¿Existe Europa?
Embajador de España
No more images like this for the future. Taken at Glastonbury festival, UK (Image: burge5000/ Flickr)
Nadie en 1945, al acabar la Segunda Guerra Mundial, hubiera podido
prever la historia de éxitos que ha sido la europea desde entonces.
Ayudada en la económico, en lo politico y en lo militar por Estados
Unidos, y propulsada por la visión de gentes como Adenauer, Schuman y De
Gasperi, el germen de la unidad continental, causa y efecto de los
desarrollos posteriores, no solo ha sabido sellar la reconciliación de
pueblos que durante generaciones se habían tenido por enemigos mortales,
sino que además ha generalizado la estabilidad que encuentra su raíz en
el funcionamiento de la democracia y la prosperidad asociada a la
economía –que en su momento se adjetivaba como «social»– de mercado. Por
si no fuera suficiente el catálogo de las consecuciones para certificar
la calidad y la cantidad de los logros, bastaría con observar el
poderoso efecto de atracción que hoy la Unión Europea –y lo que antes
había sido el Mercado Común o la Comunidad Económica Europea– ha
ejercido y sigue ejerciendo sobre la vecindad de sus fronteras. Con las
conspicuas y, si se quiere, irrelevantes excepciones de Suiza, Noruega e
Islandia, no hay hoy país europeo que no haya sido acogido en la gran
familia –veintisiete son ahora los miembros de una agrupación que
comenzó con seis– y raro es el que, reclamando esa cualidad geográfica e
ideológica, no desee llegar a serlo. Hasta los que se mueven en
fronteras tradicionalmente no tenidas en exclusiva por europeas, como es
el caso de Turquía, espera ocupar un sitio en la mesa bruselense. Los
exégetas de la Unión cuentan y no acaban los hitos del fenómeno en su
extensión territorial, en su potencia demográfica, en su capacidad
comercial, en su poderío económico, incluso en su buena reputación
internacional, que se caracterizaría sobre todo por la habilidad para
«hacer el bien» sin los perfiles hostiles y belicosos que suelen
asociarse al comportamiento de las grandes potencias. Esa Europa,
potencia benéfica, armada de su imbatible «soft power», el
poder blando posmoderno, aparecería como la estación de llegada ansiada
por tantos en un mundo hasta ahora dominado por la lógica guerrera
imperial. Es decir, la de Estados Unidos.
Y, sin embargo, Europa, entrados ya en el segundo decenio del siglo
xxi, no acaba de redondear los anhelos de su propuesta y tanto debate
sobre su naturaleza que, a la postre, la ola de entusiasmo que despertó
su nacimiento y desarrollo sufre ahora, y ya desde hace algún tiempo,
los embates de los escépticos que ponen en duda la razón última de su
existencia o los métodos de su puesta en práctica. Pareció en su momento
que la Europa creada en los Tratados de Roma debería acabar siendo una
confederación o incluso una federación de Estados, pero lo mejor que los
teóricos encuentran para definirla son las nacientes e inciertas
calidades de un ser de naturaleza especial del que no se espera que
culmine nunca en una unidad política. Europa sigue siendo, dentro de esa
perspectiva, un ente de razón sobre el que planea, tres décadas después
de que fuera pronunciado, el famoso y cruel dictum
kissingeriano: «¿Alguien conoce el teléfono del responsable de la
política exterior europea?». Las sucesivas ampliaciones, cuyos benéficos
resultados para la prosperidad y la estabilidad del continente nunca
serán suficientemente ponderados, han hecho perder en profundidad lo que
se ganaba en tamaño, y los más poderosos del conjunto, nunca propicios a
dejar de lado sus prerrogativas nacionales –véase la cara de franceses o
ingleses cuando oyen hablar de la conveniencia de ceder sus puestos
permanentes en el Consejo de Seguridad de la ONU para entregarlos a una
representación unitaria de la Unión, por ejemplo–, son cada vez más
dados a la reafirmación nacional de su políticas, incluso al margen de
las que bajo su influencia adopta el conjunto.
La contraposición entre el gigantismo económico de la agrupación y
su enanez política ha confirmado en la realidad su carácter tópico y, en
el marco de la inevitable comparación entre Europa y Estados Unidos
–¿no debían ser los miembros de la Unión los integrantes de los Estados
Unidos de Europa, en un paralelo fácil y atractivo con la realidad
americana?–, no ha pasado de ser un bienintencionado diseño académico.
Europa ha conseguido la consolidación de su sistema bajo el paraguas de
la pax americana garantizada por el aparato militar
estadounidense mientras abandonaba en manos del hegemón sus principales
exigencias de seguridad. Y si el agregado demográfico, comercial y
económico de los europeos resiste la comparación con el de los
estadounidenses, no puede, sin embargo, ocultar su artificiosidad: con
excepción de algunas áreas de políticas comunitarizadas, sobre todo en
el terreno comercial y agrícola, la Unión no posee la capacidad de
acción de un país dotado de una contundente voluntad unitaria de
proyección interior y exterior y que, además, posee también un
componente de «soft power» al menos tan convincente como aquel
del que presumen los europeos. A ello cabría añadir la incomprensible y
talmúdica complejidad del aparato institucional y decisorio de la Unión
–que hace todavía más difícil responder hoy a la pregunta de Henry
Kissinger– y los embates recientes de la crisis sobre el edificio
comunitario y las dudas, preguntas y desánimos que ello ha generado.
