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Vicios nocturnos: la lectura de diarios

Vicios nocturnos: la lectura de diarios

por Jorge Herralde
Letra Internacional nº 79





Hablar sobre diarios me ha invitado a una vertiente confesional y anecdótica, a un vagabundeo por mis recuerdos como lector y merodeador de diarios. Citaré en primer lugar mis encuentros con los diarios de cuatro grandes escritores, Kafka, Gide, Pavese y Gombrowicz. En todos los casos tuve la sensación especial de un voyeurismo tan fanático como bien remunerado.
 


KAFKA, GIDE, PAVESE, GOMBROWICZ: CUATRO DIARIOS FUNDAMENTALES
El descubrimiento de Kafka significó para mí, como para tanta gente, una sacudida tremenda.

Empecé a agenciarme traducciones latinoamericanas, muchas de ellas de Losada, y Kafka fue durante un tiempo una pasión monográfica, un autor encolado en la cabecera.

Ángels Viladomiu.
Tattoed garment (detalle)
Recuerdo en especial una muy subrayada Carta al padre, La metamorfosis, El proceso,

y algunos cuentos angustiosamente deslumbrantes, &laqno;En la colonia penitenciaria», &laqno;Un artista del hambre», &laqno;Un artista del trapecio», &laqno;Josefina la cantora o el pueblo de los ratones». Textos que pueden ser leídos también en clave cómica, con una suerte de fúnebre hilaridad, pero el jovencito lector que yo era, aún no lo sabía.
Y, naturalmente, cuando encontré la edición de Losada de sus Diarios, la compré de inmediato y me la llevé al campamento de Castillejos, donde iniciaría las milicias universitarias. Me abstendré de hacer un chiste fácil sobre el entorno kafkiano. Y aunque, con toda seguridad, se me escaparon muchísimas cosas, tenía la sensación de que el autor me estaba hablando a mí, de que algo importante estaba pasando en mi vida.

Algún día los voy a releer, no sé cuándo, de momento me he quedado en la frase famosa que cita Vila-Matas en Hijos sin hijos: &laqno;Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, fui a nadar».
Uno de los diarios en que me zambullí con mayor placer fueron los de Gide, en la edición de la Pléiade. Gide es un autor que ha envejecido mal y ahora se lee poco incluso en Francia; sirva como dato que una valiosa y monumental biografía que le dedicó Alan Sheridan en 1998, y que se ha comparado con la que Painter le dedicó a Proust, sigue inédita en francés. En España se leyó, creo, muy poco, sus obras estaban traducidas en América Latina y no eran de fácil acceso, pero tampoco imposible, gracias a algunos audaces importadores y a las reboticas de ciertas librerías, como Áncora y Delfín en Barcelona.

En cualquier caso, yo tuve una etapa de cierto fervor gideano, descubrí al Gide de Los sótanos del Vaticano con la apología inquietante del acto gratuito, el crimen sin motivos de Lafcadio, un joven como paleodadaísta o prepunk, el Gide de El inmoralista, Corydon, La semilla no muere o Los alimentos terrenales con su, dijéramos, eslogan &laqno;¡Familias, os odio!» tan vigorizante -esos textos que reivindicaban el goce sensual y una sexualidad sin cortapisas- y Los monederos falsos, considerada no sólo su novela mayor sino una novela mayor, en cuyas acro-bacias estructurales no acabé de entrar. Pero sí lo hice en sus Diarios.

Como es bien sabido, hay una larga estirpe francesa de diarios kilométricos, monumentales: los hermanos Goncourt, Amiel, Jules Renard, Charles Du Bos, Julien Green, Roger Martin du Gard, Paul Leautaud (como curiosidad, este último lo escribió desde el 3 de noviembre de 1883 hasta el 22 de febrero de 1956, cinco días antes de su muerte, unos 72 años de constancia diarística). Recientemente se ha publicado un diario, póstumo por voluntad expresa del autor, de Paul Morand, tan popular en la época de entreguerras, que con tanta aisance se desplazaba por el mundo, con el título de Journal inutile, que no ha resultado tan inútil. Para consternación de sus admiradores más civilizados, este diario subraya los peores rasgos del autor, con el antisemitismo por delante. Otra de las especialidades francesas es la del diario en periódicos: así, el famoso Bloc-notes de François Mauriac, o ahora el Journal en public de Maurice Nadeau, en La Quinzaine Littéraire.

