El lector de mentes
James Womack
TRADUCTOR DEL RUSO Y COORDINADOR DE LA EDITORIAL NEVSKY PROSPECTS
nº 172 · abril 2011
Quién es Liov Tolstói? Podría
parecer ridículo plantearse esta pregunta en 2011, después de un 2010 en
el que el centenario de la muerte de Tolstói se conmemoró con una
avalancha de artículos y libros. Sin embargo, la figura del propio autor
es ahora quizá más oscura de lo que nunca lo ha sido. ¿Es Tolstói el
adolescente que se mira al espejo en Juventud (1856) y que se
describe como poseedor de un rostro «en absoluto expresivo: facciones
algo rústicas, vulgares y feas, ojillos grises más estúpidos que
inteligentes, sobre todo cuando me miraba al espejo»? ¿O es el
Christopher Plummer de La última estación, la película dirigida por Michael Hoffman en 2009, vagando por una romantizada Yásnaia Poliana como un Santa Claus vegetariano?
La manera evidente de responder a cualquiera de estas cuestiones
ontológicas es volver sobre los propios textos. Tolstói empezó como un
escritor autobiográfico, que planificó una serie de memorias que
aparecieron publicadas posteriormente como Infancia (1852), Adolescencia (1854) y Juventud
(ahora se reeditan las tres en castellano en un solo volumen). Aunque
el héroe de estas memorias se nos presenta como un tal Nikoláis
Irténiev, y los detalles de su vida no coinciden exactamente con los de
la biografía de Tolstói, las memorias sí que siguen los perfiles
generales de su vida y contienen numerosas informaciones agudas y
extraordinariamente íntimas sobre el desarrollo personal de Irténiev que
deben de haberse basado en la propia experiencia.
Hay que tener cuidado, por supuesto, al adoptar este tipo de enfoque. El
cuarto volumen inconcluso de las memorias de Tolstói acabaría dando
lugar a Relatos de Sebastópol (1855-1856): en este caso estamos
ante un texto de carácter claramente ficticio, a pesar de que conserve
la agudeza psicológica de las obras anteriores de Tolstói. Y la mezcla
de autobiografía y ficción prosigue a lo largo de la carrera del
escritor: su inmensa capacidad para simpatizar intelectualmente con
personajes de todo tipo –incluso, en Jolstomer (1886), un
caballo– significa que todos sus personajes reflejan en alguna medida la
personalidad del propio autor. Es famosa la afirmación de Flaubert de
que «Madame Bovary, c’est moi»; resulta igualmente justo decir de
Tolstói que «Anna Karenina, c’est lui».
El hombre Tolstói es visible en todo lo que escribió. En alguna medida,
por tanto, los libros sobre él son superfluos: ¿qué resulta posible
añadir al retrato (tan autocrítico, tan psicológicamente veraz) ya
ofrecido por el propio Tolstói? Esto no impide que algunos autores sigan
intentándolo: es evidente que las contradicciones de Tolstói suponen
una gran tentación para escritores de toda laya, y su vida, ajustándose
como lo hace a un gran número de modelos arquetípicos (Tolstói es
claramente tanto Cristo como el rey Lear), ofrece, evidentemente, un
terreno fértil para la especulación literaria.
Semejante tarea, sin embargo, está erizada de dificultades y
difícilmente puede sorprendernos que el libro más fascinante escrito en
torno a la vida de Tolstói no sea un relato ficticio o una biografía,
sino una sencilla colección de anécdotas, Liov Tolstói (1923), de Maxim Gorki, ahora traducidas como parte del volumen Recuerdos de Tolstói, Chéjov y Andréiev.
En vez de intentar ofrecer al lector una idea exhaustiva de cómo fue
Tolstói o, peor aún, de aquello que «representaba», Gorki se limita a
describir lo que vio en sus encuentros con el hombre: «¡Es extraño que
le guste tanto jugar a naipes! Se lo toma muy en serio, con pasión. Y
cuando coge las cartas sus manos se vuelven temblorosas como si
sostuviese entre los dedos pájaros vivos y no esos inertes trozos de
cartón». Estos fragmentos nos dan una idea remozada de cómo era Tolstói y
de cómo afectó a las personas a su alrededor.