Sobre ese gran tema de nuestro tiempo ha volcado su ilustrada
atención el profesor y académico Emilio Lamo de Espinosa, una de las
mentes más lúcidas del panorama académico e intelectual español, al
prologar y dirigir un volumen colectivo de indispensable lectura para
todo aquel, profesional o lego, interesado en la evolución de la Unión
Europea, su presencia en el mundo y la participación y futuro de España
en su seno. El volumen se abre con un rotundo y matizado análisis de
Lamo de Espinosa y se articula en nueve capítulos que, ordenada y
coherentemente, estudian la economía, la energía, la demografía, el
«poder blando» de la Unión, la fragmentación europea, la evolución
institucional, Europa y la seguridad mundial, y España en Europa. El
libro se cierra con un capítulo de conclusiones, a la manera de
destilado desiderativo de lo que los autores ofrecen en sus respectivas
aportaciones. Los nombres de los autores de los estudios parciales,
todos ellos reconocidos y apreciados especialistas en sus respectivos
terrenos, deben figurar en la recensión del volumen: se trata de José
María de Areilza Carvajal, Paul Isbell, Javier Noya, Florentino Portero,
Charles Powell, Jaime Requeijo, Rick Sandell y José Ignacio
Torreblanca. La diversidad de las voces no afecta a la unidad de
propósito del libro, en general escrito con precisión e incluso
elegancia, y en ello debe ser reconocida tanto la capacidad directora
del coordinador y prologuista como la disciplina intelectual de quienes
han elaborado las diferentes partes. Es este un texto armónico y
cohesionado donde las diferentes plumas se escuchan mutuamente para
evitar disonancias o repeticiones, tantas veces presentes en los libros
colectivos.
Emilio Lamo y sus coescritores nos ofrecen una visión apasionada, a
la par que razonable, de Europa y su futuro en el universo cambiante
que bien pudiera resultar tan posestadounidense como poseuropeo. Y en la
descripción de las posibilidades, retos y oportunidades abiertas para
los europeos en ese panorama, los autores evitan los peligros paralelos
del «euroentusiasmo» o del «euroescepticismo». Es la suya una mirada
clara y sin complacencias, teñida, en cualquier caso, de la única manera
de entender el fenómeno europeo y, en general, las relaciones
internacionales del momento: el tan denostado y siempre imprescindible
realismo. En buena hora llega al lector español una reflexión sobre
Europa que no está sometida a las versiones prefabricadas de lo
políticamente correcto, coloreadas según las preferencias ideológicas
habituales: la izquierda proeuropea y la derecha euroescéptica. Bien es
verdad que la propuesta de Lamo y los suyos resulta cualquier cosa menos
aséptica: no existe la dicotomía Europa/Estados Unidos, sino la
mantenida urgencia de colaboración entre los dos; la Europa del milagro
está económica y demográficamente para pocos trotes si no se revisan
profundamente algunos de sus elementos de funcionamiento hasta ahora
tenidos por básicos; es urgente, en la medida en que ello sea posible,
devolver a la Unión el sentido político de innovación e impulso que
caracterizó el período fundacional, aunque sea en detrimento de la
expansiva burocracia que hoy rige los destinos de la pesada maquinaria
que tiene su acomodo en la capital belga.
En el trasfondo, España, forzada a realizar, como todos los demás,
sus propios acomodos en función de las circunstancias. Pasados los
tiempos de las primeras y necesarias ilusiones, cuando la Comunidad
Económica Europea incluía las esperanzas de prosperidad y democracia que
los ciudadanos esperaban tras el largo ciclo franquista, y cuando todo
lo que venía de Bruselas parecía de antemano bendecido por la sabiduría
del oráculo, llegados los momentos de la consolidación, cuando España
hace de su participación en el club un motor exigente para alcanzar
prioridades internas y externas o, el último y desviado trecho, cuando
desde 2004 se ha creído ingenuamente que la respuesta estaba en retornar
al europeísmo acrítico y milagrero, debemos, como Lamo y los demás
recomiendan, equilibrar las exigencias de la construcción europea, en
sus posibilidades y en sus límites, con la demanda de nuestros propios
intereses nacionales. Seríamos los únicos en no hacerlo. Lo demás sería
caer en la bobaliconería pacata de quienes todavía piensan que de
Bruselas cabe esperar milagros de bondad. Las exigencias del momento son
hoy muy otras y Europa después de Europa nos lo recuerda en cada una de sus seis centenares de páginas.
Este es el texto de personas a las que, a la manera unamuniana, les
duele Europa tanto como España. No hacen de su sentimiento un panfleto,
pero sí una sobria reflexión que debería ser cuidadosamente atendida.
Aunque solo fuera para evitar que, como en algún lugar del volumen se
evoca, la Europa de hoy, y quien dice Europa dice también España, se
convierta en el «parque temático» histórico-turístico-cultural del
mañana para uso de potentados americanos y asiáticos. Está en nuestras
manos el conseguirlo. ¿Seremos capaces de articularlo?
http://www.revistadelibros.com/articulo_completo.php?art=5027
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