Fuente:
Nación apacheTodo lo que rodea mi encuentro con él está teñido de vergüenza.
Diciembre,
1947. Yo tenía catorce años y rebosaba de impaciencia y admiración
vehementes por la realidad a la que viajaría una vez liberada de esa
larga condena, mi niñez.
Final casi a la vista. Ya en penúltimo año
terminaría la secundaria todavía con quince. Y después, y después… todo
se desplegaría. Mientras tanto yo esperaba y mataba el tiempo (¡todavía
catorce!) recién transferida desde el desierto del sur de Arizona a la
costa del sur de California. Un ambiente nuevo y distinto, con flamantes
y bienvenidas posibilidades de evasión. El que mi peripatética madre
viuda hubiera vuelto a casarse en 1945 con un as de la Fuerza Aérea del
Ejército herido en combate, condecorado y buen mozo, que había sido
enviado al curativo desierto para culminar una hospitalización de un año
(había recibido heridas de metralla cinco días después del Día D)
parecía haberla arraigado a ella. Al año siguiente nuestra reciente
familia ensamblada –madre, padrastro, hermanita, perro, niñera irlandesa
teóricamente asalariada que había quedado de los viejos tiempos, más la
extranjera residente, yo– habíamos vaciado el bungalow con paredes
revestidas de estuco en una calle de tierra en la periferia de Tucson
(donde se nos había sumado el capitán Sontag) para mudarnos al
confortable y acogedor chalet de ventanas con postigos, setos de rosal y
tres abedules en la entrada del Valle de San Fernando donde en aquel
momento yo trataba de quedarme quieta fingiendo una vida familiar
durante el resto de mi inverosímil niñez. Los fines de semana mi
padrastro, que ya sin el uniforme conservaba aún su espíritu de
camaradería militar, ordenaba formaciones de bifes y choclos
apretadamente envueltos en papel de aluminio en la barbacoa del patio;
yo comía y comía… ¿cómo no iba a hacerlo, mientras miraba a mi morosa y
huesuda madre luchando por terminar su plato? Su animación era tan
amenazadora como su apatía. Ya no podían jugar a la familia: ¡demasiado
tarde! Yo ya me estaba escapando, aunque todo mi aspecto fuera todavía
el de la hija mayor con cara de nena que había pegado un estirón
demasiado grande y que masticaba efusivamente su cuarto choclo; yo ya me
había ido. (En francés uno puede anunciar, mientras se demora,
inapelablemente: je suis moralement partie). Quedaba este último
pedacito de niñez por pasar. En el ínterin (esa locución del tiempo de
la guerra que me había brindado mi primer modelo de condescendencia ante
el presente en aras de un mejor futuro), en el ínterin me era
permisible simular que disfrutaba de sus entretenimientos, evitar el
conflicto, engullir su comida. La verdad era que el conflicto me
aterrorizaba. Y siempre tenía apetito.
Tenía la sensación de estar
regodeándome en la miseria de la vida de los demás, pero era la mía
propia. Era mi misión repeler la cháchara (yo sentía que me ahogaba en
cháchara): la pedantería jovial de mis condiscípulos y maestros, las
irritantes perogrulladas que oía decir en casa. Y las comedias semanales
con añadido de risas enlatadas, el meloso desfile de las canciones de
moda, las histéricas narraciones de partidos de béisbol y peleas de box…
la radio, cuyo barullo llenaba la sala de estar durante todas las
tardes de los días de semana y gran parte de los sábados y domingos, era
un tormento sin fin. Yo apretaba los dientes, me atusaba el cabello, me
mordía las uñas, era amable. Aunque no me tentaran las novedosas
delicias tribales de la niñez en el suburbio que habían absorbido
rápidamente a mi hermana, tampoco me consideraba una inadaptada, porque
suponía que mi barniz de afabilidad era aceptado con el valor de
auténtico (aquí se cuela el dato de que yo era una niña). Lo que los
demás pensaran de mí quedaba sumido en una vaga consideración difusa, ya
que los demás me parecían tan asombrosamente incapaces de ver como de
experimentar alguna curiosidad, mientras que yo anhelaba aprender todo:
tal la exasperante diferencia entre mí y todas las personas que había
conocido… hasta entonces. Yo estaba segura de que había una multitud
como yo, en otra parte. Y nunca se me ocurrió que nada ni nadie pudiera
detenerme.
Si no andaba alicaída ni enfurruñada, no era sólo porque
supiera que quejarme era inútil. Era porque la otra cara de mi
descontento –de lo que, en efecto, durante toda mi niñez me había
causado tanto descontento– era el éxtasis. Éxtasis que no podía
compartir. Y cuyo volumen se incrementaba constantemente: desde esta
última mudanza yo casi cada noche tenía picos de regocijo. Porque en las
ocho casas y departamentos en que había vivido antes de ésta, nunca
había tenido un dormitorio para mí sola. Ahora lo tenía, sin pedirlo. Mi
puerta propia. Ahora podía pasarme horas leyendo a la luz de la
linterna luego de que me mandaran a la cama y me dijeran que apagara la
luz, sin tener que estar adentro de una carpa de sábanas y frazadas sino
fuera del cobertor.
Yo era un demonio de lectura desde mi más
temprana infancia (leer era hundir un cuchillo en sus vidas), y por
consiguiente una lectora promiscua: cuentos de hadas e historietas (mi
colección de historietas era vasta), la enciclopedia Compton’s, los
mellizos Bobbsey y otros de la serie Stratemeyer, libros sobre
astronomía, química, China, biografías de científicos, todos los libros
de viajes de Richard Halliburton, y un buen número de clásicos,
predominantemente de la época victoriana. Entonces, flotando a la deriva
hasta el fondo de una librería y papelería que vendía además tarjetas
de salutación en la aldea que era el centro de Tucson a mediados de los
años cuarenta, yo me zambullía en el pozo profundo de la Biblioteca
Moderna. Aquí había buen nivel, y aquí, en el lomo de cada libro, estuvo
mi primera lista. Todo lo que tenía que hacer era adquirir y leer
(noventa y cinco centavos por los libros pequeños, un dólar con
veinticinco por los gigantes)—mi sensación de posibilidad desplegándose,
como el metro de un carpintero, libro por libro. Y al mes de llegar a
Los Angeles descubrí una librería de verdad, la primera de toda una vida
de perdición en ellas: la Pickwick, en el Hollywood Boulevard, a donde
iba cada dos o tres días, a la salida del colegio, para leer de pie algo
más de literatura universal –comprando cuando podía, robando cuando me
animaba–. Cada una de mis ocasionales raterías me costaba semanas de
injurias contra mí misma y terror de alguna humillación futura, ¿pero
qué iba a hacer, dada mi mezquina mensualidad? Raro que nunca pensara en
ir a una biblioteca. Tenía que adquirirlos, verlos alineados a lo ancho
de toda una pared de mi diminuto dormitorio. Mis deidades domésticas.
Mis naves.
