PROFESOR TITULAR DE HISTORIA DE LAS IDEAS Y DE LA VIDA POLÍTICA EN LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE nº 172 · abril 2011
Paul Veyne es un veterano e interesante historiador de la Roma antigua.
Compañero de Foucault en la École Normale Supérieur durante la primera
mitad de los años cincuenta del pasado siglo, mantuvo con él una larga
amistad intelectual. Cerca de un cuarto de siglo después de su muerte,
Veyne parece haber sentido la necesidad de liberar a Foucault del
dudoso, pero me temo que irreversible, honor de figurar entre los
principales atlantes que sostienen la fachada del Mayo francés. ¿Qué nos
cuenta el historiador de la Antigüedad? Pues que su amigo Foucault
creía solamente en el conocimiento empírico de las singularidades. Y así
intenta convencernos de que, al igual que Max Weber, llevaba a cabo sus
investigaciones del nacimiento de la clínica, de la historia de la
locura o la sexualidad a partir de «tipos ideales» que servían de
instrumento heurístico de sus pesquisas históricas. Me temo, sin
embargo, que no estamos en absoluto frente a un tipo de investigación
comparable a la Ética protestante y el espíritu del capitalismo o
de obras como la de Ganshof sobre el feudalismo, por poner un ejemplo.
En realidad, el conocimiento de lo singular está subordinado en Foucault
a propósitos mucho más «universales» que «nominalistas», más
metafísicos que empíricos.
Militante del Partido Comunista Francés en los tres años finales de la
vida de Stalin, no fue la divinización de éste dentro y fuera de la
Unión Soviética y, sobre todo, en el comunismo francés, ni episodios
como la denominada «conjura de los médicos» del Kremlin de aquellos años
o el acoso inmediatamente anterior de su ministro de Cultura, Andrei
Zhdanov, a músicos como Dmitri Shostakovich, Sergei Prokofiev o Aram
Khachaturian por «formalismo», sino la lectura de Nietzsche lo que le
impulsó a la ruptura con Marx y el comunismo. Asumió, pues, la negación
nietzscheana de propósito y sentido del mundo, poblado, no obstante, por
una constelación caótica de singularidades, susceptibles, sí, de un
conocimiento científico. Pero éste no era un fin en sí mismo. Su
utilidad consistía en servir de instrumento a la debelación de toda
filosofía de la historia o propuesta de razón práctica que pretendiera
lo contrario, bien la búsqueda de sentido, bien fundamentar una conducta
moral. Paul Veyne nos explica a este respecto cómo las investigaciones
singulares y nominalistas de Foucault servían de investigación
«arqueológica» para establecer la «genealogía» no ya de la ideología y
las subideologías dominantes, sino algo todavía más abisal, el
«discurso» o episteme en el que toda teoría e ideología (poco
importa), sea cual sea el campo de conocimiento al que pertenezca, se
encuentra inevitablemente sumergida. Veyne emplea el símil
particularmente gráfico de la pecera. Así cabe entender ese «discurso» o episteme omnicomprensivo contra cuyos límites transparentes podemos, a lo sumo, chocar, pero en ningún caso traspasar. Estas peceras se
suceden unas a otras en la historia sin que ninguna trascendencia pueda
romperlas, compararlas o concatenarlas. Tampoco es posible explicar
cómo y por qué se suceden unas a otras. Por seguir con la referencia
kantiana anterior, esto significa que también el campo de la razón
teórica queda radicalmente subvertido por el enfoque nietzscheano de
Foucault. Pues, pese a la insistencia de Veyne en el carácter científico
del trabajo histórico de aquél, para él no existe el concepto de la
verdad como ideal regulador ni como pauta moral de comportamiento de los
científicos e historiadores, ya que tampoco existen los científicos ni
los historiadores ni ninguna clase de sujeto libre y responsable1 . Y esto no ocurre sólo debido a la limitación radical que impone la pecera
discursiva en la que yacemos inevitablemente. Además, existe para
Foucault el «poder», que entiende de un modo tan metafísico y misterioso
como el «discurso» o episteme. La misión de ese poder omnipresente consiste en fabricar «verdades» y sujetos ad hoc
en todos los campos. No en vano, en pos de su maestro, Friedrich
Nietzsche, Foucault proclamó la «muerte del hombre». Para Veyne, este
fue un exceso retórico, objeto, sin embargo, de críticas abusivas. El
caso es que la ciencia, de la que Nietzsche ya había subrayado su
impotencia metafísica tras la muerte de Dios por él decretada,
no es para Foucault sino un instrumento nietzscheano de dominación más
al servicio de la voluntad de poder del sistema, término que prefería a estructura.
