Las vidas
de J. D. Salinger
Andrés Ibáñez
Escritor
Hace muchos años, cuando era un joven impresionable e inexperto, escuché
a Francisco Nie-va en el auditorio de la Universidad Autónoma de
Madrid. Decía el dramaturgo que apartarse de la fama era, para un
escritor, lo más fácil del mundo. Estaba hablando de Jean Genet y
también de todos esos autores que aseguran aborrecer la fama y desear el
anonimato. El anonimato –dijo Nieva– es la condición natural del
escritor. Solo son famosos y aparecen en los medios de comunicación
aquellos que luchan a brazo partido por estar allí. Añadiré una cita
más, otra vez de carácter oral. Procede de una rara entrevista concedida
por Ted Hughes y aparecida en ABC Cultural (5 de noviembre de
1998), en la que el poeta afirma: «El más profundo deseo del escritor es
el anonimato, no ser señalado por la calle». El mismo tema queda
recogido, con exquisita ironía, en varias obras de Enrique Vila-Matas,
por ejemplo Bartleby y compañía, y especialmente en Doctor Pasavento,
que trata de un escritor que tiene «pasión por desaparecer». Uno de los
personajes de esta novela magistral es, precisamente, Thomas Pynchon.
¿Es fácil desaparecer para un escritor? ¿Es desaparecer lo que los
escritores desean? Si acudimos al ejemplo de uno de los más famosos
desaparecidos de las letras modernas, Jerome David Salinger, la
respuesta a las dos preguntas sería afirmativa. Al menos a la primera de
las preguntas, ya que aunque existan casos como el de Hughes, Salinger,
Pynchon o el personaje de Vila-Matas que desea «desaparecer», lo cierto
es que estamos rodeados por todas partes de escritores a los que vemos
literalmente consumidos por el deseo de aparecer, escritores que ponen,
modificando un poco a Oscar Wilde, su talento en su obra y su genio en
su promoción personal. Sí, es posible que el deseo de desaparecer de
Salinger no fuera algo muy común. Pero la facilidad con que lo consiguió
debería darnos que pensar.
Durante muchos años, Salinger se convirtió en algo así como un
fantasma. Hay una película de Alan Rudolph en que aparece un retrato de
J. D. Salinger: un marco vacío. En las historias de la literatura no
aparecía su fotografía. Se especulaba si existía realmente o no. Vivía
oculto en algún lugar. Nadie sabía quién era ni dónde estaba. En Mao II,
de Don DeLillo, hay un escritor que vive apartado en el campo y que se
le parece. Se especuló si Salinger y Pynchon, el otro gran desa-parecido
de las letras estadounidenses, serían la misma persona. Sin embargo,
Salinger jamás desapareció hasta el extremo de Pynchon. En la primera
parte de su vida fue, de hecho, intensamente sociable y ni siquiera en
la época de su «anonimato» dejó de mantener buenas relaciones con sus
vecinos. Existían, además, numerosas fotografías suyas, algunas de ellas
retratos de alta calidad realizados en estudios fotográficos. Vivía muy
apartado, en Cornish, en medio de las montañas de New Hampshire, pero
en Estados Unidos hay mucha gente que vive apartada, y Nueva Inglaterra,
al fin y al cabo, no es Utah. Todos sus vecinos de Cornish sabían que
Salinger era Salinger y en todos los hoteles donde iba se registraba
como Salinger y su coche (a Salinger le gustaban sobre todo los jeeps,
que conducía a velocidades endiabladas) estaba a nombre de Jerome David
-Salinger. Cuando su hija, Margaret A. Salinger, que sin duda
respondería «sí, es mi padre» cuando se lo preguntaran, se graduó en la
Universidad Brandeis, Salinger asistió a la ceremonia, donde se hizo
varias fotografías con su familia. Lo asombroso de la historia es que,
al contrario que Pynchon, Salinger nunca desapareció ni se ocultó
celosamente. Simplemente se apartó. Averiguar quién era, dónde vivía y
qué aspecto tenía era relativamente sencillo. Muchos periodistas se
acercaban, de hecho, a Cornish para espiar al gran autor. Los que
llegaron hasta su propiedad hablaban de un muro «infranqueable» y de una
«torreta de vigilancia» que eran en realidad, tal como podemos ver en
las fotos de El guardián de los sueños, la memoria escrita por
Margaret A. Salinger, una pared de tablones de poco más de un metro de
altura y una cabaña para que jugaran los niños. De modo que el misterio
Salinger nunca fue tal. Salinger nunca estuvo verdaderamente escondido e
ilocalizable como Thomas Pynchon. Simplemente, se apartó de la vida
pública. Quiso mantenerse al margen. Y lo logró sin el menor problema.
J. D. Salinger. Una vida oculta, de Kenneth Slawenski, es
la mejor biografía de Salinger de que disponemos. Años atrás, Ian
Hamilton intentó publicar una biografía (J. D. Salinger: A Writing
Life), pero el biografiado logró impedirlo acudiendo a los tribunales.
Luego Hamilton escribió otro libro que sí se publicó y que puede
conseguirse como libro electrónico en la página de la Casa del Libro: In
Search of J. D. Salinger, un atractivo relato que tiene algo
de novela de misterio. Si la biografía de Hamilton fue vetada en los
tribunales por el uso que hacía el biógrafo de cartas privadas de
Salinger, Paul Alexander, en cambio, pudo valerse de este material para
escribir su propia biografía, Salinger: A Biography, que es un
buen recuento de los hechos externos, pero que no logra profundizar en
el elusivo misterio de las razones de Salinger para desear huir de la
fama. Alexander sugiere que el famoso apartamiento de Salinger es un
simple montaje del autor para estimular la curiosidad de los lectores.