Por las tardes salía siempre a la caza de tesoros: no me
gustaba volver a casa ni bien salía del colegio. Pero en Tucson, excepto
por las visitas a la papelería, la demora más alentadora a mi alcance
era una caminata al aire libre por la Antigua Huella Española hasta las
estribaciones de Tanque Verde, donde podía examinar de cerca los más
fieros saguaros y las peras espinosas, examinaba el terreno a fondo en
busca de puntas de flecha y culebras, me guardaba piedras lindas en los
bolsillos, me imaginaba que estaba perdida o era la única sobreviviente,
deseaba convertirme en indio. O en el Llanero Solitario. Aquí en
California había un espacio distinto para vagar a mis anchas, y me había
convertido en un Llanero Solitario de otra clase. Casi todos los días
al salir del colegio abordaba el trolebús en la avenida Chandler para
adentrarme deprisa en la ciudad, no para alejarme de ella. A pocas
cuadras de las esquinas encantadas del Hollywood Boulevard y la avenida
Highland quedaba mi pequeño ágora de edificios de uno y dos pisos: la
Pickwick; una disquería cuyos dueños me dejaban pasar horas por semana
en las cabinas de audición, escuchando música hasta hartarme a costa de
sus mercancías; un kiosco de revistas donde mi cosecha al cabo de
revolver militantemente era Partisan Review, Kenyon Review, Sewance
Review, Politics, Accent, Tiger’s Eye, Horizon; y una vidriera a través
de cuya puerta abierta vi y seguí sin pudor una tarde a dos personas que
eran bellas de una manera que yo nunca antes había visto, y creí que me
metía en un gimnasio, que resultó ser donde ensayaba la compañía de
danza de Lester Horton y Bella Lewitzky. ¡Oh, edad dorada! No sólo lo
era, yo sabía que lo era. Pronto estaba sorbiendo de cien pajillas: en
mi cuarto escribía cuentos de imitación y llevaba diarios de verdad;
hacía listas de palabras para engrosar mi vocabulario, hacía listas de
todas clases; jugaba a que dirigía la orquesta de mis propios discos, me
leía mis libros cada noche hasta que me ardían los ojos.
Y pronto
tuve amigos, también, y no mucho mayores que yo –para mi sorpresa–.
Amigos con quienes podía comentar algo de todo lo que me absorbía y
extasiaba. No esperaba que hubieran leído tanto como yo; me bastaba con
que quisieran leer los libros que yo les prestaba. Y en música, mejor
aún, yo era la novata… ¡qué bendición! Fue mi deseo de que me enseñaran,
más frustrado aún hasta entonces que mi deseo de compartir, el que hizo
mis primeros amigos: dos estudiantes del último año a los que me
precipité muy poco después de ingresar a esta nueva escuela en segundo
año, y cuyo gusto musical era superior al mío. No sólo dominaba cada uno
de ellos un instrumento –Elaine tocaba la flauta, Mel el piano– sino
que se habían cultivado íntegramente aquí, en el sur de California,
beneficiado por una inyección de virtuosos refugiados, que habían
conseguido trabajo en las orquestas sinfónicas estables de los
principales estudios cinematográficos, y a las que por las noches se
podía oír tocar el repertorio clásico y el contemporáneo ante pequeñas
reuniones desparramadas a través de un kilómetro y medio. Elaine y Mel
eran parte de ese público, con un gusto culto que se había vuelto
exigente hasta la excentricidad siguiendo la tendencia distintiva de la
alta cultura musical de Los Angeles en la década del 1940: estaba la
música culta, y después estaba todo lo demás. (La ópera quedaba tan
abajo en la escala de la buena calidad musical que ni siquiera valía la
pena mencionarla).
Cada amigo era el mejor amigo –yo no conocía otro
modo–. Además de mis mentores musicales, que empezaron a cursar en la
Universidad de Los Angeles al año siguiente, había un compañero mío de
segundo año, mi camarada sentimental durante los dos años restantes de
escuela secundaria, quien luego me acompañaría en los estudios
superiores que yo ya había elegido a los trece como mi destino: el
College de la Universidad de Chicago. Peter, huérfano de padre y
refugiado (era en parte húngaro, en parte francés), había tenido una
vida mucho más marcada por desarraigos que la mía. Su padre había sido
arrestado por la Gestapo, y Peter y su madre escaparon desde París hasta
el sur de Francia y desde ahí, por Lisboa, a Nueva York en 1941; luego
de un breve período en un internado de Connecticut, se reencontró aquí
con la pelirroja, bronceada, solterísima Henya (a quien yo reconocía
como más juvenil que mi madre, aunque no tan bella). Nuestra amistad
comenzó en la cafetería del colegio con un intercambio de anécdotas
jactanciosas sobre nuestros papás y sus muertes llenas de glamour. Peter
era el único con quien yo discutía sobre socialismo y Henry Wallace, y
con quien me tomaba de las manos y lloraba del principio al fin de
"Ciudad abierta”, "Sinfonía pastoral”, "Los niños del Paraíso”,
"Doncellas de uniforme”, "La esposa del panadero”, "Breve encuentro” y
"La bella y la bestia”, en el Laurel, el cine del que habíamos
descubierto que pasaba películas extranjeras. Íbamos en bicicleta por
las cañadas y por el parque Griffith y rodábamos, abrazándonos, por el
pasto –los grandes amores de Peter, hasta donde recuerdo, eran su madre,
yo, y su bicicleta de carrera–. Era moreno, flaco, nervioso, alto. Yo,
aunque siempre la más joven, era invariablemente la chica más alta del
curso y más alta que la mayoría de los muchachos y, a pesar de toda mi
extravagante independencia de juicio en lo concerniente a asuntos
olímpicos, en cuestiones de estatura me atenía a la mentalidad más
chatamente convencional. Un novio no tenía que ser sólo un mejor amigo
sino una persona más alta, y sólo Peter reunía estas condiciones.
El
otro mejor amigo que tuve, también de segundo año, aunque en otro
colegio secundario, y quien también ingresaría a la Universidad de
Chicago conmigo, era Merrill. Apacible, fornido y rubio, tenía todos los
encantos de "rico”, un "bombón”, un "ensueño” pero yo, con mi ojo
infalible para descubrir solitarios (bajo todos los disfraces), había
descubierto enseguida que era inteligente. Inteligente de verdad. Capaz
por tanto de soledad profunda. Tenía una dulce voz suave y una sonrisa
tímida y ojos que a veces sonreían sin su boca… Merrill era el único de
mis amigos al que yo adoraba. Me encantaba mirarlo. Quería unirme con él
o que él se uniera conmigo, pero tenía que respetar la barrera
insuperable: su estatura era varios centímetros más baja que la mía. Las
otras barreras eran más difíciles de pensar. Podía ser disimulado,
calculador (incluso literalmente: los números figuraban a menudo en su
conversación), y a veces, para mí, no estar lo suficientemente conmovido
por lo que a mí me resultaba conmovedor. Me impresionaba qué práctico
era, y cómo mantenía la calma cuando yo me ponía nerviosa. Yo no podía
distinguir qué sentía él en realidad por la familia bastante plausible
–madre, verdadero padre, hermano menor (que era algo así como un
prodigio en matemáticas), hasta abuelos– con la que venía equipado. A
Merrill no le gustaba hablar de sentimientos, mientras que yo hervía en
deseos de expresar los míos, preferentemente desplazando el foco de
atención sobre algo a lo que yo admiraba o que me indignaba.
Amábamos
en tándem. Primero, la música: él había recibido años de piano (su
hermano tocaba el violín, lo que a mí me daba la misma envidia, aunque
eran clases de piano las que yo le había implorado a mi madre –o mejor
dicho, parado de implorarle a mi madre– años atrás). Él me inició en la
posibilidad de conseguir entradas gratis en conciertos trabajando como
acomodadora voluntaria (en el Hollywood Bowl ese verano) y yo lo
convertí en un habitué de la serie de música de cámara de los lunes
"Veladas en la terraza”, a la que me habían acercado Elaine y Mel.