Volviendo a los diarios de Gide, suponen, entre otros viajes, políticos, religiosos, familiares, una inmersión en la vida literaria de la sociedad literaria por excelencia, la parisina, guiados por un protagonista tan protagonista, tan connaiseur de todos los centros neurálgicos y de todos los recodos como André Gide. Por cierto, que el ensayista mexicano Christopher Domínguez Michel, en un reciente ensayo sobre Gide, nos recuerda que éste, cuando funda la Nouvelle Revue FranÇaise con Schulemberger y un neófito editor y bon vivant llamado Gaston Gallimard, en su diario apenas le presta atención, como si fuera una revista más. Como es sabido, la NRF(hasta la Segunda Guerra Mundial) y la Bibliothèque de la Pléiade han sido las bazas fundamentales de Gallimard para imponerse en el panorama literario del siglo XX. Es decir, el diario de Gide cumple con una de las funciones de todo diario: ser un delator.



Ángels Viladomiu.
Tattoed garment (detalle)
Otros diarios que me impresionaron mucho fueron los de Pavese, El oficio de vivir, que publicó la editorial argentina Siglo XX. En los años 60 se leyeron bastante en nuestro país, al menos entre los letraheridos, varios escritores italianos como Elio Vittorini, Guido Piovene, Vasco Pratolini, Cesare Pavese, casi siempre en traducciones latinoamericanas, por razones de censura política, o en otros casos, como el de Alberto Moravia, por presunta ofensa a un pudor muy recatado. A mí el Pavese narrador no me entusiasmó excesivamente, aunque lo leí con afán, me parecía sutil, sí, pero algo frío. En cambio, sí me entusiasmaron sus atormentados diarios, corroídos por sus difíciles relaciones amorosas, que acababan con las últimas anotaciones antes del suicidio: &laqno;Todo esto me da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más». Unas palabras que entraban a formar parte, con su torturada elegancia, del arsenal de las fantasías típicas y tópicas (y por fortuna ocasionales) del joven desconcertado.
Ya editor, quise rendir homenaje a Pavese en la colección Textos y contraté Il mestiere di vivere, cuya edición catalana, aunque no estaba previsto exactamente así, fue la primera de Anagrama, en abril de 1969, que tuve físicamente en mis supongo que temblorosas manos.

Otro de los grandes, Gombrowicz. En Barcelona, en los años 60, había, localizados, unos cuantos fans de Gombrowicz, nunca muy numerosos pese a que había ganado el prestigioso Premio Formentor y se hablaba de él como firme candidato al Nobel. Gombrowicz ha sido siempre, y no sólo en español, un escritor escandalosamente minoritario, un escritor para escritores, lo que me resulta incomprensible: con pocos libros se puede reír uno tanto como con Ferdydurke.


Entre estos superfans estaba en primer lugar Gabriel Ferrater, de quien se decía que había aprendido polaco sólo para traducir su novela Pornografía, título dulcificado en España, donde apareció como La seducción. Otro era Sergio Pitol, asimismo traductor suyo, de la novela Trasatlántico y de los cuentos de Bakakai. También Joaquín Jordá, que había ido a Saint Paul de Vence, en 1968, para negociar con Witold y Rita Gombrowicz los derechos cinematográficos de la novela Cosmos, que no llegó a rodarse por falta de financiación. Y otro era yo mismo, lector ferviente y regocijadísimo, pero que como editor llegué tarde al festín Gombrowicz (como es lógico, no me estaban esperando), pero, gracias a los monumentales Cahiers de l'Herne, en el volumen dedicado al autor encontré materiales para dos estupendos Cuadernos Anagrama, publicados en 1971, así como más adelante recuperé Trasatlántico y también Testamento, sus entrevistas por escrito, al modo de Nabokov, con Dominique de Roux.
También fantaseé con la posibilidad de publicar sus diarios, que sólo se podían leer en polaco, excepto el Journal Paris-Berlin, publicado por su fiel editor francés Maurice Nadeau. En una carta muy reciente me recordaba Sergio Pitol que nuestra primera conversación seria sobre proyectos editoriales fue en relación con una posible publicación de dichos diarios. Pero al final, cuando tuvo lugar una subasta editorial a este fin, se impuso la mucho más potente Alianza. Y me resigné a ir leyendo los volúmenes en castellano a medida que iban apareciendo; una vez olvidado el síndrome de apropiación indebida por parte de Alianza, los disfruté enormemente.