Otra de sus hipótesis es que quizá Salinger se sintiera atraído por las
mujeres muy jóvenes (la comparación con Lolita surge como algo inevitable) y no quería, por esa razón, que su vida privada saliera a la luz.
En español apareció, hace unos años, un libro verdaderamente
fascinante y de lectura obligada para cualquier admirador de Salinger: El guardián de los sueños
(Barcelona, Debate, 2002), de la hija del autor, Margaret A. Salinger.
Peggy Salinger hace en sus páginas un retrato agridulce de su padre y
nos permite acercarnos más que cualquier otro autor a la personalidad
real del autor de Franny y Zooey, dado que ningún investigador
ni biógrafo podría describir sus recuerdos de infancia ni las
inclemencias de la vida familiar en Cornish ni la sensación de hastío y
desesperación de los hijos ante las obsesiones místicas de su padre como
ella lo hace. En El guardián de los sueños percibimos a
Salinger como una persona real, un mito plano que cae en el mundo de las
tres dimensiones, a ratos encantador y seductor, a ratos despótico e
intratable. Sin embargo, por esta misma cercanía emocional y vital, no
podemos considerar el libro de Peggy Salinger como una fuente imparcial.
Tampoco es –no pretende serlo– una biografía exhaustiva y completa de
su padre.
Para terminar esta lista deberíamos incluir el libro Mi verdad (Barcelona, Circe, 2000), de Joyce Maynard, una autobiografía en la que la autora describe con saña y detalle su affaire
con Salinger cuando ella tenía dieciocho años y él cincuenta y tres.
Salinger tampoco sale bien parado en este retrato que algunos han
considerado vengativo, y en las páginas de Maynard aparece como un
chiflado obsesionado con la alimentación natural, aficionado a programas
televisivos idiotas y mal amante. Más tarde, Maynard subastó
públicamente las cartas que le había escrito Salinger al inicio de su
relación, un gesto poco simpático que ella explicó aludiendo a
necesidades financieras para pagar la universidad de sus hijos. Las
cartas fueron adquiridas por 156.500 dólares por Peter Norton,
programador de software y autor de varios libros de éxito en su campo, con la intención de devolvérselas a Salinger.
La biografía de Slawenski viene a situar el mito de Salinger en un
nuevo plano. El libro está muy bien documentado, aunque Slawenski no
pretende ser exhaustivo y hay muchas cosas que cuenta Peggy Salinger,
especialmente de la última parte de la vida del autor, que Slawenski no
recoge. ¿Por qué no? ¿No debería ser su obligación de biógrafo acumular
la mayor cantidad de hechos posibles? Soy bien consciente de que este es
un dilema central del género biográfico, donde hay que elegir entre
largas exposiciones repetitivas (por ejemplo, la biografía de André
Breton de Mark Polizzotti) o el resumen interpretativo (por ejemplo, la
de Joseph Conrad de John Scrape). Otro dilema es el hecho de que
normalmente existe mucho más material de la última parte de la vida de
un autor, cuando es mayor y famoso, que de la primera, aunque esta
última parte sea generalmente la más aburrida (la excepción sería el
segundo tomo de la biografía de Vladimir Nabokov de Brian Boyd, y un
ejemplo clásico la biografía de Colette de Judith Thurman). En el caso
de Salinger sucede exactamente al contrario, ya que existe muchísima más
información sobre la primera parte de su vida, hasta el momento en que
comienza a publicar y alcanza la fama, que sobre la segunda, cuando es
ya un autor famoso. La biografía de Slawenski tiene 525 páginas. En la
página 451 estamos en 1963, aproximadamente la fecha en que Salinger
decide entrar en el anonimato. De modo que Slawenski dedica 450 páginas a
los años que van entre 1919 y 1963 y poco más de cien páginas a los que
van de 1963 hasta la muerte del autor en 2010. Es decir, 450 páginas
para los primeros cuarenta años de vida y sólo un centenar para los
cincuenta restantes. Esta proporción, seguramente, es única en la
historia del género biográfico.
Sin embargo, Slawenski tenía más información de esos cincuenta años
perdidos de la que nos entrega. Por ejemplo, información de las mujeres
con que Salinger mantuvo relaciones sentimentales durante esos años,
unas relaciones que solían comenzar con largos intercambios epistolares.
Es difícil entender por qué cuenta tan por encima el último matrimonio
de Salinger con una mujer cincuenta años más joven que él, Colleen
O’Neill, un personaje que ningún novelista habría despreciado, o por qué
no profundiza en la relación de Salinger con su hija Margaret. Da la
impresión de que Slawenski ha quedado tan subyugado por la personalidad
de su biografiado que quiere, en el fondo, seguir sus deseos y no hablar
mucho de los aspectos problemáticos. También es este un fenómeno común
en las biografías, y hay que convenir en que seguramente es preferible
al contrario, que consiste en deleitarse en los trapos sucios. Es
difícil encontrar un equilibrio entre fascinación y rigor tan perfecto
como el de Richard Ellmann.
Pero todo esto son meros detalles y materias en las que podremos estar o no de acuerdo. Lo importante es señalar que Una vida oculta
es, por el momento, la biografía definitiva de Salinger y una lectura
obligada para todos los admiradores de este autor incomparable y siempre
misteriosamente atractivo. El libro de Slawenski no revela el
«misterio» de Salinger, ya que la naturaleza de los misterios consiste
justamente en no poder nunca ser revelados del todo, pero nos
proporciona materiales en abundancia para intuir explicaciones que antes
no podíamos ni siquiera imaginar.