Estábamos amasando nuestras propias, casi idénticas, colecciones ideales
de discos (en 78 RPM, desinformados alegremente de que este era el
último año antes de los LPs), y a menudo uníamos fuerzas en las frescas y
umbrosas cabinas de audición de la disquería Highland. A veces él venía
a mi casa, aunque estuvieran mis padres. O yo iba a la suya; su
desaliñada y acogedora madre se llamaba –recuerdo que ello me resultaba
embarazoso– Honey.
Nuestro espacio privado eran los autos. Merrill
tenía una licencia de conducir de verdad, mientras que la mía era la
licencia "junior” que se podía obtener de los catorce a los dieciséis en
California en aquella época, que me autorizaba a conducir solamente el
auto de mis padres. Como los autos de nuestros padres eran los únicos de
los que disponíamos por entonces, la diferencia era irrelevante. En el
Chevrolet azul de sus padres o en el Pontiac verde de mi madre, nos
encaramábamos de noche a la banquina de Mulholland Drive, con la gran
llanura de luces titilando a nuestros pies como un aeropuerto
inconmensurable, sin prestar atención a las parejas que se apareaban en
los autos a nuestro alrededor, absortos como estábamos en la búsqueda de
nuestros propios placeres. Nos lanzábamos frases musicales con nuestras
desentonadas voces de trémolo: "Bien. Escuchá. Ahora, ¿qué es esto?”.
Interrogábamos lo que cada uno recordaba de los listados de Köchel,
memorizándonos largos tramos de las seiscientas veintiséis. Debatíamos
los méritos de los cuartetos de Busch y Budapest (yo me había convertido
en partidaria intransigente del de Budapest); discutíamos sobre si
sería inmoral, teniendo en cuenta lo que les había oído contar a Elaine y
a Mel sobre el pasado nazi de Gieseking, comprarle sus grabaciones de
Debussy; tratábamos de convencernos a nosotros mismos de que nos habían
gustado las piezas interpretadas en piano preparado por John Cage en el
concierto "Veladas en la terraza” del lunes anterior; y hablábamos de
cuántos años darle a Stravinsky.
Este último era uno de nuestros
problemas recurrentes. Para con los crujidos y golpes de John Cage
éramos respetuosos –sabíamos que se suponía que debíamos apreciar la
música fea–; y escuchábamos devotamente a los Toch, los Krenek, los
Hindemith, los Webern, los Schoenberg, lo que fuera (teníamos enormes
apetitos y fuertes estómagos). Pero era la música de Stravinsky la que
amábamos sinceramente. Y como Stravinsky nos parecía grotescamente
anciano (lo habíamos visto realmente dos lunes en el pequeño auditorio
del Wilshire Ebell, donde Ingolf Dahl dirigía algo suyo), nuestros
temores por su vida habían dejado paso a la irresistible fantasía à deux
de morir por nuestro ídolo. La pregunta, una pregunta de la que
hablábamos a menudo, era: ¿cuáles eran las condiciones del sacrificio
que tanto nos regodeábamos en anticipar? ¿Cuántos años más de vida para
Stravinsky justificarían que muriéramos en ese instante, allí mismo?
¿Veinte
años? Obviamente. Pero eso era fácil y, conveníamos, demasiado bueno
para alentar nuestras esperanzas. Otorgarle veinte años a la personita
vieja y fea que veíamos que era Stravinsky… sencillamente era un número
de años inconcebible para los catorce años que yo tenía y para los
dieciséis de Merrill en 1947. (Qué encantador que I. S. Haya vivido
incluso más que eso). Insistir en darle a Stravinsky veinte años más a
cambio de nuestras vidas apenas si daba muestras de nuestro fervor.
¿Quince años más? Por supuesto.
¿Diez? A que sí.
¿Cinco?
Empezábamos
a titubear. Pero no estar de acuerdo nos parecía una falta de respeto,
de amor. ¿Qué eran mi vida o la de Merrill –no sólo nuestras misérrimas
vidas de alumnos de colegio secundario californianos, sino las vidas
útiles, llenas de logros, que pensábamos que nos aguardaban– comparadas
con hacer posible que el mundo disfrutara de las creaciones de
Stravinsky cinco años más? Cinco años, bien.
¿Cuatro? Yo suspiraba. Merrill, sigamos.
¿Tres? ¿Morir nada más que por tres años adicionales?
Solíamos
acordar en cuatro: un mínimo de cuatro. Sí, para darle a Stravinsky
cuatro años más cualquiera de nosotros estaba dispuesto a morir en ese
preciso momento y lugar.
Leer y escuchar música: los triunfos de
no ser yo misma. El que casi todo lo que yo admiraba fuese producido por
gente fallecida (o muy vieja) o de otro lugar, idealmente Europa, se me
antojaba inevitable.
Yo acumulaba dioses. Lo que Stravinsky era para
mí en música pasó a serlo Thomas Mann en literatura. En mi cueva de
Aladino, en la Pickwick, el 11 de noviembre de 1947 –al sacar ahora el
libro del estante, encuentro la fecha escrita en la solapa en la misma
caligrafía cursiva que por entonces estaba practicando– compré "La
montaña mágica”.
Empezó esa noche, y durante las noches siguientes me
costó respirar mientras leía. Porque éste no era sólo un libro amado
más sino una fuente de descubrimientos y de identificaciones. Toda
Europa cayó a mi cabeza… aunque con la condición de que empezara a
lamentar su pérdida. Y la tuberculosis, esa enfermedad algo vergonzosa
(así lo había insinuado mi madre) de la que mi casi inimaginable
verdadero padre había muerto a tan exótica distancia en tiempo y lugar,
pero que parecía, una vez que nos mudamos a Tucson, una desgracia común y
corriente… ¡la tuberculosis se revelaba como la epítome misma del
interés afectivo y espiritual! La comunidad montañesa de inválidos
enfermos de los pulmones era una versión –una versión exaltada– de esa
pintoresca ciudad de veraneo, pendiente del clima y en medio del
desierto, a donde mi madre se había visto obligada a trasladarse a causa
de una niña discapacitada por el asma: yo. Allí en la montaña, los
personajes eran ideas y las ideas eran pasiones, y así era exactamente
como yo siempre me había sentido. Pero las ideas mismas me requerían, me
alistaban a su vez: el impulso humanitario de Settembrini pero también
el pesimismo y el desprecio de Naphta. Y el dulce, amable, casto Hans
Castorp, el protagonista huérfano de Mann, era un héroe a semejanza de
mi propio corazón desprotegido, no en menor medida porque fuese huérfano
y por la castidad de mi propia imaginación. Me encantaba la ternura,
aunque estuviera diluida por la condescendencia, con que Mann lo retrata
como simplón, dócil, mediocre, demasiado sincero (que es como yo me
consideraba a mí misma, juzgando según los criterios de la realidad).
Ternura. ¿Y si Hans Castorp era un santurrón (santurrona: acusación
sorprendente que mi madre me había lanzado una vez)? Todo aquello, en
vez de igualarlo a los demás, lo diferenciaba. Yo reconocía su vocación
por la piedad; su soledad portátil, vivida cortésmente entre los otros;
su vida de rutinas onerosas (que los custodios consideran buenas para
uno) salpicada de conversaciones apasionadas, libres… una trasposición
gloriosa de mi propia agenda de entonces.