Gorki contó con la ventaja de poder mantener un contacto personal con
Tolstói, de poder describirlo directamente, desde cerca: «Sus manos son
asombrosas, feas, nudosas por culpa de las venas hinchadas, y pese a
todo plenas de expresividad y fuerza creativa. Probablemente, así eran
las manos de Leonardo da Vinci». Sería difícil crear un retrato tan
extraordinario valiéndose únicamente de la imaginación. Escritores que
están fascinados por Tolstói, pero que no tuvieron la oportunidad de
conocerlo, tienden a acercarse a él de un modo más indirecto, utilizando
a personas de su entorno a modo de sustitutos. Es como si los
escritores tuvieran miedo de imitar la omnisciencia narrativa de
Tolstói, su convicción de que podía ver en el interior de las mentes de
todos y cada uno de sus personajes.
Cuando brinda sus mejores frutos, este método produce obras como El esposo impaciente de
Grazia Livi, cuyos hechos nos llegan procedentes en gran medida desde
la perspectiva de Sofía Bers, la muchacha de dieciocho años que habría
de convertirse en la esposa de Tolstói. Se trata de una maravillosa
novela corta, que consigue evocar tanto el miedo como la emoción que
debió de haber sentido Sofía cuando dio lo que tuvo que ser un paso
irrevocable y aterrador. Incluso aquí, en un libro que evoca con tanta
sutileza las vidas de las mujeres y la experiencia femenina, la figura
de Tolstói pasa a ser cada vez más dominante al tiempo que la narración
se interrumpe con extractos de sus cartas (en cursiva) y afirmaciones
semifilosóficas (en mayúsculas) que empiezan a cristalizar en lo que se
convertiría más adelante en la filosofía intransigente del Tolstói
posterior. Se trata en muchos sentidos de un relato de terror: Sofía
comienza el relato como una figura despreocupada y soñadora («se encerró
en su habitación, se tumbó sobre la cama y permaneció durante horas
anidada entre los sueños como un jilguero entre las hojas de un árbol»),
pero el lector es siempre consciente del futuro: los trece hijos, las
discusiones, la amargura que fue apoderándose de sus relaciones. El
relato va abriéndose paso con esta amenaza haciendo las veces de
prolepsis.
De acuerdo con la idea de que la comedia es tragedia más tiempo, La última estación,
de Jay Parini, que se concentra en el final del matrimonio de Tolstói,
en los últimos meses de la vida de Liov, es mucho más divertida y
deliberadamente más ligera. Todos los personajes han dejado de tener
ilusiones y el espectáculo de las maniobras con que Sofía y el discípulo
más fervoroso de Tolstói, Vladímir Chertkov, luchan por el legado de su
maestro (y por sus valiosos derechos de autor) posee algo de
entretenimiento maquiavélico. No está claro si el propio Parini tenía
conciencia del carácter de farsa de su relato: su decisión de hacer que
todos los personajes, incluido «L. N.», presentado con portentosos
atributos, cuenten sus historias en primera persona –indicando al
comienzo de cada capítulo quién está hablando– hace precisamente que no
esté muy claro cuán seriamente se supone que ha de tomarse el lector los
ataques regulares de histeria de Sofía, o las cavilaciones metafísicas
de Chertkov. Se trata de una incertidumbre que se traslada a la película
homónima realizada por Michael Hoffman a partir de la novela de Parini,
que puede verse fácilmente como un relato conmovedor de un grupo de
personas heridas y egoístas, o más bien como un divertimento exagerado y
estentóreo.
Resulta útil buscar puntos de continuidad entre todos estos relatos: a
veces parece como si libros que tratan teóricamente de Tolstói abordaran
todos ellos temas diferentes. Una cosa, por ejemplo, que tienen en
común Gorki y Parini es que ambos reconocen, y desprecian abiertamente,
la difícil personalidad de Vladímir Chertkov. Su posición en un relato
mitológico simplista de la vida de Tolstói es fácil de establecer: el
apellido de Chertkov suena como si se derivara de la palabra rusa para
«demonio», y él fue la persona directamente responsable de la última
escena de la vida de Tolstói: la descabellada huida de su familia, el
testamento secreto, la muerte miserable en la estación de tren de
Astapovo. Gorki dedica un extenso ensayo, Sobre S. A. Tolstaia (1924,
incluido en la colección publicada por la editorial Nortesur) a Sofía
Tolstói, de la que piensa que se encuentra vilipendiada en el relato
mesiánico de la vida de Tolstói que hace Chertkov; Parini parece
reconocer la amplia veta de interés personal que subyace en todas las
afirmaciones aparentemente altruistas que realiza Chertkov.