Las «verdades» científicas sirven para formar sujetos obedientes y para
la legitimación de los infinitos tentáculos del poder, con médicos y
profesores en lugar destacado. De aquí se derivó, por cierto, un
aburrido e irrelevante debate sobre si Foucault era o no estructuralista
como su maestro en la École Normale, Louis Althusser.
No lo es, por el contrario, el punto capital, que Veyne pasa por alto,
de la ofensiva de Foucault contra la Ilustración como fuente de un
modelo exhaustivo de represión racionalizada y tecnificada a todos los
niveles. Según él, la función represora del poder de todo tipo de
desviaciones y disfunciones sociales se había centrado, en las
sociedades anteriores a la Ilustración, en el castigo físico del
delincuente y del rebelde. Castigos en cuya brutalidad y sadismo
Foucault puso una particular atención. Pero desde los siglos XVII y
XVIII, la razón y la racionalización progresiva, la «jaula de hierro»
que tanto temía Weber, se habían convertido en los instrumentos
fundamentales de la acción del poder, del poder ilustrado, amigo de la
educación y de la ciencia, cuya acción fluía a través de las cárceles y
las nuevas instituciones hospitalarias, junto con el aparato educativo
del mundo burgués inaugurado en el siglo XVIII. De ahí su preferencia
por el estudio de los locos y marginales, pues sólo ellos representaban,
no tanto una libertad trascendente y emancipadora –algo imposible en la
metafísica de Foucault, superadora de la antigualla marxista–, pero sí
la rebelión y la violencia destructiva como, al menos, una postura
estética en la senda trillada del anarquismo. Según le explicó al
periodista K. S. Karol en 1976, los campos de concentración de la Unión
Soviética, «se aproximan al viejo aparato penitenciario inventado en el
siglo XVIII. La Unión Soviética castiga conforme al método del orden
"burgués”, quiero decir el orden de hace dos siglos»2.
Ese mismo año, en su curso del Collège de France de 1975-1976, tuvo a
bien puntualizar igualmente que «el nazismo es, en efecto, el desarrollo
hasta el paroxismo de los nuevos mecanismos de poder que se habían
establecido a partir del siglo XVIII»3.
Por tanto, entrados ya en el campo de la política, en el que Veyne se
muestra especialmente cauto y discreto, lo anterior deja claro que, para
Foucault, no existían diferencias cualitativas, sino únicamente
variantes dentro de un tronco común entre los sistemas educativos y
represivos de las democracias representativas y los sistemas
totalitarios. Si acaso, era más insidioso e hipócrita el falsamente
libre y tolerante modelo occidental, aunque lo que en realidad importaba
era su peligrosidad mucho menor en el caso de ser desafiados.
Plantea aquí Veyne una modesta pero lúcida objeción a la manifestación
ostentosa de la rebeldía antisistema por parte de Foucault: de acuerdo
con las premisas «nominalistas» de éste, no existía ninguna razón válida
a favor de la rebelión en lugar de mantenerse al margen o someterse al sistema.
Todo lleva a pensar, por el contrario, que la rebelión, aun la más
radical, forma parte de los subdiscursos del sistema dentro del episteme
dominante, imposible de superar, incluso por Foucault. Pero de nuevo
aquí surge el estilo inimitable del sesentayochismo, a cuyos rituales
Foucault se sumó con entusiasmo, procedente de Túnez, donde enseñaba. En
un debate con un Noam Chomsky muy jovencito, en noviembre de 1971, que
puede verse hoy colgado en Youtube, Foucault desconcertó al
norteamericano cuando afirmó algo que reiteraría en otras ocasiones: la
rebelión del proletariado había de ser violenta y sangrienta.
«No veo qué objeción puede hacerse a esto», sentenció. Por su parte, nos
cuenta Mark Lilla en este mismo sentido que, perteneciente a la Gauche prolétarienne,
justo a comienzos de los años setenta, y cuando ésta se dividió sobre
si abrazar o no el terrorismo, que entonces empezaba a despegar con
diferentes pretextos en Alemania, Italia y España, Foucault utilizó la
barbarie ácrata para llegar más lejos que nadie, cuando consideró puro
formalismo, «racionalización» seguramente, la formación de tribunales de
excepción para castigar a los contrarrevolucionarios y a otros enemigos
«del pueblo». Primero, se debía actuar, esto es, ejecutar y luego
discutir el papel de los tribunales revolucionarios. El ideal educativo a
alcanzar por el Estado consistía así en «educar a las masas mismas»,
para que lleguen a decir «de hecho, no podemos matar a este hombre» o
«de hecho, debemos matarlo»4. Y todo este despliegue de violencia insensata para, finalmente, no poder traspasar los límites de la pecera forjada por la Ilustración.