Podríamos hablar del primer Salinger y del último Salinger. El
primer Salinger es una persona intensamente sociable, con una enorme
capacidad para hacer amigos y con una especie de sexto sentido para
relacionarse con las celebridades sin siquiera pretenderlo. Crece en un
elegante edificio de apartamentos del Upper East Side, uno de los
barrios más lujosos de Manhattan, en el 1133 de Park Avenue, que todos
los lectores de Salinger conocen a través del magnífico piso de la
familia Glass en Franny y Zooey. El primer Salinger estudia en
la prestigiosa Universidad de Columbia. Su primer gran amor es Oona
O’Neill, hija del dramaturgo Eugene O’Neill, una relación que terminará
abruptamente cuando Salinger se entere por la prensa de que Oona está
saliendo nada menos que con Charlie Chaplin (posteriormente, Oona se
convertiría en la esposa de Chaplin, con quien tendría ocho hijos). El
primer Salinger intenta por todos los medios entrar en el ejército,
donde en un principio es rechazado por una leve dolencia cardíaca,
aunque luego logrará enrolarse cuando Estados Unidos entre en guerra. El
primer Salinger enseguida se hace oficial y se siente feliz en el
ejército, con su vida ordenada, sus jerarquías y su rígida disciplina.
El primer Salinger conoce a Hemingway en París y le enseña algunos
relatos, que Hemingway colma de alabanzas. Al terminar la guerra, está
terriblemente deprimido, pero en vez de regresar a Estados Unidos decide
participar en el proceso de «desnazificación» que culminaría en los
juicios de Núremberg, y se casa con una mujer alemana (aunque a su
familia les dice que era francesa) llamada Sylvia Welter, oftalmóloga de
profesión, de la que pronto se divorciará. El primer Salinger se parece
muy poco, pues, a la imagen que tenemos del autor de El guardián entre el centeno: independiente, solitario, cien por cien estadounidense, símbolo de la rebeldía contra el sistema.
La andadura literaria de J. D. Salinger comienza en 1939 en las
clases de escritura creativa de la Universidad de Columbia. Corrían los
años treinta, y ya existían en Estados Unidos esos estudios que en
España aún no existen. Se hace amigo de Whit Burnett, profesor de
escritura de relatos y editor de la revista Story, que le apoya
en sus inicios y se convierte en amigo y protector. Escribe muchos
relatos y comienza a publicar. Con grandes esfuerzos, con muchos
rechazos, pero, en 1941, con veintiún años, Salinger está ya considerado
un autor en alza, «a un tiempo introspectivo y comercial». En 1940
había delineado la trama de una posible novela que, con el andar de los
años, se convertiría en El guardián entre el centeno, y la
escritura de esta novela lo acompañó a lo largo de los años de la
guerra. Salinger se veía escribiendo su novela durante los tiempos
muertos de la campaña pero, aunque el manuscrito estaba siempre en su
petate, apenas pudo trabajar en él durante esos años espantosos que
contienen, quizá, las experiencias cruciales de su vida. Ya que a
Salinger le tocó vivir la parte más dura de la guerra mundial, el
desembarco en Normandía y toda la serie de espantosas batallas que
siguieron al avance de los aliados en dirección a Alemania. Salinger era
oficial de información, y una de sus misiones consistía en interrogar a
los prisioneros alemanes. Después de la guerra, uno de los objetivos de
estos interrogatorios era descubrir, por medio de contradicciones o
informaciones poco verosímiles (compañías inventadas, destinos
imaginarios) a aquellos soldados y oficiales que habían estado
implicados en los campos de exterminio.
Lo cierto es que Salinger jamás habló de sus experiencias en la
guerra y que, si bien escribió muchos relatos de tema bélico durante la
guerra e inmediatamente después, esta solo aparece oblicuamente en su
obra publicada (Para Esmé, con amor y sordidez, uno de los
mejores relatos escritos sobre la Segunda Guerra Mundial, es en este
sentido la obra clave). Margaret Salinger cuenta en El guardián de los sueños
una anécdota significativa. Dice que su padre jamás les habló de la
guerra, pero que en cierta ocasión, viendo a unos obreros jóvenes y de
espaldas musculosas y brillantes por el sudor, se quedó mirándolos como
hipnotizado y dijo en voz baja, como para sí: «Muchachos como estos iban
cayendo, uno tras otro».
El primer Salinger es autor de una enorme cantidad de relatos
breves, muchos de ellos perdidos, algunos de ellos aparecidos en
revistas y ninguno de ellos recogidos en libro, con lo cual quedan fuera
del canon oficial (aunque, como es evidente, cualquiera que se lo
proponga podrá obtener con facilidad la mayoría de estos textos). Son
relatos muy bien escritos dentro de lo que podríamos llamar el canon
«realista». Su lenguaje es tenso, austero, desprovisto de adornos, pero
no tienen nada distintivo, porque en ellos Salinger todavía no ha
encontrado su voz. En algunos de estos relatos (en nueve, para ser
exactos) aparece ya la familia Caulfield, que nunca llegaría a ser tan
famosa como la futura familia Glass, pero que para el autor tendría una
importancia equivalente.