 
JOSEP PLA Y JOSEP MARIA DE SAGARRA: DOS CLÁSICOS CATALANES DEL SIGLO XX

Empecé a leer en catalán ya talludito, casi veinte años, con Vida d'en Manolo contada per ell mateix de Josep Pla, un libro extraordinario sobre el escultor Manolo Hugué, todo un personaje, empezando por sus años de bohemia en París con Picasso, bohemia menesterosa, y a quien yo había llegado a conocer personalmente en los últimos años de su vida, en Caldes de Montbui. Un recuerdo infantil: aparecía Manolo en las reuniones y la gente no paraba de reír, un conversador genial. A partir de ahí empecé a leer, en aquellas ediciones de Editorial Selecta, la serie de sus Homenots, a modo de microbiografías o perfiles que dan una información cruzada y suculenta sobre la vida catalana de su tiempo, un mosaico de amenidad inigualable. En uno de sus Homenots, el dedicado a Salvador Espriu, escribió Pla: &laqno;Sobre todo, Espriu es un fanático, un llaminer de la xafarderia (un goloso del chisme). Por eso es precisamente tan buen escritor: porque el chisme es la sal de la vida y de la literatura en todas partes -porque la cultura no es más que chisme». Luego seguí con el Quadern gris, que no se publicó hasta 1966, pero que fue iniciado a los 21 años y escrito en 1918 y 1919, aunque luego fuera reescrito de cara a dicha publicación. Decía Rafael Conte, comentando la edición en castellano de Dietario (I): El cuaderno gris / Notas dispersas, que &laqno;Pla contamina sin remedio a todo aquel que se le acerca». A mí, que tan lejos estaba y estoy de sus posturas políticas, desde luego me ocurrió.

Otra experiencia lectora gozosa y reiterada han sido las Memorias de Josep Maria de Sagarra, así como sus crónicas recogidas en L'aperitiu. Para mí, las de Pla y Sagarra son las dos prosas más ricas y jugosas de la literatura catalana, ambos a la caza del adjetivo insustituible, ambos con una mirada certerísima cuya relectura siempre deleita y no cansa jamás. Dos gallos de semejante calibre mal podían convivir en el pequeño corral catalán, por lo que, tras un incidente en la revista Destino, Sagarra dejó de colaborar y Pla se hizo amo y señor de la misma, con el permiso, concedido de antemano, de Josep Vergés.

Ángels Viladomiu.
Tattoed garment (detalle)
Quizá sea éste el momento de aclarar el título de la ponencia: Vicios nocturnos: la lectura de Diarios. En efecto, y siguiendo con las confesiones, mi literatura más utilizada antes de dormir es la memorialística y en especial sus relecturas. Después de las contaminaciones profesionales de todo el día, de las lecturas urgentes y variopintas, es un tipo de libros en los que el lector-editor se puede liberar de la atención a la trama novelística o de la tensión intelectual al hilo del ensayo teórico. Por el contrario, las memorias, las biografías, las correspondencias y quizá más aún los diarios se pueden transitar de forma más relajada. Los diarios son un invento perfecto como libros de cabecera; se puede entrar por cualquier sitio, en especial si se han leído (si leer diarios es un vicio, releerlos es engolfarse en el vicio). Si el estilo, la música, te gusta, uno se duerme plácidamente arrullado.
 