El sufrido Veyne prefiere, por su parte, recordarnos que la publicación en 1973 del Archipiélago Gulag de Solzhenitsyn supuso un gran revulsivo para Foucault. De modo que, cuando André Glucksman incluyó a este último entre Les maîtres penseurs (1977)
del totalitarismo, el aludido hizo una crítica positiva del libro.
Llegó, incluso, a recomendar a sus alumnos la lectura de Adam Smith,
Mises y Hayek, pues, entre otros méritos, correspondía al primero y no a
Marx la ruptura y reconstitución del paradigma de la ciencia económica5.
Flor de un día, en todo caso, esta moda liberal. Inmediatamente, se
sintió –nos cuenta Veyne– profundamente atraído por la revolución iraní,
por el hecho inverosímil para un francés de que la religión volviera a
convertirse en el motor fundamental de la política. Como corresponsal en
Teherán del Corriere della Sera y de Le Monde explicó
en los años 1978 y 1979 ese deslumbramiento, que le había llevado ya a
visitar al propio Jomeini durante su exilio parisiense. Según Veyne,
todo esto tenía mucho de frívola incredulidad, pero no deja de
constituir una manifestación suicida por parte de un homosexual adscrito
al sadomasoquismo. Y es esta condición personal la que terminó
arrojando una luz muy reveladora acerca de la relación entre teoría y
práctica en el caso de Foucault.
Éste prefería los modos discretos y aun clandestinos del ambiente
homosexual francés y europeo. Pero se integró con creciente satisfacción
en el mundo abierto de los gays norteamericanos en San Francisco y
Nueva York. Ahora la fascinación consistía en que el ambiente constituyera un fin en sí mismo, sin necesidad de ninguna dignificación revolucionaria contra
el sistema. Esta dedicación coincidió con su última etapa intelectual,
presidida por la lectura de los filósofos estoicos y su «cuidado del
yo». Algo así como la forja filosófica del sujeto frente al posterior
ritualismo de la conciencia cristiana. Cuando apareció, a comienzos de
los años ochenta del siglo pasado, la epidemia del sida, sin embargo,
Foucault reaccionó conforme a sus primitivos esquemas: el sida
constituía el argumento de un discurso pseudocientífico del poder médico
contra el desafío homosexual al matrimonio y la familia burgueses. Por
esa misma razón, rechazó las crecientes presiones del movimiento gay
para reforzar la investigación y obtener una vacuna que detuviera el
progreso de una enfermedad entonces mortal de necesidad. En su opinión,
eso no haría sino reforzar el poder represor de la medicina y facilitar
el camuflaje científico de un discurso moral represivo. Por lo tanto,
cuando él mismo contrajo la enfermedad, no se dio por enterado y,
lógicamente, tampoco se consideró obligado a prevenir a sus contactos
sexuales de que era seropositivo, por más que sobre este punto exista
cierta controversia. Lo cierto es que Foucault, descendiente de una
antigua e ilustre familia de médicos, profesión a la que quiso dedicarle
su padre, murió protegido por ese poder médico tan denostado por él, en
el hospital de La Salpêtrière de París, el bastión más antiguo y el
paradigma de la racionalización represiva ilustrada de la práctica
médica, que a sus ojos constituía la quintaesencia del sistema y su discurso.
En esta ocasión, Foucault no proclamó su rebelión como gay. Estaba
demasiado enfermo para replantearse los fundamentos de su obra y, sobre
todo, su versión de los conceptos de ciencia, verdad y sujeto. Optó por
parapetarse en el muro de negación y silencio que los médicos y su
círculo familiar y de amistades erigieron en torno a él. El libro de
Paul Veyne proyecta, en lo posible, esa última discreta penumbra, al
tiempo que representa una piadosa corona fúnebre sobre los restos de un
exponente más del penoso legado del Mayo francés.
Tomado de : http://www.revistadelibros.com/articulo_completo.php?art=4917