El mercado de lo fútil
por Juan Ignacio Macua Letra Internacional nº 89Es una guerra eterna y perdida. Siempre, al
menos así nos parece en una perezosa mirada a la historia, la creación
ha estado sometida a los dictados de los mecenas, sujeta a la
intervención de los poderes, cualesquiera que estos sean. Lo que varía
con el tiempo es la fachada del amo, pero los creadores siempre han
claudicado: aquel cromañón ante los chamanes, brujos o cazadores, cuando
se negaba a pintar las cabras preñadas. Ante los faraones, los
iluminadores que pretendían miradas frontales y no perfiles. Frente a
los cánones, cuando algún osado perdía las proporciones de los brazos de
una Venus. Pedían perdón a los abades, cuando enfurecían a las bestias
que decoraban sus Apocalipsis. Los juglares se tragaban las migajas con
las que reyes y señores les obsequiaban por cantar sus gestas y sus
hazañas. Los papas y los ricos príncipes imponían los centímetros de
lapislázuli que debían llevar sus encargos. Los poetas seguían dedicando
sus libros a la displicencia de los duques, condes o condeduques. Los
decoradores exigían metros de paisaje o de marina. Los marchantes
marcaron las jerarquías en las revoluciones, vanguardias y
transvanguardias. Y hoy nadie duda que manda el mercado.
Y como todo mercado que se precie, su primera
actuación es despertar el interés y la necesidad en el comprador y, a la
vez, imponer al productor lo que responde a esa necesidad. Y la
segunda, hacer que todo cambie y evolucione, que la reposición sea lo
más urgente posible, que por tanto la liviandad del producto garantice
su evaporación. Al fin y al cabo, ya lo predijeron los grandes sabios:
"todo lo sólido se desvanece en el aire". Pero, ¿tan pronto?
El mundo de lo que llamamos cultura es una
universal megatienda. Ya ni siquiera es, como en su día señaló Theodor
Adorno, una industria cultural. Hoy es un inmenso supermercado en el que
las leyes las dicta el consumo. Megatienda a la que todo el mundo está
llamado a acudir, aunque sólo sea porque allí va a encontrar todo lo que
necesita. Y por si fuera necesario, los medios le prepararán y
acompañarán en su búsqueda, ellos le dirán qué libro debe leer - por eso
publican las clasificaciones de libros más vendidos -qué película ha
tenido más espectadores, cual es la exposición que mayores colas
provoca, qué disco se piratea más y quien ha batido el récord en la
última subasta.
El poder del dios mercado es tan fuerte, ha
invadido de tal manera el mundo de la creación cultural que todo aparece
teñido de color viscoso, que todo es una masa informe. Ante la
engullidora trampa de crear y consumir, consumir y crear, sin reposo, se
abre la posibilidad de que todo el mundo pueda ser creador con tal de
que su producto se venda. Un presentador de televisión es un gran
novelista puesto que su libro ocupa uno de los primeros puestos;
cualquier metáfora barata realizada con un ordenador o filmada en vídeo
es tomada como el paradigma de la contemporaneidad; si alguna belleza de
pasarela se deja fotografiar sin que la pantalla chirríe, ya tenemos
aspirante al Oscar.
No es malo que los productos culturales se
vendan o se compren, se coticen según las leyes de la oferta y la
demanda y repartan sus beneficios por esa extensa red de autores,
productores, distribuidores, tenderos y galeristas, publicistas,
representantes, críticos, etcétera. El problema reside en que sea el
mercado quien imponga no solamente el precio, que está en su derecho, ni
siquiera el éxito comercial, que de él sale, sino que marque los
criterios de la creación. Y ya se sabe, si el mercado traza el camino,
dictamina las reglas, todo es representación. Es inútil preguntar si un
producto cultural es o no es bueno, resulta imbécil preguntar si es
original, hoy solamente interesa que, como señaló John Seabrook en su Nobrow: La cultura del marketin, el marketin de la cultura ,
sea "demo" -palabra que no viene de democracia ni de demostración, sino
de demografía, que se refiere al "¿cuántos?" que es lo que clasifica e
importa.
Se inundan todos los productos de diseño, de
apariencia. Casas de diseño, bares de diseño, ropa de diseño, libros de
diseño, cine de diseño, música de diseño, instalaciones de diseño, hasta
cuerpos y genes de diseño. No es raro; a fin de cuentas, lo comercial
no deja de ser hoy, en todos los campos, una fusión de lo estético y lo
utilitario.
Se fuerza para que el estilo se convierta en
marca, pues cualquier mercancía que no tenga marca es basura, no tiene
venta. Algo parecido a lo que ha ocurrido con la arquitectura, que se ha
convertido en el logotipo promocional de las ciudades, véase el caso
Guggenheim y Bilbao.
Se exige que en el fondo de toda trasgresión se
esconda lo políticamente correcto, aunque el autor se disfrace de
valiente nieto del 68, aunque, como le pasó a su abuelo, sólo le importa
que el sistema le ría la gracia.