DOS DIARISTAS ESPAÑOLES EN ACTIVO: GARCÍA MARTÍN Y TRAPIELLO

Los diarios de García Martín son quizá mis preferidos en este campeonato de dietarios al que aludía Conte, donde figuran combatientes de tanto fuste como Sánchez Ostiz, Andrés Trapiello, Martínez Sarrión, Valentí Puig, José Carlos Llop y muchos más.
Confieso mi adicción nocturna a los diarios de García Martín, a quien no tengo el gusto de conocer: los tengo todos, con la colaboración de los libreros de la Central, excelentes sabuesos, ya que conseguirlos es una empresa no siempre fácil (a este respecto despotrica a menudo de sus editores, y no sin motivo, el autor).

Y los he releído todos. Aprecio, claro está, los sonados solos telefónicos de los divos de dichos diarios, como Trapiello, Prada o Bonilla, con las transcripciones de su charla tel quel: se abren dos puntos y la víctima empieza a confesarse &laqno;en privado». ¿Traiciona García Martín la privacidad de sus amigos? O acaso, a estas alturas del partido, ¿preparan ellos su mejor soliloquio, proponen una performance que obliga al autor a sacarlos en sus diarios? Quién sabe, da igual. Pero consigue interesarme en personajes desconocidos para mí, como el poeta Víctor Botas, que ya casi es como de mi familia, o los asistentes a las tertulias literarias que ostensiblemente preside García Martín. En sus visibles maldades y alfilerazos saboreo en especial la destreza de la esgrima, mientras que la sangre, aunque sea real, me resulta ajena. Excepto en un par de casos, alevosos, respecto a autores de Anagrama y buenos amigos; pero nadie es perfecto, como le recordaron a Jack Lemon. Los diarios se convierten en un catálogo de las obsesiones y coqueterías de García Martín y una panorámica sobre cierta vida literaria hispana no siempre gloriosa.


El mencionado campeonato nacional de diaristas está muy competido. Diarios y memorias, antes infrecuentes en nuestra lengua, han prosperado muchísimo en estos últimos años, quizá una reacción algo tardía a la normalidad democrática. Hace poco, Martínez Sarrión sintetizaba lacónicamente el cambio de rumbo: &laqno;La escritura autobiográfica en un país acostumbrado a la intermediación -religiosa, política- podía costarte, y no de forma figurada, la vida».

En dicho campeonato, entre el pelotón de cabeza parece como si el líder fuera Andrés Trapiello, por tonelaje y repercusión. Cada uno de los tomos -que también he leído nocturnamente- es acogido con creciente admiración, los suplementos literarios le dedican hectáreas de espacio. Naturalmente, al líder no pueden faltarle detractores. Unos opinan que Trapiello tiene una fidelidad aleatoria respecto al tan citado pacto autobiográfico, acuñado por Lejeune, que conmina a decir la verdad. El propio Trapiello, comentando sus interioridades de taller, informa que los tomos anuales se publican a los cinco años de su redacción. A veces, en tan largo periodo, los personajes y el autor han &laqno;interactuado», por así decir. Los &laqno;trapiellólogos» más conspicuos, y a veces peor intencionados, siguen de cerca el proceso, y advierten o denuncian o disfrutan viendo cómo (aseguran) determinados percances producen distorsiones en los retratos. Naturalmente, los diarios, todos ellos, son un género muy propenso a la manipulación, un material muy permeable, los autores no siempre resisten la tentación de erigir su propia estatua.

Primorosamente escritos, en los diarios de Trapiello el sosiego es casi inalterable. Los recorridos por las librerías de viejo, las visitas a las imprentas, un deliberado olor a rancio, los veraneos en el campo y sobre todo la utilización de crípticas mayúsculas en lugar de nombres propios contribuyen a tal sosiego.