Alrededor de 1940, Salinger tiene la idea de escribir un relato más
largo y más ambicioso sobre uno de los miembros de esta familia, el
joven Holden Morrisey Caulfield. Whit Burnett, el editor de la revista Story,
le anima a publicar una antología de relatos antes de la aparición de
la futura novela, cuya composición se había visto interrumpida por la
guerra. Esta antología va a llamarse The Young Folks, el título
de uno de los relatos incluidos, pero finalmente nunca llega a ver la
luz, dado que Lippincott Press, la editorial que iba a financiar la
publicación, rechaza el libro. Al enterarse de la noticia, Salinger se
siente traicionado, se enfurece y rompe toda relación con su profesor,
mentor, protector y amigo de largos años, Whit Burnett. Y a partir de
entonces comienza a mirar con suspicacia y recelo el mundo editorial.
Todo esto sucede en 1946. La información no es concluyente, pero sabemos
que por esa época Salinger toma la decisión de publicar la novela que
estaba escribiendo sobre Holden Caulfield, que ha alcanzado una longitud
de noventa páginas, y que probablemente la envía a Simon &
Schuster. Luego recapacita, se da cuenta de que la obra aún no está
lista y retira el manuscrito.
El segundo Salinger es el autor de El guardián entre el centeno; Para Esmé, con amor y sordidez (también llamado Nueve cuentos), Franny y Zooey y Levantad, carpinteros, la viga maestra y Seymour, una introducción. Hay un texto más, Hapworth
16, 1924, que Salinger pensó publicar como volumen independiente,
aunque nunca llegó a hacerlo, probablemente porque tenía dudas (como
muchos otros después que él) sobre la calidad literaria del texto.
Existen además unos cuantos cuentos guardados celosamente en diversas
bibliotecas que podrán hacerse públicos cincuenta años después de la
muerte del autor, algunos de los cuales pueden ser consultados bajo
vigilancia de un empleado que se asegura de que el lector no fotografía
los textos. Es el último capítulo de la extraordinaria leyenda de
Salinger, y un curioso colofón para la vida de un hombre que se pasó
casi medio siglo, supuestamente, luchando contra su ego.
El segundo Salinger es un hombre solitario y huidizo que vive en
mitad de las montañas despreciando los lujos y caricias de la
civilización y es, sobre todo, un obseso de la religión, desde el
vedanta hasta la Ciencia Cristiana de Mary Baker Eddy, pasando por la
Cienciología. Hay que decir, por cierto, que dentro de una costumbre
bastante extendida que parece corresponder a un tema tratado casi
siempre con displicencia, suele relacionarse a Salinger con el budismo o
incluso, más concretamente, con el «budismo zen», pero la influencia
fundamental de su obra es el vedanta. Seymour y Buddy Glass son los dos
devotos seguidores de la filosofía vedanta y el vedanta aparece por
doquier en la obra de Salinger, desde el cuento «Teddy» hasta Zooey, Levantad, carpinteros..., Seymour, una introducción y Hapworth. «No soy un arquero zen, ni un budista zen ni muchos menos un adepto al zen», escribe Buddy, álter ego de Salinger en Seymour, una introducción.
Y continúa: «¿Estaría fuera de lugar decir que las raíces de Seymour y
mías en la filosofía oriental, si es que me atrevo a llamarlas raíces,
estaban, están, plantadas en el Viejo y Nuevo Testamentos, en el Vedanta
Advaíta y en el taoísmo clásico?».
Hemos de decir, también, que la vida «espiritual» de Salinger nunca
pasó de un interés superficial, por mucho que fuera un interés
obsesivo. Se basó, sobre todo, en lecturas (El evangelio de Ramakrishna, Autobiografía de un yogi,
de Paramahansa Yogananda, el libro de Chuang Tzu) y, por lo que
sabemos, Salinger nunca tuvo un trabajo espiritual continuado con ningún
maestro dentro de ninguna escuela. Leemos, por ejemplo
(www.hinduwisdom.info/quotes461_480.htm), que «asistía regularmente» al
Centro Ramakrishna-Vivekananda situado en su nativo Upper East Side,
pero una simple visita a un swami de la Self Realization
Fellowship de Paramahansa Yogananda en un pequeño templo de College
Park, Maryland, pareció contar para él como un largo curso de
instrucciones para una vida entera. En estos casos, la llamada vida
«espiritual» no hace más que confirmar las tendencias psicológicas del
individuo e incluso acentuarlas al imprimirles ahora el sello solemne de
la sabiduría.
Salinger logró convencerse, primero, de que escribir para él no era
un acto literario, sino un acto religioso. Después, de que la
literatura y la fama le llenaban de vanidad y no hacían más que
incrementar su ego, de modo que si quería avanzar en su peregrinaje
interior tendría que renunciar a los frutos de su arte y de su éxito (es
el consejo que Krishna da a Arjuna en el Baghavad Gita, aunque
Krishna nunca le dice a Arjuna que no vaya a la guerra, sino todo lo
contrario). Todo esto es una gran tragedia, al menos para la literatura,
aunque es posible que también lo fuera para Salinger como persona.