Durante un mes el libro fue
donde viví. Lo leí casi de un tirón, con un entusiasmo que prevalecía
por sobre mi deseo de ir más despacio y saborear. De hecho tuve que
demorarme en las páginas 334 a 343, donde Hans Castorp y Clavdia
Chauchat por fin hablan de amor, pero en francés, idioma que yo nunca
había estudiado; como no quería saltearme nada, me compré un diccionario
bilingüe de francés y busqué la conversación entre ambos palabra por
palabra. Luego de que hube terminado la última página, fui tan reacia a
separarme del libro que lo empecé de nuevo desde el principio y, para
refrenarme adecuándome al ritmo que el libro merecía, me lo leí en voz
alta, a razón de un capítulo por noche.
El siguiente paso era
prestárselo a un amigo, para sentir el placer de alguien más por el
libro; para amarlo con alguien más, y poder hablar de él. A comienzos de
diciembre le presté "La montaña mágica” a Merrill. Y a Merrill, que
leía de inmediato cualquier cosa que yo le ofreciera con ahínco, también
le encantó. Bien.
Entonces Merrill dijo: "¿Por qué no vamos a verlo?”. Y fue entonces cuando mi alegría se convirtió en vergüenza.
Por
supuesto que yo sabía que él vivía allí. El sur de California en los
años cuarenta estaba electrizado por la presencia de celebridades para
todos los gustos, y mis amigos y yo no sólo sabíamos de las de
Stravinsky y de Schoenberg, sino de las de Mann, de Brecht, (yo había
visto hacía poco "Galileo”, con Charles Laughton, en un cine de Beverly
Hills), y también de Isherwood y Huxley. Pero era tan inconcebible que
yo pudiera entrar en contacto con cualquiera de ellos como que pudiera
ponerme a conversar con Ingrid Bergman o Gary Cooper, que también vivían
en las inmediaciones. De hecho, era aún menos posible. Las estrellas,
en la noche del estreno, bajaban de sus limusinas a la vereda iluminada
por las luces de calcio del Hollywood Boulevard, arrostrando el tropel
de admiradores al que contenían los caballetes policiales; vi en
noticieros estas apariciones. Los dioses de la alta cultura habían
venido en barco desde Europa para habitar, casi de incógnito, entre los
limoneros y los surfistas y la arquitectura neo-Bauhaus y las
hamburgueserías de fantasía; se suponía, estoy segura, que no tenían
algo así como admiradores que buscaran inmiscuirse en sus vidas. Por
supuesto Mann, a diferencia de los otros exiliados, era además una
presencia pública. Hay menos probabilidades de recibir tantos honores
oficiales como Thomas Mann recibió en Estados Unidos a fines de los años
treinta y a comienzos de los años cuarenta que de convertirse en el
escritor más famoso del mundo. Invitado a la casa Blanca, presentado por
el vicepresidente de la Nación cuando daba una conferencia en la
Biblioteca del Congreso, incansable durante años en el circuito de
lecturas públicas, Mann había adquirido la estatura de un oráculo ante
la Norteamérica bien pensante de Roosevelt, proclamando el mal absoluto
de la Alemania nazi y la inminente victoria de las democracias. El
exilio no había arruinado ni su gusto ni su talento, por el hecho de ser
una figura representativa. Si existía una Alemania buena, ahora había
que hallarla en este país (prueba de la bondad de los Estados Unidos),
encarnada en su persona; si existía un Gran Escritor, que no respondiera
en nada a la noción norteamericana de lo que es un escritor, era él.
Pero
mientras me dejaba llevar por los aires de "La montaña mágica”, yo no
pensaba que él pudiera estar, literalmente, "aquí”. Decir que en aquel
momento yo vivía en el sur de California y Thomas Mann vivía en el sur
de California… eran dos acepciones distintas de "vivir” y "en”. Donde él
estuviera, era donde-yo-no-estaba. Europa. O el mundo que quedaba más
allá de la niñez, el mundo de la seriedad. No, ni siquiera eso. Para mí,
él era un libro. Libros, más bien. Para entonces yo me hallaba en lo
profundo de "Cuentos de tres décadas”. Cuando yo tenía nueve años, lo
que considero niñez, viví meses de aflicción y suspenso con "Los
miserables”. (Fue el capítulo en que a Fantine la obligan a vender su
cabello lo que me convirtió en socialista consciente). Hasta donde me
concernía, Thomas Mann –al ser, simplemente, inmortal– estaba tan muerto
como Victor Hugo.
¿Por qué querría conocerlo? Tenía sus libros.
Yo
no quería conocerlo. Merrill estaba en mi casa, era domingo, mis padres
habían salido, y nosotros estábamos en su dormitorio, despatarrados
sobre su cubrecama de satén blanco. A pesar de mis ruegos, él había
traído una guía telefónica y buscaba en la "M”.
—¿Ves? Está en la guía.
—¡No quiero ver!
—Mirá. —Me hizo mirar. Horrorizada, vi: 1550 San Remo Drive, Pacific Palisades.
—Esto
es ridículo. Vamos… ¡basta! —Me levanté con ímpetu de la cama. No podía
creer que Merrill estuviera haciendo esto, pero así era.
—Voy a llamar. —El teléfono estaba en la mesita de luz, del lado de la cama que era el de mi madre.
—¡Merrill, no!
Levantó
el tubo del teléfono. Salí disparada como un rayo por la casa, por la
puerta de calle que estaba siempre sin llave, por el terreno cubierto de
césped, más allá del cordón de la vereda hasta el extremo más lejano
del Pontiac, estacionado con la llave puesta en la ignición (¿dónde más
se podían guardar las llaves del auto?) y me paré en medio de la calzada
y me tapé los oídos con las manos, como si desde ahí hubiera podido oír
a Merrill haciendo la mortificante, impensable llamada telefónica.
Qué
cobarde que soy, pensé, y difícilmente lo pensara por primera o por
última vez en mi vida; pero me tomé unos momentos, haciendo
hiperventilación, tratando de recobrar el dominio de mí misma, antes de
destaparme los oídos y volver sobre mis pasos. Despacio.
La puerta de
calle se abrió dando exactamente a la pequeña sala, decorada con las
"piezas”, como mi madre las llamaba, de arte primitivo norteamericano
que mi madre por entonces estaba coleccionando. Silencio. Crucé la sala
hasta la zona del comedor, luego me volví hacia el breve vestíbulo que
pasaba frente a mi propio cuarto y a la puerta del baño de mis padres
hasta su dormitorio.
El tubo del teléfono estaba colgado. Merrill estaba sentado al borde de la cama, sonriente.
—Oíme, eso no es gracioso —dije. —Pensé que realmente ibas a hacerlo.
Agitó la mano.
—Lo hice.
—¿Qué hiciste?
—Lo hice. —Todavía sonreía.
—¿Llamaste?
—Nos espera a tomar el té el próximo domingo a las cuatro de la tarde.
—¡No llamaste de verdad!
—¿Por qué no? —dijo—. Salió bien.
—¿Y le hablaste? —Yo casi lloraba. —¿Cómo pudiste?
—No —dijo. —Fue su esposa la que contestó.
Extraje
una imagen mental de Katia Mann a partir de las fotografías que había
visto de Mann con su familia. ¿Ella, también, existía? Quizás, en tanto
Merrill no hubiese hablado personalmente con Thomas Mann, eso no fuese
tan malo. —¿Pero qué dijiste?
—Dije que éramos dos alumnos del colegio secundario que habíamos leído los libros de Thomas Mann y queríamos conocerlo.