¿Por qué tal decisión que puede incomodar al lector seriamente chismoso? &laqno;¿Qué necesidad tiene -se preguntaba hace poco la estudiosa Anna Caballé- de llevar la práctica de las iniciales hasta el extremo de disolver toda identidad que no sea la propia?» Trapiello lo explicó en una entrevista televisiva con Sánchez Dragó: más o menos, dijo, a los lectores del próximo siglo ¿qué les importarán los nombres de los personajes? Apreciarán la literatura, la gran literatura: es decir que Trapiello confía en el mismo lector muy póstumo al que se resignó Stendhal. Sin prisas, pero sin dejar de activar el proyecto. Es decir, que tras la apariencia humildísima de Trapiello, se agazapa apenas un orgullo diabólico, posiblemente el imprescindible orgullo de todo gran escritor. Otra información que nos desliza implícitamente el propio autor respecto a dicho orgullo: el título general de los diarios se llama &laqno;una novela en marcha», que recuerda de inmediato Work in progress, durante años el título de trabajo que Joyce puso a lo que después llamó Finnegan's Wake.

En los diarios, mis pasajes más releídos, sin duda por deformación profesional, se refieren a tres editores. Uno de ellos es el relato de un viaje con un gran poeta y director literario de una prestigiosa editorial, Pere Gimferrer, según dicen los trapiellólogos; un retrato que, al parecer, el damnificado ni ha perdonado ni perdonará jamás (los rencores de Pere son tenaces, de pedernal), y que ya ha dado lugar a varias trifulcas públicas. En su último tomo Do fuir, hay un retrato estupendo de su fiel editor de Pre-Textos, nuestro común amigo Manolo Borrás. Pero quizá las páginas más emocionadas y emocionantes son las que dedica al editor Zapatero, muerto prematuramente, alcoholizado, amargado. Zapatero había fundado con Oriol Castanys una editorial, Trieste, a la que se nombra siempre acompañada justamente del adjetivo exquisita. Castanys la dejó muy pronto e ingresó Trapiello, que, con Zapatero, luchó durante años para llevar adelante un excelente proyecto editorial.



 
EDICIÓN DE DIARIOS EN ANAGRAMA

A pesar de mi interés por el género, apenas he publicado diarios, aparte del de Pavese, pero no quiero dejar de subrayar algunos textos breves incluidos en tres títulos de Anagrama. En El arte de la fuga de Sergio Pitol, aparece el &laqno;Diario de Escudillers», un texto muy reproducido aquí y allá, que describe las peripecias del joven Pitol, sin un duro, en la Barcelona de los 60, donde se hizo amigo de todos. Pere Gimferrer escribió en El Correo Catalán sus Dietaris, que luego recogió en dos volúmenes, que no sólo he releído a menudo, sino que de ellos también preparé personalmente una selección de su traducción castellana para nuestro volumen Noche en el Ritz. Roland Barthes, en Incidentes, anota, con franqueza inusitada en él, sus correrías en pos de muchachitos en el Magreb, turismo sexual bien conocido por Oscar Wilde y André Gide, entre muchos otros no tan famosos, un turismo sexual que aún no estaba etiquetado como tal. Uno de los primeros escritos de Luis Goytisolo es &laqno;Diario de un gentleman», recogido más tarde en Investigaciones y conjeturas de Claudio Mendoza. Y también hay que citar Diario de un hombre humillado de Félix de Azúa, que con Historia de un idiota contada por él mismo, dos novelas de los años 80, conforman un sarcástico díptico sobre la Barcelona de la época y algunos de sus exóticos pobladores: Gimferrer, Barral, Ferrer Lerín, el propio Azúa...

Y, asimismo, en este repaso, mencionar los voluminosos Diarios de Andy Warhol, diarios dictados, a menudo de una banalidad que no deja de ser fascinante, al menos para mí. Hace poco Quico Rivas hacía un, digamos, &laqno;revelado» de Warhol, vía Guy Debord, y un párrafo de La sociedad del espectáculo: &laqno;El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas, mediatizada por imágenes». Y así, mientras que Débord es el lúcido y muy crítico profeta y analista de la sociedad del espectáculo, Warhol intuye y asume la importancia del factor fama y se convierte en el gran manipulador. Teoría y práctica, estaría tentado de decir, de un lado teoría revolucionaria, y del otro, reciclaje cínico.