Cuando su esposa Claire estuvo a punto de suicidarse y de matar a su
hija por la desesperación que sentía ante su aislamiento en Cornish,
cuando huyó finalmente a la ciudad y se puso en tratamiento
psiquiátrico, Salinger transigió e hizo algunas mejoras en la casa,
permitió que recibieran visitas y accedió a llevar a la niña al médico
cuando estaba enferma. Este comportamiento más parece el de un fanático
que el de una persona «espiritual». Al final de su vida, su hija le
recriminó por su egoísmo y por haberse puesto a sí mismo siempre por
delante de los demás, incluso por delante de sus hijos, y Salinger le
replicó que nadie le había obligado a llevarles dos semanas a Inglaterra
de vacaciones cuando su hermano y ella eran niños. Dos semanas de
vacaciones eran pues, para él, la medida de su entrega como padre. Pero
el símbolo más claro del fracaso de la vida espiritual de Salinger, o de
su extraña comprensión de lo que el vedanta, o cualquier otro camino
espiritual, debe enseñarnos, está en el personaje de Seymour, que es una
especie de santo, el guía espiritual de toda la familia. Y es que
Seymour, el hermano mayor de los Glass, se suicidó en 1948, cuando tenía
treinta y un años, durante su viaje de luna de miel. Un suicidio que se
produce al inicio de la saga, en el primero de los Nueve cuentos,
y que deja al resto de la familia hechizada y confusa el resto de sus
vidas. De modo que el vedanta no solo no ayudó a Seymour a vivir mejor,
sino que ni siquiera le ayudó a seguir vivo.
El testimonio más importante de la búsqueda espiritual de Salinger lo encontramos en el maravilloso Franny y Zooey,
que es, dentro de su modesta apariencia, una de las grandes fábulas
iniciáticas del siglo xx. En estos dos relatos, que se unen naturalmente
para formar una novela corta, asistimos a la crisis espiritual de
Franny, que ha decidido dedicarse día y noche a repetir un mantra u
oración, «Jesucristo Nuestro Señor, ten piedad de mí». En este caso, el
papel del maestro no lo asume ni Seymour, que está muerto, ni Buddy, el
otro gurú de la familia, que está en su campus universitario, sino
Zooey, un personaje mucho más mundano. Esta conversación final de Zooey
se produce, en realidad, entre dos mitades de Salinger. Franny, la
muchachita enferma, anémica, deprimida, que no soporta el mundo y que ha
perdido todo el gusto por las cosas superficiales, es el propio
Salinger. La voz de Zooey, surgida del interior de la psique del
escritor, viene a poner las cosas en perspectiva. Le dice a Franny que
no ha entendido en absoluto el mensaje del libro que le obsesiona, un
texto supuestamente escrito por un monje ruso que era la lectura de
cabecera de Seymour, y que apartarse del mundo y sentirse especial y
distinto no es en absoluto el camino de la evolución espiritual. Que el
camino es exactamente el contrario: darse cuenta de que todos somos
Cristo, y que Cristo está en todos y en todo, hasta en los aspectos más
triviales o ridículos de la vida. Y que la verdadera «santidad» puede
aparecer en las personas más inesperadas.
El segundo Salinger, en fin, es autor de una obra literaria de
maravillosa perfección técnica, llena de lirismo, ironía, inteligencia y
emoción, y ejecutada en un lenguaje tan preciso como luminoso.
«"Maravillosa” no es una bonita palabra, es cierto», dirá el propio
Buddy Glass en Hapworth, «pero parece la adecuada». No es
posible leer un relato de Salinger y no quedar para siempre hechizado
con su voz, con su clima, con sus imágenes. La exquisita Esmé enunciando
frases perfectas una tras otra, sentada en un salón de té. Holden
contemplando su colegio desde lo alto de una colina. Los invitados a la
boda de Seymour en su apartamento del Upper East Side, en un día de
calor de Nueva York que yo recuerdo como si lo hubiera vivido. Zooey
llamando por teléfono a su hermana, que está en el salón de la casa,
desde la habitación de Seymour y haciéndose pasar por Buddy. Seymour
charlando con una niña en la playa, en Miami, y buscando con ella un
«pez plátano» en el agua. Un mundo de lujo, de luz, de belleza, de niños
brillantes y perfectos que hablan como dioses y cuyas únicas
preocupaciones son el arte y la espiritualidad. Dios mío, qué extraño
destino literario para aquel oficial estadounidense que estuvo en el
desem-barco de Normandía y que tenía como trabajo interrogar a los
encargados del exterminio. Qué extraño mundo de cultura y alta
civilización, de vida urbana y jóvenes héroes televisivos, y hermosos
apartamentos llenos de muebles, y restaurantes caros, y profesores
universitarios, y pedantería, y nostalgia del mundo de la farándula para
el habitante de una cabaña perdida en los bosques.
Quizás esta mezcla de elementos tan disímiles esté en la raíz de la extraordinaria fascinación que produce la lectura de El guardián entre el centeno,
un libro que en Estados Unidos se ha convertido en un icono de la
cultura popular y en un objeto tan misterioso como la piedra filosofal o
el manuscrito Voynich. El asesino de John Lennon y el frustrado asesino
de Ronald Reagan eran lectores devotos de El guardián. En la película Conspiracy Theory, de Richard Donner, la novela de Salinger se utiliza en lavados de cerebro para crear asesinos perfectos, y en la obra teatral Seis grados de separación, de John Guare, el supuesto hijo de Sidney Poitier explica que, a pesar de su apariencia idílica y humanista, El guardián es en realidad un libro violento y siniestro.