Se premia lo fácil y lo superfluo, pero con
eslógan que sirva de palanca al esfuerzo publicitario. La creación se ha
convertido en fogonazo de pólvora mojada, en fulgor de fuegos
artificiales que no dejan rescoldo ni brasa que remover. Pero eso sí,
siempre debe parecer todo nuevo, aunque la novedad no garantice
categoría, ni el rediseño sea una alfombra que pueda esconder la
porquería.
El mercado no para, no puede parar. Si la
creatividad es fuente agotable, el mercado no puede esperar y cambiará
de proveedor o forzará al de siempre a que camufle la sequía con neos,
post y demás disfraces.
Por eso los momentos cumbres de nuestro mundo
cultural, las grandes fiestas anuales a las que se dirigen los esfuerzos
de creadores y de todo el mundo que a su alrededor y de ellos vive, son
La Feria del Libro (feria, ¿entienden?) y Arco (feria, también).
Añadamos a estos fastos, las galas, (mejor dicho, su trasmisión) de
Oscar y de su hermano pobre, Goya.
Cualquier periódico se hace eco del éxito,
siempre inenarrable, que en esta ciudad tiene el teatro y le dedica
páginas y páginas al estreno continuo y sin descanso de gastados y
antiguos musicales, eso sí, de reconocido y requeteaburrido éxito
taquillero. Mientras que nadie que no esté en el ajo puede conocer quién
y qué se hace en los márgenes, en esos esforzados, al parecer inútiles,
bien llamados independientes.
¿Y aquella parte de la cultura que no se
manifiesta en productos de mercado? Pues sufre también,
descorazonadamente, de la todopoderosa mano del dios mercado. Los
poderes públicos, siguiendo el franquista modelo del Instituto Nacional
de Industria, solamente se hacen cargo de lo que no rinde frutos.
Económicos, claro. En lo demás, ponen los medios para que la condición
más fundamental del mercado, la moda, propicie la atmósfera en la que
puedan desarrollarse los productos que luego serán estrellas en la
megatienda. El Quijote, por ejemplo. Conciertos, exposiciones, proyecciones, estrenos, libros y souvenirs
han protagonizado el éxtasis cervantino de este año. Hasta los que en
cercanos días han sido tenidos por creadores independientes, muy suyos
ellos, han entrado en el juego y tenido que interpretar, eso sí,
tridimensionalmente, al manoseado héroe. Una ocasión más para satisfacer
el apetito cultural de la inmensa masa de consumidores.
Y claro, aquellos que, siendo ajenos al mercado
cultural, quieren aprovechar el tirón de la moda cultural estudian y
pesan el poder de penetración que lo quijotesco, sumándole el empuje
institucional, tiene y el resultado que en su aceptación y aprecio pueda
suponer su pequeño esfuerzo. Esos que se llaman patrocinadores, porque
mecenas suena a otros tiempos y la palabra espónsor en estos momentos de
confusión matrimonial es mejor no mentarla, siguen fielmente las
recomendaciones y exigencias del mercado a la hora de poner sus dineros
en cualquier producción cultural.
Y así hemos tenido quijotes en la historia y la
historia de los quijotes; los libros del Quijote y el quijote de los
libros; los que pintaron sin leer el Quijote y los que lo han leído,
pero no pintan nada; hemos oído trompetas y clamores y premiado a las
ovejas y a los corderos. En fin, quijotes para todos y todos para el
Quijote. Todo un programa cultural que el mercado contempla con la
sonrisa del gato que se ha comido el pez, pues todo se ha hecho con
tanto mimo, tanto cuidado y tanta precaución que no se ha movido ni un
pelo de los citados patrocinadores, pues en todo momento se han tenido
en cuenta sus innegociables exigencias:
Que no toque las narices de nadie y que si
critica algo del sistema lo haga como nos enseñó san Walt Disney con
gracia y simpatía.
Que atraiga el mayor número de consumidores, perdón de espectadores, perdón también, de gentes.
Que repercuta favorablemente en su imagen de
banco, multinacional o gran empresa, siempre dispuesto a devolver parte
de sus ganancias.
Que suscite páginas y páginas en los periódicos y muchos minutos en los otros medios.
Que sus logotipos coronen las mesas presidenciales y aparezcan gallardos en los carteles.
Que la parte importante de la inversión corra a cargo de las entidades públicas comprometidas -ellos, simplemente ayudan.
Que en el estreno, la presentación o la
inauguración puedan aparecer del brazo de las más altas autoridades y
más prestigiosos artistas.
Que puedan invitar al concierto a sus Consejos,
realizar visitas privadas, organizar cenas y saraos relacionados con el
evento, anunciarlo en los escaparates de sus sedes, agencias y
sucursales, dejando, a ser posible, que la autoría quede difusa pero
clara su presencia.
Y en estas aguas turbulentas es imposible la
navegación de altura. El olmo no tiene peras. Y los artistas no están
dispuestos ni se les deja a subirse al palo mayor y mirar sobre las olas
cómo avanza la gran tormenta de la globalización.