 
DOS DIARIOS IMPOSIBLES O AL MENOS INÉDITOS

También me gustaría mencionar dos diarios inéditos, tal vez definitiva y frustrantemente inéditos, en Anagrama y en cualquier otra editorial.

Uno es el de Jesús Aguirre, a quien conocí ya en su primer año de incorporación a la editorial Taurus, que tan bien dirigió durante unos años. Le propuse presentar el primer Premio Anagrama de Ensayo otorgado a La estética sin herejías de Xavier Rubert de Ventós. Aceptó con algún comentario apenas mordaz, bien comprensible: al fin y al cabo éramos competidores en un mismo territorio, el ensayo. Tras la presentación, obviamente brillante, durante la cena salió el tema de unos diarios, minuciosísimos, dijo, en los que cada noche transcribía los hechos más relevantes de la jornada y reflexiones sin duda punzantes, por cuya publicación me interesé de inmediato. Cuando Jesús se endosó, tan cumplidamente, el disfraz de Duque de Alba, mis esperanzas, ya remotas, se desvanecieron. Aun así, a propósito de la correspondencia que sostuvimos acerca de un proyecto editorial, le reiteré, de forma ritual y como de paso, mi interés. Y, con su sorna característica, me escribió que, como máximo, podría ofrecerme el índice de nombres. Apunto aquí la existencia o posible existencia de esos diarios, podría tratarse de un documento de singular interés sobre la España de las últimas décadas.

El otro diario inédito es el del gran escritor argentino Ricardo Piglia. Se trata de un diario que el autor califica de monstruoso, iniciado en 1957, a los 17 años. Un diario que le sirve, entre otras cosas, de cantera. Y, sostiene Piglia, todo lo que ha publicado hasta ahora es simplemente una coartada para poder editar finalmente este diario sin problemas. Al escribir esto he recordado un texto del novelista israelí David Grossman, en un diario que empezó a raíz de los atentados del 11 de septiembre: &laqno;Han pasado varios meses desde que terminé mi última novela y sentía cómo el hecho de no escribir me influía para mal. Cuando no escribo tengo la sensación de que no entiendo realmente nada, de que todo lo que me pasa, todo lo que ocurre y todas mis relaciones con las personas son hechos que tan sólo están "uno al lado del otro", sin ningún contacto pleno entre ellos. En cambio, desde que he vuelto a escribir todo se va hilando de repente». Aunque, como visión completamente opuesta respecto al impulso de escribir Diarios, hace poco Roger Grenier, el más veterano colaborador de la editorial Gallimard, desde 1964, y también escritor, afirmaba: &laqno;En cuanto a llevar un diario, es insoportable. ¡Es como recorrer el mundo con una cámara fotográfica!».


 
LOS DIARIOS DE UN EDITOR: EDMUND BUCHET

Terminaré, deformación profesional obliga, comentando los diarios de un editor. Al revés que sus colegas españoles, los editores franceses son muy propensos a escribir memorias. Sin pretensiones exhaustivas, en mi librería están las de Robert Laffont, José Corti, Pierre Belfond, Maurice Girodias, Françoise Verny, Hubert Nyssen, Eric Losfeld, Maurice Nadeau, Pierre Bordas, Gérard Guégan. Uno echa de menos las de Gaston Gallimard, pero la tradicional opacidad de la maison Gallimard queda iluminada por la gran biografía del fundador de la dinastía a cargo de Pierre Assouline, y por la propia correspondencia de Gaston Gallimard con varios de sus más grandes escritores -como Proust, Claudel y Céline-, donde el editor se revela como un negociador correoso con guantes de terciopelo... y con una paciencia infinita.