Fantasías aparte, es cierto que El guardián entre el centeno es
un libro muy extraño. ¿Por qué fascina de tal modo a lectores de
épocas, edades y países tan diversos? Una explicación (parcial) que se
me ocurre es que su historia reúne las dos pulsiones del alma
norteamericana: el impulso «pionero», de avanzar hacia delante por los
«caminos no hollados», y el impulso «colono», de crear una casa en mitad
de la nada. Holden escapa del colegio, pero su metáfora final, la del catcher in the rye,
que nos hemos acostumbrado a leer en español como «guardián entre el
centeno», es la de alguien que vigila que los niños no se caigan por un
precipicio. De manera que la huida de Caulfield del sistema escolar que,
al menos en teoría, cuida y educa a los niños, lo lleva, finalmente, a
establecer por sí mismo y «entre el centeno», es decir, en el territorio
silvestre, ese mismo cuidado por los otros que es la base de la
civilización. Se ha dicho que el poema de Robert Frost «Death of the
Hired Man» representa las dos mentalidades, demócrata y republicana, que
componen la psique política estadounidense. Es posible que El guardián entre el centeno
también haga lo mismo. Es posible que esta misteriosa novela satisfaga
en todos nosotros tanto una sed de aventuras, libertad e individuación
como otra de compasión, de ayuda y de solidaridad.
Es posible que el misterio de El guardián tenga mucho que
ver con su extraordinario proceso de composición. Salinger tuvo la idea
de escribir una novela sobre Holden Caulfield en 1940, como ya se ha
apuntado, y llevó el manuscrito consigo durante las espantosas batallas
de la Segunda Guerra Mundial. En 1946 la novela tenía solo noventa
páginas. Y entonces aparece un elemento nuevo en la vida de Salinger: la
mística. Según la revista Time, desde finales de ese año,
Salinger entregaba listas de lecturas relacionadas con el budismo zen a
las mujeres con que salía a fin de calibrar su grado de espiritualidad. The Inverted Forest,
una novela corta escrita en esa época, compara a los artistas con los
monjes y habla de la necesidad de apartarse de la sociedad moderna a fin
de encontrar la revelación de la verdad espiritual y artística.
Es posible, pues, que El guardián entre el centeno cuente
dos historias completamente distintas. Una, la externa, es el viaje de
Holden Caulfield a Nueva York escapando del colegio y el relato de sus
experiencias en la gran ciudad. Otra, la verdadera, es la historia de un
joven de clase media que sale de la universidad lleno de ideales
artísticos, marcha a la guerra donde conoce horrores y atrocidades
indescriptibles y, a su regreso a casa, decide buscar un sentido más
alto de la existencia mediante la -búsqueda en la espiritualidad de
Oriente. Lo más extraño de todo es que no existen apenas vínculos
visibles entre ambas historias, la ostensible y la imperceptible. La
segunda no está, no se cuenta, y corresponde simplemente a la
experiencia vital del autor, pero tiene la capacidad de dotar a la
primera, su «correlato objetivo», de toda su fuerza emocional y
conmovedora. No, no estoy diciendo que El guardián entre el centeno
sea una especie de «novela en clave» en la que los episodios son algo
así como alegorías. Esto sería banal y absurdo. No, mi suposición es que
El guardián nos permite estudiar, quizá con más detalle que
ninguna otra obra que yo conozca, la compleja y misteriosa forma en que
actúa el símbolo artístico, y también la forma fundamentalmente indirecta
en que la obra de arte cobra su sentido. Lo hace mediante imágenes e
historias cuyo impacto emocional no depende en absoluto de aquello que
transmiten de forma literal, sino más bien mediante su capacidad para
actuar en nuestra psique profunda arrancando respuestas y resonancias,
en un territorio que, a falta de una palabra mejor, llamaremos
«imaginación». Es posible que El guardián entre el centeno sea
una de las grandes novelas del siglo xx porque cuenta, a su modo
elíptico y mediante bellísimas imágenes casi hogareñas, y en la voz
resabiada pero fundamentalmente inocente de un niño, la gran tragedia
del siglo xx, el colapso de las grandes ideas y las «grandes
narraciones» y la necesidad de una búsqueda de sentido en otras fuentes.
Sería este doble nivel de sentido lo que dota al libro de ese carácter
misterioso que lo hace tan atractivo a todas las teorías conspirativas.
Porque es una perfecta metáfora de eso que Lezama Lima llamaba «la
conspiración china», y que definía como «la resonancia de una presa
verbal caída en un contrapunto animista», es decir, el animismo de la
palabra literaria, la conspiración que es la literatura.
Salinger logra todo esto sin pretenderlo, por supuesto, y mediante
la sumisión absoluta de su mente artística a las imágenes que se
apoderan de él. Crea, de este modo, una serie de imágenes-símbolo que
son como bellas flores flotantes dotadas de la capacidad de provocar en
las profundidades verdaderas descargas atómicas. Leamos, por ejemplo,
las primeras páginas de El guardián. En ellas Holden nos cuenta
cómo un sábado, estando en la escuela Pencey Prep de Agerstown,
Pensilvania, se subió a una colina llamada Thomsen Hill para contemplar
el partido de fútbol de su colegio con otra institución educativa
llamada Saxon Hall. Es el último partido del año, y Holden está en lo
alto de la colina, al lado de un cañón que se conserva allí y que fue
utilizado en la Guerra de la Independencia. La frase siguiente es muy
equívoca: «Uno podía ver todo el campo desde allí arriba, y podías ver
también a los dos equipos machacándose el uno al otro». Parece estar
hablando tanto del partido de fútbol como de los dos bandos que se
enfrentaron en la Guerra de la Independencia. Como si desde lo alto de
la colina Holden fuera capaz de ver, de pronto, una imagen de la batalla
del pasado en que fue disparado ese mismo cañón que ahora se conserva a
modo de monumento. Pero hay más. Holden nos dice que tiene dos razones
más para haber subido a la colina. Primero, está sufriendo el ostracismo
de todos sus compañeros porque en un reciente viaje a la ciudad de
Nueva York del equipo de esgrima del colegio, Holden, que estaba al
cargo de todo el material deportivo, se ha dejado las espadas olvidadas
en un vagón del metro. La otra razón es que quiere despedirse de su
viejo profesor de Historia, que está en casa enfermo con la gripe y es
la única persona a la que Holden aprecia en Pencey.