No, esto era peor de lo que me había imaginado… ¿Pero qué me había imaginado?
—¡Eso es… tan tonto!
—¿Qué tiene de tonto? Sonaba bien.
—Ay, Merrill… —ya ni siquiera podía seguir protestando.— ¿Qué dijo ella?
—Ella dijo: "un momento, voy a buscar a mi hija”—continuó Merrill con orgullo.
—Y entonces vino la hija, y yo repetí…
—Más despacio —lo interrumpí. —Su esposa dejó el teléfono. Luego hubo una pausa. Luego oíste otra voz…
—Sí, otra voz de mujer –las dos tenían acentos–, diciendo: "Habla la señorita Mann, ¿usted qué quiere?”
—¿Dijo eso? Suena como si hubiera estado enojada.
—No,
no, no parecía enojada. A lo mejor dijo: "La señorita Mann, ella
habla”. No me acuerdo, pero, de veras, no parecía enojada. Entonces
dijo: "¿Usted qué quiere?”. No, esperá, fue: "Usted, ¿qué es lo que
quiere?”.
—¿Entonces qué?
—Y entonces dije… ya sabés, que éramos
dos alumnos del colegio secundario que habíamos leído los libros de
Thomas Mann y queríamos conocerlo…
—¡Pero yo no quiero conocerlo! —gemí.
—Y
ella dijo: —insistió él tozudamente— "Un momento, le preguntaré a mi
padre”. No salió por mucho tiempo… y entonces volvió al teléfono y dijo
–estas fueron sus textuales palabras–: "Mi padre los espera a tomar el
té el próximo domingo a las cuatro de la tarde”.
—¿Y entonces?
—Me preguntó si sabía la dirección.
—¿Y entonces?
—Eso fue todo. Ah… y se despidió.
Me enfrenté a lo inexorable por un instante antes de decir, una vez más: —Ay, Merrill, ¿cómo pudiste?
—Te dije que lo haría —dijo él.
Atravesar
la semana, inundada de vergüenza y pavor. Me parecía una impertinencia
que se me obligara a conocer a Thomas Mann. Y grotesco que él
desperdiciara su tiempo conociéndome.
Por supuesto que podía negarme a
ir. Pero temía que este audez Calibán a quien yo había confundido con
un Ariel visitara al mago sin mí. Cualquiera fuese el respeto que yo
acostumbrara tener por Merrill, parecía que él ahora se consideraba mi
igual en materia de adoración por Thomas Mann. No podía permitir que
Merrill se le infligiera sin mediación a mi ídolo. Al menos, si yo lo
acompañaba podía limitar el daño, desviar los comentarios aún más
bisoños de Merrill. Tenía la impresión (y esta es la parte de mi
evocación que más conmovedora me resulta) de que Thomas Mann podía
ofenderse por la estupidez de Merrill o la mía… de que la estupidez
siempre ofendía, y de que como yo reverenciaba a Mann era mi deber
protegerlo de una ofensa semejante.
Merrill y yo nos encontramos dos
veces en la semana a la salida del colegio. Yo había cesado de
reprobarlo. Estaba menos enojada; cada vez más, estaba simplemente
triste. Me encontraba atrapada. Como tenía que ir, necesitaba sentirme
cerca de él, hacer causa común, para no pasar vergüenza.
Llegó el
domingo. Fue Merrill quien pasó a buscarme en el Chevy, exactamente a la
una, por la vereda de casa (no le había dicho a mi madre ni a nadie más
de esta invitación a tomar el té en Pacific Palisades), y cerca de las
dos estábamos en la ancha y vacía San Remo Drive, desde donde se veían a
lo lejos el océano y la isla Catalina, estacionados (y fuera de la
vista de sus habitantes) a unos cuarenta metros de la casa que tenía el
número 1550.
Ya nos habíamos puesto de acuerdo en cómo íbamos a
empezar. Yo hablaría primero, sobre "La montaña mágica”, luego Merrill
preguntaría qué estaba escribiendo Thomas Mann en ese momento. El resto
lo resolveríamos ahora, en las dos horas que nos habíamos reservado para
ensayar. Pero al cabo de unos minutos, sin poder abrigar ninguna idea
de cómo respondería él a lo que planeábamos decir, se nos terminó la
inspiración. ¿Qué dice un dios? Imposible imaginarlo.
Entonces
comparamos dos grabaciones de "La muerte y la doncella” y entonces viró a
una noción favorita de Merrill sobre el modo en que Schnabel tocaba el
"Hammerklavier”, una noción que me pareció maravillosamente ingeniosa. A
Merrill no se lo veía nervioso en absoluto. Parecía creer que estábamos
en nuestro perfecto derecho de molestar a Thomas Mann. Él pensaba que
éramos interesantes: dos chicos precoces, prodigios de la liga juvenil
(sabíamos que ninguno de nosotros era un prodigio de verdad, lo que
equivalía a alguien como Menuhin cuando era joven; éramos prodigios de
apetito, de respeto, no de logro); que podíamos resultarle interesantes a
Thomas Mann. Yo no. Yo pensaba que éramos… pura potencialidad. Según
los parámetros de la realidad, yo pensaba, apenas si existíamos.
El
sol estaba fuerte y la calle desierta. En dos horas sólo pasaron algunos
autos. Entonces, a las cuatro menos cinco, Merrill soltó el freno y nos
deslizamos silenciosamente colina abajo y volvimos a estacionar frente
al 1550. Salimos, nos desperezamos, nos alentamos mutuamente con
gruñidos en broma, cerramos las puertas del auto lo más suavemente que
pudimos, subimos por el sendero, y tocamos el timbre. Lindos
carrillones. Ay.
Una mujer muy anciana de cabello blanco peinado en
un rodete abrió la puerta, no pareció sorprendida de vernos, nos invitó a
pasar, nos pidió que esperáramos un minuto en el mal iluminado
vestíbulo –a la derecha había una sala de estar– y desapareció de
nuestra vista por un largo corredor.
—Katia Mann —susurré. —Me pregunto si veremos a Erika —me respondió Merrill en otro susurro.
Silencio absoluto en la casa. Ella ahora volvía. —Vengan conmigo, por favor. Mi esposo los recibirá en su estudio.
La
seguimos, casi hasta el final del pasillo estrecho y sombrío, al borde
del comienzo de la escalera. Había una puerta a la izquierda, que ella
abrió. La seguimos al interior, doblando a la izquierda una vez más
antes de que estuviéramos realmente adentro. En el estudio de Thomas
Mann.
Vi la habitación –me parecía inmensa y tenía una gran ventana
con una gran vista– antes de darme cuenta de que era él quien estaba
sentado detrás de una mesa formidable, adornada y oscura. Katia Mann nos
presentó. Aquí están los dos estudiantes, le dijo, mientras se refería a
él como el doctor Thomas Mann; él asintió con la cabeza y pronunció
algunas palabras de bienvenida. Llevaba puesta una corbata de moño y un
traje beige, como en la solapa de "Ensayos de tres décadas”… y ese fue
el primer shock, que se pareciera tanto a la fotografía de pose formal.
La semejanza parecía sobrenatural, milagrosa. No lo era, pienso ahora,
porque simplemente ésta era la primera vez que conocía a alguien de cuya
apariencia me había formado una firme idea a través de fotografías.