Esa que ¡lástima! amenaza con igualarnos por el
mismo rasero. Esa que no te permite adivinar en qué museo estás, pues
todas las obras son iguales: mezquinas y baratas metáforas de alto coste
que llaman instalaciones, supongo que por envidia con las de la
fontanería; fotografías sin misterio ni magia de rebuscada y previsible
composición; documentales televisivos que ahora se ven en plasma
tumbados en el suelo; grandiosas invenciones del Mediterráneo que no
valen ni para encima del sofá, porque no aguantan la segunda mirada;
estruendosos grititos que no despiertan ni al niño dormido, etcétera.
Pero no pasa nada. ¿A quién le importa? ¿No
estamos todos muy cómodos frente a la pantalla de nuestro móvil jugando
en la red que borra diferencias y estrecha los lazos, mientras el globo
se pincha y todo cae en mil pedazos?
Vivimos gustosamente en este circo de la cultura
global, la única, la incomparable, la hollywoodiense, "la que impone lo
locuaz, lo terso, lo sentimental, lo mecánico y despreocupado, la que
se burla de su esencia y se revuelve con franca hostilidad contra lo
reflexivo, la que reinventa la historia, la que se interesa por
presentar un mundo en paz, sin graves conflictos, un mundo de risitas,
un mundo en el que la mayor decisión es elegir a qué jugar, a qué
tiovivo subirse en el ferial..." (Tod Gitlin). Al fin y al cabo, todavía
nuestra cultura está encarnada en el ratón Mickey con su divertida
rebelión contra las autoridades, con su linda y suave mofa de los serios
adultos, con su mundo acogedor, apacible y limpio, siempre, al final,
correcto. Y no nos damos cuenta que tiene las orejas de papel y no oye
los gritos, la nariz es postiza y no se da cuenta de que la realidad
huele a podrido y molesta, exige el tributo de la reflexión y su
rebelión es dura y sangrienta.
El artista se ha refugiado bajo el embozo de los
gestores. Ahora sus obras forman parte de un texto que han escrito,
editado y pagado otros. Sus obras son frases a las que les da sentido el
ser incluidas en una exposición con tema, con lema, con ese título,
guiño intelectual, que demuestra el ingenio y el saber de gestores y
comisarios. El artista se rebuja, sedado con el analgésico de un
continuo espectáculo, envuelto en el placer inmediato que produce el
pensamiento débil de rápido consumo, la pirueta barata, la parodia de
vanguardismo, la ridícula metáfora y el desaforado griterío del mercado.
Mientras se olvida de la historia y la historia le salta en la cara con
chispazos de fuego y el tronar de los cuatro, los cuatro viejos
caballos. Habla y no para de su poética, mientras celebra que las nanas
de los poetas sustituyan a los gritos de las pancartas. Aplaude con
fervor que la fascinación de la universal pantalla apague con sus dulces
telarañas la imagen de la realidad fría y cruda.
Pero el mercado sigue, como la función. Y no
importan las débiles quejas de los descontentos de siempre, los que no
han triunfado, los que no venden, los desengañados que se aferran a las
viejas nociones de significado, a la melancolía y la nostalgia de
tiempos pasados, a la revolución pendiente, al trasnochado progresismo
que quiere seguir viendo en el arte el escalón, el empujoncito que les
permita trascender la superficialidad de lo simple y políticamente
correcto. Claro que en medio de la borrasca, aquí y allá,
aparecen pequeños resplandores, que esperamos no sean fuegos de San
Telmo. Todavía podemos encontrar ese libro que no edita la gran empresa
que cotiza en la bolsa ni sale en la lista de los más vendidos de las
separatas culturales. Aún se arriesgan y se exponen algunos artistas a
que la reflexión y el trabajo estructuren sus obras, digan lo que digan
los gurús, ordene lo que ordene el mercado. De vez en cuando podemos ver
museos que no son logotipos ni emblemas, pero que sirven para conservar
y mostrar el patrimonio. Si prestamos atención quizá oigamos entre el
vocerío insufrible el deslumbrador sonido de la música inteligente. Es
posible que en medio de los juegos de luces y de las tramoyas, podamos
retomar la funesta manía de pensar. Y, todo es posible, hasta seamos
testigos en un tiempo cercano de que esto se desmorona, de que se acaba
el consumismo, esa nube que enturbia al propio mercado, esa compulsiva
obsesión por estar al día, por el récord, por no perdernos la ópera que
se estrena, el libro que se comenta o la exposición que se admira. De
que desaparece ese desmedido interés por ser los primeros en ver todo y
no entender nada, en haber estado y no haber sido, ese afán casi
epiléptico por gastar tiempo y dinero, por coleccionar certificados de
asistencia, diplomas de culto y de distinguido.
Quizá sea la última jugada del mercado, que como
todo dios no juega a los dados, y nos devuelva desde ese sentido de la
realidad que le atribuyen sus fanáticos creyentes un arte que rompa el
cascarón de la apariencia y se comprometa, sí, se comprometa, con la
realidad, con el profundo quehacer de despertarnos del entontecedor
sueño del placer barato y la tranquilidad falsa.
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