Quizá la denuncia más clara de Chertkov procede de Tatiana, la hija de Tolstói, en su relato Sur la mort de mon père et les causes lointaines de son evasion,
publicado por primera vez en 1960, diez años después de su muerte, y
ahora disponible como, valiéndose de un título más general, Sobre mi padre.
Esta amarga narración comienza con el clásico tropo retórico de parecer
pasar por alto aquello en lo que está en realidad concentrándose: «A
menudo se me ha reprochado no haber protestado nunca por la impostura,
los plagios, las deformaciones y las calumnias que de vez en cuando
aparecían, y aparecen aún, en la prensa de todo el mundo, asociadas al
nombre de mi padre, Lev Tolstói». Lo que sigue es un arreglo de cuentas
motivado por la devoción familiar, una sólida y certera reevaluación de
todas las personas que han mentido –desde su punto de vista– sobre su
padre, reservando un veneno especial para Chertkov y su control sobre
Tolstói. Sin embargo, como siempre parece ser el caso con el escritor
ruso, incluso el relato más tendencioso acaba viéndose complicado por el
protagonista y su conducta, por los acontecimientos irracionales y por
las personas que lo rodean. Tatiana Tolstói reconoce que está intentando
reparar «un retrato de mi madre deformado por la parcialidad», pero
ella es capaz de escribir en tono denigratorio sobre la propia Sofía
Tolstói: «Cuando mi madre concibió la sospecha de que el responsable del
testamento era Chertkov, empezó a odiarlo. Se puso celosa. Obsesionada
por ese sentimiento, en su locura, acabó exigiendo a Lev Nikoláievich,
bajo amenaza de suicidio, que cortara toda relación con Chertkov. Mi
padre cedió. No por debilidad, sino por sentido del deber». La verdad es
que no parece que estemos ante un resumen imparcial de los hechos.
Personas que conocieron a Tolstói, personas que confundieron a Tolstói
con un dios, personas que consideraron a Tolstói el más humano de los
hombres, personas que no conocieron a Tolstói pero que se sienten a sus
anchas especulando sobre él en obras de ficción... Es un alivio leer un
libro ajeno a toda pretensión de ser ni una hagiografía ni de aspirar a
la intimidad imaginada de la ficción. Vie de Tolstoï, de Romain
Rolland, a pesar de haberse publicado inmediatamente después de la
muerte de Tolstói, consigue hacer gala de un cierto grado de
objetividad. Rolland se muestra escrupuloso en su empleo de fuentes
publicadas y se niega a inventar o engrandecer la personalidad de
Tolstói. Incluso ahora, en el centenario de su publicación, sigue
constituyendo una de las mejores introducciones al arte y el pensamiento
del escritor. La sutil incorporación de detalles, el espacio que
Rolland se autoconcede para describir la obra de Tolstói, desde la
sublime Anna Karenina hasta llegar a Resurrección –que
Rolland considera, en contra de lo que suele afirmarse, «uno de los más
bellos poemas de compasión humana»–, significan que su tesis es clara y
que podemos mostrarnos de acuerdo con mucho mayor facilidad con su
decisión de que Tolstói «es nuestra conciencia».
Esta es quizás una buena forma de concluir este recorrido parcial por el
horizonte: todos estos libros, de calidad y enfoque tan diferentes, dan
fe del poder imperecedero de la figura de Tolstói, y del modo en que
resulta imposible observarlo sin adoptar en cierta medida una postura
moral en relación con el hombre y con su obra. En nuestras manos está
decidir si nos decantamos por ver al hombre como un ejemplo o como una
advertencia.
Traducción de Luis Gago
Este artículo ha sido escrito por James Womack especialmente para Revista de Libros Tomado de: http://www.revistadelibros.com/articulo_completo.php?art=4927
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