Nunca conocí a nadie que no fingiera con afectación estar distendido. Su
parecido con la fotografía se me antojaba una hazaña, como si en ese
preciso momento estuviera posando. Pero el retrato de cuerpo entero no
me había hecho imaginarlo frágil; no me había hecho ver lo ralo del
bigote, la palidez de la piel, las manos moteadas, las venas
desagradablemente visibles, la pequeñez y el color ambarino de sus ojos
detrás de las gafas. Se sentó muy erguido y parecía muy, muy viejo. De
hecho tenía setenta y dos años.
Oí cerrarse la puerta detrás de
nosotros. Thomas Mann nos invitó a sentarnos en las dos sillas de
respaldo rígido dispuestas ante la mesa. Encendió un cigarrillo y se
reclinó en su asiento.
Y ya no nos pudimos echar atrás.
Hablaba
sin urgencia. Recuerdo su gravedad, su acento, su hablar lento y
pausado: nunca había oído a nadie hablar con tanta lentitud.
Dije cuánto me gustaba "La montaña mágica”.
Dijo que era un libro muy europeo, que retrataba los conflictos más profundos de la civilización europea.
Dije que entendía eso.
Qué ha estado escribiendo, dijo Merrill.
—He
completado recientemente una novela que está en parte basada en la vida
de Nietzsche. —dijo, con amplias, inquietantes pausas entre palabra y
palabra. —Mi protagonista, sin embargo, no es un filósofo. Es un gran
compositor.
—Sé qué importante es la música para usted —aventuré, con
la esperanza de aportar combustible a la conversación para un buen
trecho.
—Tanto las alturas como las honduras del alma alemana se reflejan en su música —dijo.
—Wagner
—dije, temiendo estar arriesgándome al desastre, ya que nunca había
escuchado ninguna ópera de Wagner, aunque había leído el ensayo de
Thomas Mann sobre él.
—Sí —dijo él, mientras levantaba, sopesaba,
cerraba (con el pulgar como señalador), luego depositaba en su lugar y
volvía a abrir, un libro que estaba en su mesa de trabajo. —Como ven, en
este preciso momento estoy consultando el Tomo IV de la excelente
biografía de Wagner por Ernest Newman—. Estiré el cuello para dejar que
las palabras del título y el nombre del autor prácticamente me dieran en
los ojos. Había visto la biografía escrita por Newman en la Pickwick.
—Pero
la música de mi compositor no es como la música de Wagner. Está
relacionada con el sistema, o serie, de doce tonos de Schoenberg.
Merrill
dijo que a los dos nos interesaba mucho Schoenberg. Él no dio respuesta
a esto. Interceptando una expresión de perplejidad en la cara de
Merrill, abrí grandes los ojos con gesto alentador.
—¿Aparecerá pronto su novela? —preguntó Merrill.
—La persona que siempre me traduce está trabajando en eso ahora— dijo.
—H.
T. Lowe-Porter —murmuré; era la primera vez que pronunciaba en voz alta
este nombre hipnótico, con sus iniciales opacas y su llamativo guión.
—Para
quien lo traduce este es, tal vez, mi libro más difícil —dijo. —Nunca,
que yo sepa, la señora Lowe-Porter se ha enfrentado con semejante
desafío.
—Ah —dije yo, que no me había imaginado que H. T.
Lowe-Porter fuese algo en particular, pero sorprendida al enterarme de
que era el nombre de una mujer.
—Se requiere un profundo conocimiento
de alemán, y mucha habilidad e inteligencia, pues algunos de mis
personajes conversan en dialecto. Y el Diablo –puesto que, sí, el mismo
Diablo es un personaje de mi libro– habla el alemán del siglo dieciséis—
dijo Thomas Mann lenta, lentamente. Una sonrisa de labios finos. —Temo
que esto signifique poco para mis lectores norteamericanos.
Anhelaba decir algo reconfortante, pero no me atreví.
¿Hablaba
tan lento, me preguntaba yo, porque esa era su forma de hablar? ¿O
porque estaba hablando en un idioma extranjero? ¿O porque le parecía que
tenía que hablar lento, presuponiendo (¿porque éramos norteamericanos?
¿Porque éramos chicos?) que de otra manera no entenderíamos lo que
decía?
—Considero a éste como el libro más atrevido que he escrito. —Asintió mirándonos a la cara—. Mi libro más loco.
—Tenemos muchísimas ganas de leerlo —dije yo. Todavía no perdía las esperanzas de que hablara sobre "La montaña mágica”.
—Pero también es el libro de mi vejez —continuó. Una larguísima pausa. —Mi Parsifal —dijo—. Y, por supuesto, mi Fausto.
Pareció
distraerse por un momento, como si recordara algo. Encendió otro
cigarrillo y se volvió levemente en su silla. Luego posó el cigarrillo
en un cenicero y se frotó el bigote con el dedo índice; recuerdo que
pensé que su bigote (yo no conocía a nadie de bigotes) parecía un
sombrerito sobre su boca. Me pregunté si esto significaba que la
conversación había terminado.
Pero no, siguió. Recuerdo "el destino
de Alemania”… "lo demoníaco y el abismo”… y "el pacto fáustico con el
diablo”. Hitler reapareció varias veces. (¿Trajo a colación el problema
Wagner-Hitler? Me parece que no). Hicimos todo lo que pudimos por
demostrarle que sus palabras no estaban del todo desperdiciadas en
nosotros.
Al principio sólo lo había visto a él, ya que el temor
reverencial ante su presencia física me impedía ver los contenidos de la
habitación. Ahora estaba empezando a ver más. Por ejemplo, lo que
estaba en la mesa más bien atestada: lapiceras, tintero, libros,
papeles, y un nido de pequeñas fotografías enmarcadas en plata, que vi
desde atrás. De entre los muchos cuadros de la pared, reconocí sólo una
foto firmada de F. D. R. con otra persona –creo recordar un hombre de
uniforme–. Y libros, libros, libros en los estantes del piso al techo
que cubrían dos de las paredes. Estar en la misma habitación con Thomas
Mann era emocionante, enorme, asombroso. Pero también estaba oyendo el
canto de sirena de la primera biblioteca privada que había visto.
Mientras
Merrill llevaba la pelota, mostrando que no ignoraba íntegramente la
leyenda de Fausto, yo trataba, sin hacer demasiado obvias las
divagaciones de mi mirada, de reconocer la biblioteca. Como esperaba, la
mayoría de los libros eran alemanes, muchos en juegos, encuadernados en
cuero, la adivinanza era que no podía descifrar la mayoría de los
títulos (no sabía que existiera Fraktur).
Los pocos libros
norteamericanos, todos de aspecto reciente, eran fáciles de identificar
en sus cubiertas satinadas de colores vivos.
Ahora él estaba hablando de Goethe…
Como
si hubiéramos ensayado lo suficiente lo que íbamos a decir, Merrill y
yo habíamos encontrado un lindo ritmo, distendido, para insertar
preguntas cada vez que el flujo glacial de palabras que brotaban de
Thomas Mann parecía secarse, y de mostrar nuestra respetuosa apreciación
de lo que fuera que estuviera diciendo. Merrill estaba siendo el
Merrill que a mí tanto me gustaba: calmo, encantador, nada tonto. Me
ayudaba vergüenza haber supuesto que se avergonzaría a sí mismo, y por
lo tanto a mí, ante Thomas Mann. Merrill se estaba portando bien. Yo,
pensaba, me estaba portando más o menos. La sorpresa era Thomas Mann,
que él no fuese más difícil de entender.
No me habría importado si
hubiera hablado como un libro. Yo quería que él hablara como un libro.
Lo que yo estaba empezando a comprender oscuramente era que (entonces yo
no lo hubiera podido decir así) hablaba como la reseña de un libro.