Y todo esto en tres páginas. El día: sábado. La hora: las tres de
la tarde. La ocasión: el último partido de la temporada. El lugar: lo
alto de la colina. Límites, efemérides, perfección, completitud,
redondez. El cañón de la Guerra de la Independencia. La visión de los
equipos que se enfrentan como ejércitos de una batalla. El acto de
Holden de olvidar las espadas, de dejar que se las lleve un vagón de
metro. El acto de ir a despedirse de la historia, enferma de gripe. El
afecto que Holden siente por la historia, razón por la que quiere,
específicamente, despedirse de ella. El hecho de que la historia esté
enferma. Guerra, violencia, espadas, historia. El que dejó a los
luchadores sin espadas es expulsado de la comunidad y trepa, él solo, a
lo alto de una colina. Y todo en tres páginas. Ignoro qué resultados
arrojaría el análisis simbólico de la novela completa.
Concluida en 1950, El guardián entre el centeno es
rechazada por The New Yorker. Gus Lobrano, responsable de las páginas de
ficción de la revista, escribe que el libro es «demasiado ingenioso y
poco maduro» y que resulta increíble que en la misma familia haya tantos
niños brillantes. Finalmente, el libro aparecerá en julio de 1951, en
la editorial Little Brown. Cuando sale el libro, Salinger se embarca en
el Queen Elizabeth rumbo a Inglaterra para evitar que su susceptible ego
se contamine con una posible reacción favorable. Pero, para gran
desgracia de su ego, las críticas son enormemente positivas: «insólita y
brillante», «literatura del más alto nivel», junto con las acusaciones
de lenguaje «repugnante» y «vulgar» de The Catholic World y Christian Science Monitor, que cualquier mente solo moderadamente cínica podría contar como halagos. Después de su publicación, El guardián permaneció siete meses en la lista de los libros más vendidos de The New York Times. Todavía hoy es uno de esos libros que todo el mundo ha leído o que todo el mundo considera que debería leer.
Hemos hablado de un «primer» Salinger y de un «segundo» Salinger.
Pero literariamente hay, quizá, un tercer Salinger, que es el Salinger
que deja de escribir. Este tercer Salinger es autor, que sepamos, de dos
textos importantes. El primero es Seymour, una introducción, la última obra publicada del autor. El segundo, Hapworth 16, 1924,
nunca llegó a aparecer como libro independiente. Ambos textos son
altamente problemáticos y nos muestran a un escritor sumido en una
profunda crisis creativa. En ellos Salinger abandona su estilo clásico,
austero, preciso y ligero y se embarca en una prosodia altamente barroca
y recargada, un estilo de larguísimas frases enrevesadas y llenas de
incisos en las que es casi inevitable perderse y que nos obligan a leer
poniendo atención a las palabras, comas y conjunciones, y no permiten la
libertad imaginativa de la buena prosa de ficción. En estos textos
Salinger se convierte en un manierista, en un conceptista, en un
barroco, en un escritor abstracto y mental. ¡Qué desastre para el
laborioso estudiante de zen y de vedanta! En su lucha contra el ego, o
lo que él entendía como ego, Salinger acaba por convertirse en un autor
puramente mental. ¿Acaso no señalan todas las tradiciones orientales que
la mente es la gran construcción del ego y su habitáculo natural, y que
lo que hace sobre todo la mente es hablar y hablar sin tasa? El zen
propone vaciar la mente. El vedanta, dominarla y «quemarla». A pesar de
todo, Salinger termina su carrera literaria atrapado en las sinuosidades
mentales y lógicas de la sintaxis y en el sonido melifluo y pedante de
las palabras insólitas. El protagonista de «Un día perfecto para el pez
plátano» y el de Hapworth son el mismo, Seymour Glass, pero literariamente ambos textos están en las antípodas.
Hapworth 16, 1924 es una larguísima carta que Seymour
escribe a sus padres desde el campamento donde está pasando el verano.
En 1924 -Seymour tiene siete años, pero escribe frases como la
siguiente: «Si entre padres e hijos la más perfecta franqueza pudiera
establecerse con la misma libertad por correo que en persona, y tal es
la relación que he ambicionado durante toda mi vida con creciente
sensación de fracaso, entonces debo admitir, con perfecta jovialidad,
que hay momentos en que esta preciosa, adorable muchacha, la señora
Happy, logra despertar en mí, sin siquiera intentarlo, una sensualidad
ilimitada». El texto es insoportable, antipático y totalmente increíble.
También Seymour, una introducción es un texto
problemático, aunque no es insoportable, ni antipático ni increíble. Es,
en cualquier caso, un texto fascinante, porque está lleno de claves
autobiográficas que lo convierten en una especie de guía esotérica al
interior de la mente de Salinger y porque muchas de sus frases parecen
declaraciones del propio Salinger, que utiliza la voz de Buddy Glass
para comunicarse con nosotros, los lectores, los demás, el mundo.
Seymour comienza con dos citas relativas al arte de
escribir muy difíciles de entender, sobre todo si no sabemos que los dos
párrafos pertenecen a textos y autores distintos: Kafka y Kierkegaard.