Pero, además de tantas memorias, biografías, estudios, etcétera, hace poco encontré una rareza, una pieza única, una joya: los diarios de un editor, que se publicó en 1969 y se ha reeditado en junio de 2001. Se llama Les auteurs de ma vie, su autor es Edmund Buchet, fundador de la editorial Buchet Chastel, una editorial independiente que dirigió con acierto desde 1935 hasta 1968. Una editorial muy prestigiosa que lanzó en Francia, entre otros, a Lawrence Durrell, Henry Miller y Carl Gustav Jung, autores franceses como Roger Vailland, Maurice Sachs y Charles Plisnier, una colección, &laqno;Páginas inmortales», con selección de textos de Mauriac, Gide, Mann y otros clásicos, y otra colección, Música, de gran prestigio. El propio Buchet fue novelista y autor de estudios sobre Beethoven y Bach. Edmund Buchet nos advierte en su prólogo que este diario, una selección de uno más amplio y más íntimo, no lo escribió para su publicación. De ahí, dice el autor, sus debilidades y también su interés, que reside en primer lugar en su autenticidad. Buchet nos brinda un panorama de más de cincuenta años, con una información excelente, escrito sin ningún afán pedagógico, pero como en passant nos ilustra nítidamente acerca de los entramados de la cultura, la literatura y la edición francesas.
Es un diario tan sugerente que hubiera merecido dedicarle una ponencia monográfica. Me limitaré a mencionar alguno de sus aspectos más significativos.

1) Una situación excepcional: la responsabilidad moral y penal de los escritores que colaboran con los nazis en la Francia ocupada y también de los editores. El tema de los escritores está marcado por el suicidio de Drieu La Rochelle y el juicio y la ejecución de Robert Brasillach. El caso editorial es complejo y confuso. Muchos editores colaboraron con los nazis, con Denoël y Grasset a la cabeza. Denoël fue asesinado en la calle en 1946 y las ediciones Grasset fueron disueltas en 1948. Buchet Chastel formó parte del grupo de editoriales &laqno;que se mantuvieron dignas durante la Ocupación», según la fórmula que se adoptó en la época, como nos recuerda el autor; un grupo poco numeroso y en el que se echa de menos más de un nombre sonoro de la edición francesa. Como contrapunto, durante la ocupación alemana se fundó una mítica editorial resistente: las Éditions de Minuit.

2) Los caprichos de la suerte: Gaston Gallimard le cuenta que el mayor éxito comercial de la editorial fue Lo que el viento se llevó, que había sido rechazado por su comité de lectura, pero que luego pudo repescarlo de Hachette. Al igual que Proust, su mayor éxito literario, también otro rechazo y otra repesca, en este caso de Grasset.

3) La visión literaria de un editor: Buchet afirma, en 1956, que Borges y Alejo Carpentier (a quién él no publica) son los dos mejores escritores latinoamericanos. Y tiene el acierto de fichar, en 1949, a un joven crítico, Maurice Nadeau, que publicará en su colección Bajo el volcán de Malcolm Lowry, una de las joyas de la corona de la casa.

4) El oficio de editor: uno de sus méritos es el de &laqno;haber cultivado el gusto por la lucha», escribe en 1960, ya con mucha lucha detrás. También anota, en 1965, suspirando: &laqno;¡Qué oficio!», y su secretaria replica: &laqno;Y sin embargo no querría usted tener ningún otro». Y una norma que yo también procuro seguir: &laqno;En principio, no recibo jamás a los autores antes de leer su manuscrito».

5) El editor como retratista: Buchet lleva a cabo certeros y memorables retratos de autores amigos como Henry Miller o Roger Vailland. A este último, a quien tanto admira y aprecia, le reprocha en un momento dado, en 1952, que siendo un espíritu tan libre se haya plegado a la ortodoxia comunista. &laqno;Los escritores, incluso los verdaderos, necesitan ser guiados, y éste no es el papel menor del editor», anotará más tarde.


Fuente: http://Diarios,Lectura
Categoría: Textos | Ha añadido: esquimal (11.04.11)
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