Ahora estaba hablando del artista y la sociedad, y usaba frases que recuerdo de entrevistas a él que había leído en
The Saturday Review of Literature,
una revista que yo ya me sentía demasiado grande para leer desde mi
descubrimiento de la prosa fantasiosa y los argumentos retorcidos de
Partisan Review, que hacía poco había empezado a comprar en el kiosco de
revistas del Hollywood Boulevard. Pero, razonaba, si lo que decía ahora
me parecía un poco conocido era porque había leído sus libros. Él no
podía saber que tenía en mí una lectora tan ferviente. ¿Por qué iba a
decir algo que no hubiera dicho ya? Yo me resistía a desilusionarme.
Pensé
decirle que me gustaba tanto "La montaña mágica” que lo había leído dos
veces, pero me pareció una tontería. También temí que me preguntara
sobre algún libro suyo que yo no hubiera leído, aunque hasta el momento
él no había hecho una sola pregunta. —"La montaña mágica” significó
tanto para mí— aventuré por fin, sintiendo que era ahora o nunca.
—A veces me sucede —dijo— que se me pregunta a cuál considero mi novela mayor.
—Ah —dije.
—Sí —dijo Merrill.
—Yo diría, y así lo he respondido en recientes entrevistas…
Hizo una pausa. Contuve mi aliento.
—"La montaña mágica” —exhalé.
La
puerta se abrió. El alivio llegaba: la esposa alemana, a paso cansino,
portando una bandeja con galletas, masitas y té, que se inclinó para
depositar en una mesa baja ante el sofá que estaba contra una pared.
Thomas Mann se puso de pie, rodeó la mesa, y nos hizo señas de que nos
acercáramos al sofá; vi que era muy delgado. Yo deseaba sentarme de
nuevo, y lo hice, junto a Merrill, donde se nos había dicho que nos
sentáramos, en cuanto Thomas Mann ocupó una sillón de oreja no lejos de
allí. Katia Mann servía té de una pesada tetera de plata en tres tacitas
delicadas. Mientras Thomas Mann ponía su plato en su rodilla y
levantaba la taza hasta su boca (lo seguimos, al unísono), ella le dijo
en voz baja algunas palabras en alemán. Él meneó la cabeza. Su respuesta
fue en inglés –algo así como "no importa” o "ahora no”–. Ella suspiró,
de manera audible, y salió de la habitación.
Ah, dijo él, ahora comeremos. Sin sonreír, nos hizo gestos de que nos sirviéramos masitas.
En
un extremo de la mesa baja que sostenía la bandeja había una pequeña
estatuilla egipcia, que permanece en mi memoria como una figura
funeraria votiva. Me hizo acordar de que Thomas Mann había escrito un
libro titulado "José en Egipto”, que una vez al hojear libros
apresuradamente en la Pickwick no me había resultado tentador. Resolví
darle otra oportunidad.
Nadie habló. Fui consciente del silencio
intenso y reconcentrado de la casa, un silencio que nunca antes había
experimentado bajo techo; y de la lentitud y escrupulosidad de cada uno
de mis gestos. Sorbí mi té, traté de dominar las migas que caían de la
torta, e intercambié una mirada furtiva con Merrill. A lo mejor ya había
terminado todo.
Mientras dejaba en la mesa su taza y su plato, y
luego se tocaba una comisura de la boca con el borde de su gruesa
servilleta blanca, Thomas Mann dijo que siempre le agradaba conocer
norteamericanos jóvenes, que mostraban el vigor y la salud y el ánimo
fundamentalmente optimista de este gran país. Se me fue el alma a los
pies. Lo que me temía… estaba volviendo la conversación sobre nosotros.
Nos
preguntó por nuestros estudios. ¿Nuestros estudios? Esto era más
embarazoso aún. Estaba segura de que él no tenía ni la más pálida idea
de cómo era un colegio secundario en el sur de California. ¿Sabía de la
Educación del Conductor Automovilístico (materia obligatoria)? ¿Los
cursos de mecanografía? ¿Acaso no se sorprendería de los condones
arrugados que descubrías aquí y allá mientras retozabas por el césped en
el primer semestre (el campus era el lugar de encuentro predilecto para
los amantes furtivos) ante los que mi propia sorpresa había delatado,
en la primera semana luego de mi ingreso, el que yo fuese dos años menor
que mis compañeros de curso, porque había preguntado ingenuamente qué
eran esos globitos debajo de los árboles? ¿Ni del "té” que vendían un
par de pachucos (como les decían a los chicos chicanos) que se apostaban
junto a la pared izquierda del edificio de asambleas cada recreo
matinal? ¿Se podía imaginar a George, quien, según sabíamos algunos,
tenía un arma y obtenía dinero de los empleados de las estaciones de
servicio? ¿Ella y Nella, las hermanas enanas, que dirigieron el boicot
del Club Bíblico que terminó con la exclusión curricular de nuestro
libro de biología? ¿Sabía que no se daba más latín, ni Shakespeare, y
que durante meses de inglés de décimo grado y sin disimular su
ofuscación la profesora nos daba copias de Selecciones al comienzo de
cada clase –teníamos que elegir un artículo y resumirlo– y luego se
sentaba toda la hora en silencio en su escritorio, cabeceando y
tejiendo? ¿Podía imaginarse a qué mundo de distancia del Gymnasium de su
Lübeck natal donde Tonio Kröger, de catorce años de edad, seducía a
Hans Hansen tratando de hacerle leer el "Don Carlos” de Schiller, se
hallaba el Colegio Secundario de Hollywood Norte, alma mater de Farley
Granger y Alan Ladd? No podía, y yo esperaba que nunca supiera. Tenía
suficiente de qué entristecerse –Hitler, la destrucción de Alemania, el
exilio–. Mejor que no supiera qué lejos se hallaba de Europa.
Estaba
hablando de "el valor de la literatura” y de "la necesidad de proteger a
la civilización de las fuerzas de la barbarie”, y yo decía sí, sí… y
por fin me vencía el convencimiento de que era absurdo que nosotros
estuviéramos ahí -así era como, toda la semana, había esperado sentirme.
Antes, solamente podíamos decir algo tonto. Tomar concretamente té, el
ritual social que le daba nombre a todo el procedimiento, creaba nuevas
oportunidades para el bochorno. Mi preocupación por cometer alguna
torpeza me distraía de cualquier cosa que me hubiera animado a decir.
Me
acuerdo de cuando empecé a preguntarme si no sería desubicado irnos.
Adiviné que Merrill, pese a toda la impresión que daba de estar a gusto,
también estaría contento de irse.
Y Thomas Mann continuaba hablando,
despacio, de literatura. Recuerdo mi desánimo mejor que lo que decía.
Yo trataba de contenerme y no comer demasiadas galletas, pero en un
momento de distracción extendí la mano y tomé una más de la que quería.
Él asintió con la cabeza. Sírvase otra, dijo. Fue horrible. Cómo quería
que sólo me dejaran a solas en su estudio para poder mirar
tranquilamente sus libros.
Nos preguntó cuáles eran nuestros autores
favoritos, y cuando dudé (tenía tantos, y sabía que sólo mencionaría
algunos) él siguió –y a esto lo recuerdo con exactitud–:
—Supongo que les gusta Hemingway. Él es, según mi impresión, el autor norteamericano más representativo.