Salinger/Buddy se embarca luego en un texto enrevesadísimo donde parece
empeñado en confundirnos a cada paso. Primero asegura que es un hombre
«extáticamente feliz» y luego recomienda a los lectores amantes de la
claridad del estilo clásico que abandonen la lectura. Es difícil seguir
el hilo de los argumentos de Buddy. Asegura que todos los dramas del
escritor son los dramas del ojo, que la literatura es algo que se hace
con los ojos. Que es exactamente lo contrario de lo que él está
haciendo, por cierto. Los ojos son importantes para un escritor porque
los artistas son los verdaderos visionarios de este mundo, y quizá los
únicos visionarios, dice Buddy/Salinger. Entonces, ¿cómo muere un
escritor?, se pregunta Buddy a sí mismo. «Yo digo que el verdadero
artista-visionario, el loco divino que es capaz de producir belleza, es
sobre todo llevado a la muerte por sus propios escrúpulos, por las
formas y colores cegadores de su propia y sacra conciencia humana».
¿Qué diablos significa esto? Esas «formas y colores cegadores» de
la conciencia, esos «escrúpulos», ¿qué son exactamente? ¿El famoso ego?
¿Las creencias e ideas? Los «colores y formas» parecen las imágenes de
la mente. Los «escrúpulos» parecen principios morales, ideas,
prejuicios. Son cosas muy diferentes, que en modo alguno pueden
asimilarse. Además, si son algo tan malo que pueden llevar a la muerte,
¿por qué es «sacra» esa conciencia? ¿Es «sacra» un adjetivo irónico? En
cuanto a «conciencia», tiene aquí el sentido de conciencia moral (conscience), no conciencia en el sentido de inteligencia o mente (conciousness).
De modo que lo que parece decirnos Buddy en estas frases que, según nos
asegura, son «su credo», es que un escritor ha de ser un visionario, y
que su capacidad de visión puede quedar cegada por sus escrúpulos y por
su conciencia. Seguramente, no es más (ni menos) que aquello que decía
Keats de que el poeta no tiene «yo» (self). Pero si es eso
verdaderamente, vean con qué claridad lo dijo Keats y qué lío terrible
organiza Salinger. El lío proviene, es de suponer, del propio lío del
autor.
Buddy se pregunta si no estará convirtiendo su propia composición
en el «soliloquio de un demente». Nos cuenta una hazaña de la infancia
de Seymour: devolver a los sesenta invitados de una fiesta sus abrigos y
sombreros uno a uno y sin equivocarse ni una vez. Es la clase de
imágenes-símbolo que no parecen nada en un principio pero que no dejan
de crecer en nuestra imaginación y que tienen el poder de evocar para
nosotros una persona de carne y hueso y casi una época entera, el puro
genio de Salinger. A continuación Buddy incluye una carta del propio
Seymour en la que le dice, entre otras cosas: «¿Cuándo ha sido la
literatura tu profesión? La literatura ha sido siempre tu religión». Y
luego le dice que cuando muera, no le preguntarán si lo que ha escrito
es largo o corto, divertido o triste, sino si puso todo su corazón en lo
que hacía. Sigue hablando Buddy. Imagina la voz de un lector que le
dice: «Nos has dicho que ibas a hablarnos del aspecto físico de tu
hermano. Lo que no queremos es todo este maldito análisis y todo esa
sustancia pegajosa [gluey stuff]». Sustancia pegajosa, rollo
pegajoso, pegajosidad. A lo que Buddy contesta: «Pero yo sí. A mí me
gusta muchísimo esta sustancia pegajosa. Podría poner un poco menos de
análisis, sin duda, pero la sustancia pegajosa la quiero entera. Si
tengo una plegaria o una manera de ser justo en esto, es gracias a la
sustancia pegajosa». El resto del texto consiste en una elaboradísima
descripción de la sonrisa de Seymour, sus ojos, su nariz, su cara, sus
manos, su voz, su piel, su forma de vestir, su forma de subir escaleras y
su resistencia física.
En cuanto a los dos textos que se citan al principio, el de Kafka
tiene que ver con la incapacidad de un escritor de decir la verdad, y
viene a decir que el amor que siente un escritor hacia su materia, unido
a su propia torpeza, hacen que lo que escribe sea finalmente falso. El
de Kierkegaard habla de un error cometido con la pluma por un escriba y
de su incapacidad para corregirlo cuando el error de la página se niega a
ser borrado. Es decir, que el propio amor del escritor le lleva a
falsear lo que escribe, y que el texto es autónomo y se niega a aceptar
las decisiones del autor.
¿Qué intenta decirnos Salinger en este texto infinitamente
doloroso, por medio de tantos quiebros y sinuosidades? «Ya he terminado
con esto», dice al final de Seymour. «O, más bien, me he
terminado yo». Salinger ha terminado perdido en la sustancia pegajosa de
las palabras y de las frases, abismado en un mar de escritura que no
tiene límites y tampoco sentido. Perfectamente aislado del mundo,
buscando una pureza inútil y absurda, Salinger se ha visto reducido al
mundo de las palabras y de las frases, que le asfixian como los hilos
pegajosos de la tela de una araña. La total libertad, el total desapego,
el rigor absoluto, no funcionan. La literatura es un acto de
comunicación con los demás, una forma de vivir en el mundo. Utilizarla
para escapar del mundo lleva al que lo intenta fuera del mundo, pero
también fuera de la literatura.
http://www.revistadelibros.com/articulo_completo.php?art=5036
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