palabra puede tener un sentido
contrario. No nos maravillemos con exceso; en nuestra lengua, el verbo
to cleave vale por hendir y adherir. Por supuesto, no hay oraciones, ni
siquiera frases truncas.
La virtud intelectual de abstraer que semejante idioma postula, me sugiere
que los Yahoos, pese a su barbarie, no son una nación primitiva
sino degenerada. Confirman esta conjetura las inscripciones que he descubierto
en la cumbre de la meseta y cuyos caracteres, que se asemejan a las runas
que nuestros mayores grababan, ya no se dejan descifrar por la tribu. Es
como si ésta hubiera olvidado el lenguaje escrito y sólo
le quedara el oral.
Las diversiones de la gente son las riñas de gatos adiestrados y
las ejecuciones. Alguien es acusado de atentar contra el pudor de la reina
o de haber comido a la vista de otro; no hay declaración de testigos
ni confesión y el rey dicta su fallo condenatorio. El sentenciado
sufre tormentos que trato de no recordar y después lo lapidan. La
reina tiene el derecho de arrojar la primera piedra y la última,
que suele ser inútil. El gentío pondera su destreza y la
hermosura de sus partes y la aclama con frenesí, arrojándole
rosas y cosas fétidas. La reina, sin una palabra, sonríe.
Otra costumbre de la tribu son los poetas. A un hombre se le ocurre ordenar
seis o siete palabras, por lo general enigmáticas. No puede contenerse
y las dice a gritos, de pie, en el centro de un círculo que forman,
tendidos en la tierra, los hechiceros y la plebe. Si el poema no excita,
no pasa nada; si las palabras del poeta los sobrecogen, todos se apartan
de él, en silencio, bajo el mandato de un horror sagrado (under
a holy dread). Sienten que lo ha tocado el espíritu; nadie hablará con él
ni lo mirará, ni siquiera su madre. Ya no es un hombre sino un dios
y cualquiéra puede matarlo. El poeta, si puede, busca refugio en
los arenales del Norte.
He referido ya cómo arribé a la tierra de los Yahoos. El
lector recordará que me cercaron, que tiré al aire un tiro
de fusil y que tomaron la descarga por una suerte de trueno mágico.
Para alimentar ese error, procuré andar siempre sin armas. Una mañana
de primavera, al rayar el día, nos invadieron bruscamente los hombres-monos;
bajé corriendo de la cumbre arma en mano, y maté a dos de
esos animales. Los demás huyeron, atónitos. Las balas, ya
se sabe, son invisibles. Por primera vez en mi vida, oí que me aclamaban.
Fue entonces, creo, que la reina me recibió. La memoria de los Yahoos
es precaria; esa misma tarde me fui. Mis aventuras en la selva no importan.
Di al fin con una población de hombres negros, que sabían
arar, sembrar y rezar y con los que me entendí en portugués.
Un misionero romanista, el Padre Fernandes, me hospedó en su cabaña
y me cuidó hasta que pude reanudar mi penoso viaje. Al principio
me causaba algún asco verlo abrir la boca sin disimulo y echar adentro
piezas de comida. Yo me tapaba con la mano o desviaba los ojos; a los pocos
días me acostumbré. Recuerdo con agrado nuestros debates
en materia teológica. No logré que volviera a la genuina
fe de Jesús.
Escribo ahora en Glasgow. He referido mi estadía entre los Yahoos,
pero no su horror esencial, que nunca me deja del todo y que me visita
en los sueños. En la calle creo que me cercan aún. Los Yahoos,
bien lo sé, son un pueblo bárbaro, quizás el más
bárbaro del orbe, pero sería una injusticia olvidar ciertos
rasgos que los redimen. Tienen instituciones, gozan de un rey, manejan
un lenguaje basado en conceptos genéricos, creen, como los hebreos
y los griegos, en la raíz divina de la poesía y adivinan
que el alma sobrevive a la muerte del cuerpo. Afirman la verdad de los
castigos y de las recompensas. Representan, en suma, la cultura, como la
representamos nosotros, pese a nuestros muchos pecados. No me arrepiento
de haber combatido en sus filas, contra los hombres-monos. Tenemos el deber
de salvarlos: Espero que el Gobierno de Su Majestad no desoiga lo que se
atreve a sugerir este informe.”
[1] Doy a la ch el valor que tiene en la palabra loch. (Nota del autor.) Jorge Luis Borges, El Informe Brodie, en Obras completas, Buenos Aires, Ed. Emecé. http://homepage.mac.com/eeskenazi/borges5.html.
|