Merrill
murmuró que él nunca había leído a Hemingway. Ni yo; pero estaba
demasiado intimidada para responder. Fue desconcertante que Thomas Mann
estuviera interesado en Hemingway, quien, por la vaga idea que yo tenía
de él, era un autor muy popular de novelas que se habían llevado al cine
en películas románticas (me encantaba Ingrid Bergman, me encantaba
Humphrey Bogart) y escribía sobre pesca y boxeo (yo odiaba los
deportes). Nunca me pareció que él fuera un autor que yo tuviera que
leer. O uno al que mi Thomas Mann tomara en serio. Pero entonces entendí
que no era que a Thomas Mann le gustara Hemingway sino que se suponía
que a nosotros nos gustaba.
Bien, dijo Thomas Mann, ¿qué autores les gustan?
Merrill
dijo que le gustaba Romain Rolland, lo que equivalía a decir "Juan
Cristóbal”. Y Joyce, lo que equivalía a decir "Retrato del artista
adolescente”. Yo dije que me gustaba Kafka, lo que equivalía a decir "La
metamorfosis” y "En la colonia penitenciaria”, y Tolstoi, lo que
equivalía a decir sus escritos religiosos de sus últimos años como
también sus novelas; y, con la idea de que debía citar un
norteamericano, agregué "Jack London” (lo que equivalía decir "Martin
Eden”).
Dijo que seguramente éramos jóvenes muy serios. Más vergüenza. Lo que más recuerdo es cuánta vergüenza me daba.
Yo me seguía preocupando por Hemingway. ¿Tenía que leer a Hemingway?
A
él parecía resultarle perfectamente normal que dos alumnos del colegio
secundario local supieran quiénes eran Nietzsche y Schoenberg… y hasta
ahora yo no había hecho más que disfrutar este primer gusto anticipado
del mundo en que tal familiaridad se daba por sentado con buenos
motivos. Pero ahora, parecía, él esperaba que fuésemos dos
norteamericanos jóvenes (como él se los imaginaba); que fuésemos, como
él (como, no tengo idea de por qué, él pensaba que lo era Hemingway)
representativos. Yo sabía que eso era absurdo. De lo que se trataba
precisamente era de que no representábamos absolutamente nada. Ni
siquiera nos representábamos a nosotros mismos –no muy bien, por cierto.
Aquí
me hallaba yo en la mismísima sala del trono del mundo donde yo
aspiraba a vivir, así fuese como la ciudadana más humilde. (La idea de
decirle que yo quería ser escritora me parecía tan impensable como
contarle que respiraba. Yo estaba ahí, si tenía que estar ahí, como
admiradora, no como aspirante a su casta). El hombre con quien me
encontré no tenía más que fórmulas sentenciosas para entregar, aunque
fuese el hombre que había escrito los libros de Thomas Mann. Y yo no
pronuncié más que boberías timoratas, aunque estuviera rebosante de
complejas emociones. No fue el mejor momento de ninguno de los dos.
Es
extraño que no recuerde cómo terminó. ¿Apareció Katia Mann para
decirnos que nuestro tiempo estaba cumplido? ¿Dijo Thomas Mann que él
tenía que volver a su trabajo, recibió nuestro agradecimiento por
concedernos esta audiencia, y nos guió hasta la puerta del estudio? No
recuerdo las despedidas–cómo fuimos liberados. La imagen de nosotros
sentados en el sofá y tomando el té se funde en mi memoria con la escena
donde estamos de nuevo en San Remo Drive, subiendo al auto. Después del
estudio en penumbras, el sol poniente parecía intenso; eran más de las
cinco y media.
Merrill hizo arrancar el auto. Como dos muchachos
adolescentes que se alejan en auto de su primera visita a un burdel,
evaluamos nuestra performance. Merrill creía que era un triunfo. Yo
estaba avergonzada, aunque convine en que no habíamos hecho del todo el
ridículo.
—Maldición, tendríamos que haber traído el libro —dijo
Merrill mientras nos acercábamos a mi barrio, rompiendo un largo
silencio. –Para que él lo firmara.
Rechiné los dientes y no dije nada.
—Eso estuvo buenísimo —dijo Merrill, mientras yo salía del auto frente a mi casa.
Dudo que hayamos vuelto a hablar del tema.
Diez
meses después, a días de la aparición del muy anunciado "Doctor
Faustus” (elegido libro del mes, primera impresión de más de mil
ejemplares), Merrill y yo estábamos en la Pickwick, y se nos iban los
ojos detrás de las cantidades de libros idénticos apilados en una mesa
metálica a la entrada del negocio. Yo compré el mío y Merrill el suyo;
lo leímos juntos.
Célebre como llegó a ser, al libro no le fue tan
bien como Thomas Mann esperaba. Los reseñadores expresaban respetuosas
reservas, su presencia norteamericana empezó a sufrir una leve
deflación. De hecho la era Roosevelt había terminado y había comenzado
la Guerra Fría. Él empezaba a pensar en volver a Europa.
Yo estaba
ahora a meses de mi gran salto, el comienzo de mi vida real. Luego de la
graduación de enero, empecé un año lectivo en la Universidad de
California en Berkeley, el menos afortunado George empezó a cumplir su
sentencia de uno a cinco años en San Quintín, y en el otoño de 1949 dejé
la Universidad de California y entré en la de Chicago, acompañada por
Merrill y por Peter (los dos se habían graduado en junio), y estudié
filosofía, y después… continué con mi vida, que resultó ser, en general,
lo que la niña de catorce había imaginado con tanta certeza.
Y
Thomas Mann, que había estado haciendo tiempo aquí, dio su salto. Él y
su Katia (que habían adoptado la ciudadanía norteamericana en 1944)
abandonarían el sur de California, regresando a la algo apisonada
montaña mágica de Europa, para siempre, en 1952. Habían sido quince años
en América. Pero él no había vivido realmente aquí.
Años más tarde,
cuando ya fuese escritora, cuando ya conociera a muchos otros
escritores, aprendería a ser más tolerante con la brecha entre la
persona y la obra. Aún así el encuentro me sigue pareciendo todavía
ilícito, incorrecto. En mi memoria profunda de la experiencia es, más a
menudo que menos, el recuerdo de la vergüenza.
Sigo sintiendo el
regocijo, la gratitud por haber sido liberada de los constreñimientos de
la niñez. Las admiraciones me liberaron. Y también la vergüenza, que es
el precio de experimentar agudamente la admiración. Entonces me sentía
una adulta, obligada a vivir en el cuerpo de una niña. Desde entonces,
me he sentido una niña, privilegiada de vivir en el cuerpo de una
adulta. La fanática de la seriedad en mi interior, como ya estaba
plenamente desarrollada en la niña, sigue pensando en la realidad como
algo aún por verse. Sigue viendo un amplio espacio adelante, un dilatado
horizonte. ¿Es este el mundo real? Todavía me sigo preguntando eso,
cuarenta años después… como los niños pequeños que repiten, durante un
largo viaje agotador, la pregunta: "¿Ya llegamos?”. El sentido de
plenitud de los niños me fue negado. En compensación permanece, siempre,
el horizonte de la plenitud, al que soy llevada siempre por las
delicias de la admiración.
Nunca le conté a nadie del encuentro.
Durante años lo mantuve en secreto, como si fuese algo vergonzoso. Como
si les hubiera sucedido a otras personas, a dos fantasmas, a dos seres
provisorios en camino a cualquier otra parte: una tímida, ferviente niña
intoxicada de literatura y un dios en el exilio que vivía en una casa
en Pacific Palisades.